No es un secreto que los súper poderes ilimitados de Superman, cuyo nombre kriptoneano es Kal-El, se deben a la luz amarilla del sol de nuestro sistema solar, y que si el hombre de acero regresara a su natal Krypton, ahora destruido, este no tendría ninguna clase de poderes ya que el sol cercano a este planeta emite rayos de luz color roja. O así lo explica más o menos, según recuerdo, Marlon Brando al inicio del Superman de Richard Donner 1978.
Comparto este dato para explicar que si bien yo no tengo súper poderes, cuando regreso a mi ciudad natal, Chihuahua, a pasar unos días con mi madre, me siento como Superman de regreso en Krypton. En la ciudad de México soy escritor, tengo algunos lectores, amigos y colegas que aprecian mi trabajo; pero cuando regreso a Chihuahua, en el epicentro de la cultura material y pragmática del norte de México, ni siquiera soy escritor —explíquenme por favor qué es eso— sino un solterón de 35 años, desempleado, sin auto, sin casa propia y que, para colmo de males, vive con su madre durante la semana de su estancia. Las mujeres, salvo Anastasia, de quien hablaré más adelante, ni siquiera me miran pues no cumplo con el promedio de masa corporal exigido a una macho de la región: me faltan unos diez centímetros de estatura y no tengo una gran panza cervecera y brazos velludos. Tampoco manejo una pick up 4 x 4 y llevo una botella de Buchanan's 18 años en la guantera. Estoy seguro de que Superman se sentiría como yo si tuviera que visitar a su madre kryptoniana dos veces al año.
Ahora bien, como a menudo sucede en las relaciones de un hijo con su madre, visitar a la mía es toda una experiencia, como la semana que fui a presentar mi segundo libro y ella fue a recogerme al aeropuerto. Apenas atravesamos en su Ford Fiesta la aguja del estacionamiento para enfilarnos rumbo a la ciudad, me dijo:
—¿A qué hora es la presentación de tu libro?
—A las siete.
Miré el reloj, pasaba de la una de la tarde.
—Bien, así tenemos tiempo de que te afeites, te cortes el pelo, te compres zapatos y una camisa limpia.
—Madre, voy a presentar un libro, no me voy a casar.
Hace algunos años decidí que lo más importante para mí es estar cómodo y en mi mochila solo traía ropa interior, calcetines y las playeras Fruit of the Loom que compro en paquetes de tres en el súper. Pero desde que vivo en la ciudad de México, y veo a mi madre dos veces al año, he intentado ser menos intransigente y trato de contemporizar con ella a pesar de mi mal carácter. Así que ese día me puse la camisa que ella me entregó sin dejar de desaprobar mis alguna vez Converse de color blanco. Hasta me puse un poco de los frascos de colonia Jaffra que la tía Carmina me regala cada año en Navidad.
Cuando mi madre me vio salir para irnos a la presentación me dijo:
—¿No vas a planchar la camisa?
—No.
Ahora bien, John Lennon alguna vez dijo que los Beatles eran más populares que Jesús, pero yo en Chihuahua me siento más bien como Jesús. No porque tenga el súper poder de multiplicar los panes y los peces o caminar sobre el agua sino porque tal y como se refieren a él en el evangelio de San Marcos, capítulo seis, en Chihuahua yo no soy más que el hijo de María, y mi madre se llama Miriam, nombre que, como todo mundo sabe, es la forma hebrea de María. En ese mismo capítulo Jesús dice “Si hay un lugar donde el profeta es despreciado, es en su tierra”, aunque yo no me considero ningún profeta ni he sanado a ningún enfermo.
La presentación fue un éxito, se vendieron todos los libros que llevé y hasta pude completar el alquiler del mes, pero cuando estaba al frente de la larga fila de asistentes que quería una dedicatoria, cada uno de los amigables y comprensivos rostros me dijo algo más o menos similar.
—Soy Fulano, trabajo con tu madre. Ella me ha ayudado mucho…
O:
—Soy Mengana, quiero y admiro mucho a tu madre, debe de estar orgullosa de tener un hijo como tú…
O:
—Soy Fulangana, tu madre es una santa… deberían canonizarla en vida y ponerla en un altar con muchas velas.
El administrador de la casa de la cultura donde se presentó el libro —un hombre apocado, aunque parecía tener una gran vida interior—, me dijo, en voz baja, como para sí:
—Pero qué éxito, cuánta gente, ni cuando vino Carlos Monsiváis…
—Gracias —contesté.
Qué otra cosa podía decir.
Y no me extraña, Miriam es una persona muy popular en Krypton, quiero decir, en Chihuahua, porque ha ayudado a mucha gente en dificultades, y también debido a su trabajo como periodista y promotora cultural. Este amor que todo mundo parece tener por ella llevó incluso a un crítico literario local a decir que no leería mis libros porque, siendo yo un adolescente, había hecho sufrir mucho a esa pobre mujer. Mi tía, la que vende Jaffra, esperó pacientemente en el último lugar de la fila para decirme:
—Hijo, regálame tú libro, aunque todavía no acabo el anterior que sacaste.
El libro anterior fue publicado seis años antes.
Aún cuando fui un muchacho rebelde, como todo adolescente debe jactarse de serlo, me he convertido en un adulto considerado y gentil con mi madre. Cada vez que la visito la atiendo a ella por completo con la dedicación que da la culpa. Dicho de otro modo: me convierto en su chofer. Los pocos amigos que me quedan en la ciudad cada vez son menos porque cuando regreso no tengo tiempo de verlos. Mi agenda es la de Miriam, y esta es muy extensa, no solo está su trabajo, a donde la llevo por las mañanas y la recojo por las tardes. Cada día tiene los múltiples compromisos sociales que una celebridad local como ella debe atender: ya sea la presentación de un libro de poesía o una obra de teatro universitaria; la inauguración de una exposición de artes plásticas o la reunión de voluntarios para la promoción de la lectura, presidida por ella: valientes y entusiastas hombres y mujeres que llevan los libros hasta los lugares más alejados de una ciudad gobernada por el tableteo del fusil de asalto Kaláshnikov.
—¿Qué te pareció la exposición de Mengana? —me pregunta.
Yo no respondo, esa clase de preguntas nos llevan inevitablemente a una discusión cuando respondo algo como:
—Odio las exposiciones de gente rica que mira fotografías de gente pobre mientras beben el pésimo vino blanco que les regalan los avaros del instituto de cultura.
Algunas noches, frente al fuego del hogar, que es una pantalla gigante con televisión de paga, la acompaño mientras ve sus series de televisión favoritas, de las cuales la que más detesto es Game of Thrones. Uno de los criterios establecidos por los productores de la serie es poner toda clase de escenas sangrientas y de sexo, y estas últimas nunca parecen venir a cuento, insertadas con apenas un poco más de ingenio que en una película porno de bajo presupuesto. Ella no parece notarlo, pues el interés de ella es meramente argumentativo, y no escatima palabras al explicarme los pormenores de la serie.
—Madre, ¿ya te diste cuenta que esa escena de sexo es totalmente gratuita?
—Sí, peroes que Viserys Targaryen…
Otro de sus programas favoritos es un Reality Show llamado Pawn Stars (El precio de la historia)en donde dos hombres obesos, padre e hijo, se dedican a engañar, estafar y robar a los incautos clientes que llevan a vender o a empeñar toda clase de curiosas antigüedades. Algunas veces llaman a expertos, por ejemplo, en las armas de la Guerra Civil norteamericana: un tema fascinante. A pesar de la apariencia bonachona de Richard Harrison y de la simpatía que finge tener por los clientes, siempre termina estafándolos y pagándoles mucho menos dinero de lo que valen sus artículos.
—Madre, ¿ya te diste cuenta de que estafó a esa pobre mujer, quien además parece ser muy pobre y que vive en un remolque, posiblemente con alguna enfermedad crónico degenerativa en un país sin cobertura médica para los marginados?
—Es el precio de la historia —me contesta.
Existen también buenos momentos, tiene su encanto mirar el televisor con mi madre, como si volviéramos a los años ochenta y viéramos juntos Family Ties, Webster, Moonlighting con Bruce Willis (cuando tenía cabello) y Cybill Shepperd. Elías Canetti y su madre leían a Strindberg; mi madre y yo vimos todas las sitcoms de los ochenta. Por otra parte es bueno despertarse en casa de la madre y desayunar con ella un plato de avena, fruta y té verde, pues se cuida mucho. Suele ser obsesiva de la limpieza, y yo me esfuerzo por que todo esté limpio a mi alrededor. Es agradable para un soltero de 35 años estar bajo un techo con estándares de higiene superiores a los aplicados a su departamento de la ciudad de México.
Mi última noche en la ciudad la acompañé a una reunión de cumpleaños en casa de una amiga suya, a donde también llegó Anastasia (maldito pueblo), con quién yo había salido un par de veces antes. No habíamos podido vernos esa semana por falta de tiempo. Anastasia es una muchacha morena de grandes ojos oscuros que trabaja como redactora en uno de los periódicos locales, tiene hombros y brazos redondos y tersos, llenos de pecas. Una madre normal diría algo así como aléjate de esa suripanta, pero la mía siempre ha mirado como víctimas a las mujeres que salen conmigo; como buena feminista de la vieja guardia, su doble moral funciona al revés. Ella es de las que van por la vida arrojando la palabra “misógino” como si fueran granadas de mano. Durante la reunión Anastasia y yo acordamos irnos juntos a su casa y tomarnos el par de Tecates light que le quedaban en el refrigerador.
—Madre —le dije, aparte—, voy a irme con Anastasia.
—No, no vas.
—¿?
—Deja en paz a esa pobre muchacha, la vas a hacer sufrir.
No creí necesario explicarle que la menuda y apocada Anastasia se convierte en una fiera irreconocible cuando estamos en la cama. Tampoco tengo los súper poderes mutantes de regeneración de Wolverine y me he tardado más de una semana en reponerme de las heridas que Anastasia suele provocarme.
—No te estoy pidiendo permiso, ya soy un adulto —dije esto último no muy convencido.
Sin embargo Anastasia y yo tuvimos que irnos a escondidas, y así pudimos evitar una escena desagradable. Si bien en Chihuahua no tengo súper poderes, aún me queda algo de sentido común y apagué el celular. Me gustaría describir con lujo de detalles lo que ocurrió después esa noche entre la una y las cuatro de la madrugada, pero no quiero caer en el mismo pecado que los productores y guionistas de Game of Thrones. A la mañana siguiente nos despertó el tono del celular de Anastasia (“Sweet Child of Mine”, Guns N' Roses), y ella contestó.
—Sí… claro. Sí…. ¿quiere hablar con él? ¿No?
Oh, Dios, pensé.
—Era tu madre —dijo Anastasia.
—¿Cómo sabe tu número?
—No sé.
—…
—Me dijo que te hiciera de desayunar, que necesitas comer porque estás muy flaco.
—¿Ah, sí?
—Pero no tengo nada —dijo.
Y la vi levantarse, vestirse, buscar las llaves del coche y salir de manera apresurada. Intenté moverme para impedírselo, pero no pude debido a las magulladuras, rasguños y mordidas en el torso. Me sentí como Batman después de una de las palizas que le ponen, precisamente porque Bruce Wayne no tiene súper poderes. Regresó unos minutos después con algo de comer ya preparado y dos refrescos, y nos sentamos a la mesa de la cocina como otras veces, pero esa mañana en medio de nosotros estaba mi madre ¡como un Dios!
Así fue como terminó mi estancia en Krypton, quiero decir Chihuahua. Era sábado y cuando llegué a casa para recoger la maleta, darme un baño e irme al aeropuerto, la encontré en el sillón de la sala. Esperaba algo así como una escena, pero ella se limitó a decirme.
—Ay, hijito, pobre muchacha…
Y yo pensé: así es, madre, pobre muchacha.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).