No es extraño que Woody Allen se aproxime a obras de otros autores para nutrir su canon. En cuarenta y cuatro años de dedicarse a hacer películas de los más diversos tonos y temáticas, lo ha hecho con anterioridad y usualmente con éxito: ejemplo de esto es Interiores (1978), su primer filme completamente dramático, exento de cualquier viso del humor extravagante que lo hiciera famoso en los 60, que es su propia interpretación de – principalmente – Gritos y Susurros y el universo bergmaniano, con una espléndida Mary Beth Hurt convertida en uno de sus mejores alter egos y una enorme Geraldine Page [en un rol originalmente escrito para Ingrid Bergman, nada menos] como una elegante madre caníbal; también está la fantástica Alice (1990), que es su tierno homenaje a la Julieta de los Espíritus de Fellini, del mismo modo que pasajes enteros de Stardust Memories (1980) abrazan sin pudor la esencia de 8 ½.
Que Blue Jasmine, su más reciente filme, entre en esta rama de su trabajo, no sorprende: aquí Allen toma con habilidad quirúrgica elementos vitales de una de sus obras favoritas: Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, y crea con ellos la que es su cinta más relevante en muchos años, más incluso que cualquiera de las recientes que pertenecen a su periplo europeo.
La cinta, como su protagonista, puede usar diversos atuendos y todos con un porte envidiable: comedia negra, melodrama humorístico, tragedia postmoderna, retrato de un colapso mental. Hay muchas formas en las que referirse a esta trama que gira en torno al personaje de Jeannette “Jasmine” Francis (inenarrable Cate Blanchett), esposa trofeo de un rico y despiadado financiero neoyorquino (Alec Baldwin) cuya inexorable caída en desgracia se desarrolla lo mismo en los opulentos salones de un Manhattan palaciego, donde cualquier propia ‘señora bien’ como ella accede a toda la dicha y el horror que el dinero puede comprar, que en una zona más humilde en San Francisco, donde llega a buscar refugio con su hermana Ginger (Sally Hawkins), después de una brutal debacle matrimonial, cuyas causas vemos en flashback, mientras en tiempo real somos testigos impotentes decómo Jasmine trata de apuntalar lo que queda de la vida que tenía, mientras afecta directamente la existencia cotidiana de Ginger, que tiene razones de peso para simultáneamente querer y resentir a su hermana, y el novio de ésta, Chili (Bobby Cannavale) un mecánico que, al más puro estilo Kowalski, la antagoniza y es bien correspondido (“eliges perdedores, porque eso es lo que crees que te mereces y es por lo mismo que nunca tendrá una vida mejor, querida”).
Hablar más de cómo Allen construye la trama de su filme sería arruinarlo. Aquí el punto a observar es la Blanchett, quien con total autoridad llega a un nivel que, con el mismo director, no pudieron alcanzar sus dos más tradicionales leading ladies, Diane Keaton o Mia Farrow, en Annie Hall o La rosa púrpura del Cairo: no porque ambas fuesen intérpretes inferiores, por el contrario, ambas son regias y son leyenda por derecho propio; es simplemente que no hay nadie actualmente que esté a la altura de Miss Blanchett o de esta actuación superlativa en la que toma a su personaje y lo somete a toda clase de vejaciones emocionales, sin perder jamás el estilo y la entrega visceral haciendo que lo imposible parezca tan sencillo como atarse, a manera de horca, una pañoleta de Hermès al cuello, o ponerse unos lentes oscuros vintage para ocultar la alarmante desesperación en su mirada; esto se aprecia, por ejemplo, en una breve escena ambientada en una recepción durante la cual, para confusión de un invitado que piensa se dirige a él, comienza a murmurar incoherencias: así se deja ver, un elegante plato de porcelana que se cuartea, arruinado sin remedio.
Las cintas de Allen que más esfuerzo le exigen como autor son aquellas en las que explora el misterio femenino, en ellas no hay rastros aparentes de él, aún estando su mano presente en cada detalle. Las películas que no presentan vestigios de su neurosis masculina le otorgan una libertad que de otro modo no se atreve a explorar; esta es la historia de Jasmine y – en menor medida – de Ginger, de la destrucción de sus matrimonios, de su status quo, de sus propios vínculos. Allen no se fija únicamente en la textura de los personajes que ha creado, también aprovecha el amplio espectro de colores que estas voces femeninas le ofrecen y de este modo, es una película “de Woody Allen” que no se ciñe a las reglas habituales de su juego; aquí él se vuelve invisible y en escena sólo vemos a Cate, que cautiva y desbarata con maestría; su Jasmine es una catástrofe perfecta, pero pese a su ostensible fragilidad, no es Blanche DuBois: ella no tiene extraños de cuya bondad pueda depender.
El reparto que la rodea es de primera: ahí está Sally Hawkins, que como en su formidable intervención en Happy Go Lucky, deslumbra en el rol de una mujer sencilla y buena que pese a intentarlo no puede con el lastre que es la hermana incómoda (interesante paralelo con la cinta de Leigh); está Cannavale, que trasciende su aspecto de adonis de barrio – el mismo que lo lanzó a la fama hace años en la serie Third Watch como un paramédico imposiblemente atractivo, pero no exento de patetismo – para ser una sólida figura de fuerza e ira; Baldwin como el rey monstruo de esta fábula, cuyas acciones traerán como consecuencia su desplome y el de su volátil cónyuge y Peter Sarsgaard como una posible, carismática, gentil, tabla de salvación. Notables son también las apariciones de dos comediantes en roles totalmente atípicosque les funcionan extraordinariamente: el bruto y polémico Andrew Dice Clay reaparece como un hombre sediento de venganza y el muy de moda Louis C.K., que aquí vemos como (¡aunque usted no lo crea!) un objeto de deseo sexual/válvula de escape para una de las hermanas.
Blue Jasmine no es una película “bonita” – aunque está hermosamente realizada, con una cinefotografía de Javier Aguirresarobe que captura en iluminación perfecta las locaciones más bellas para una historia cruel –. Tampoco es una película optimista, ni una comedia ligera o un vehículo para el entretenimiento. Quienes vayan al cine con la intención de “desconectarse” y no pensar, recibirán, posiblemente, una sesión de electrochoque. Pero eso es lo de menos; ésta es la mejor película que Woody Allen ha hecho en dos décadas (quizá desde la magistral Crímenes y pecados u Otra mujer, sus dos grandes filmes de 1988-89, éste último una reimaginación femenina y urbana de las Fresas Salvajes de Bergman, con una Gena Rowlands imparable en su mejor trabajo sin Cassavetes y, en un cameo doloroso y salvaje, la última aparición de la icónica Sandy Dennis) y las reacciones que ha generado en el público – simultáneamente arrobo y aversión – no son accidentales. Esta vez Allen se despoja de su aire distraído, de su humor neurótico, para rompernos el alma calculadamente; es como si dijera, conforme se suceden las escenas, ¿de veras crees que esto no puede ser peor, que no puede humillarse a esta pobre infeliz aún más? Espera y mira.
El cine, como lo han demostrado otros cineastas tan enormes como él – Polanski, Kazan, Buñuel, Resnais, Truffaut, Chen Kaige, Cronenberg…- no consiste únicamente en ser fuente de solaz esparcimiento: también es un espejo de nuestras debilidades, de nuestros errores, temores, del fracaso abrumador que puede asfixiarlo todo, aún en la más hermosa luz del día. Blue Jasmine es como observar un naufragio hecho con primor, con la conciencia de que no saldremos indemnes, de que habrá heridas que veremos aparecer, y que algunas, las más dolorosas y secretas, son nuestras.
Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".