Conocí muy joven a Federico Campbell porque era amigo de mi madre y recuerdo perfectamente lo que le oí decir alguna tarde de noviembre de 1979 cuando repitió ante mí la sentencia (en varios sentidos de la palabra) de Cyril Connolly: “La función genuina de un escritor es producir una obra maestra y ninguna otra finalidad tiene la menor importancia.” Esas palabras, estoy seguro, lo atormentaron hasta el fin. La inmensa mayoría de los escritores no escribimos nunca una obra maestra pero a muchos no les importa y se resignan. Federico, que no la escribió tampoco, no se conformó e hizo de su vida literaria (en su caso, una forma de militancia: siempre estaba allí) una búsqueda bien connollyana del por qué nos convertimos en “enemigos de la promesa” con la que nos encandilamos de jóvenes. Joven él mismo, viajó para entrevistar escritores (Infame turba, Conversaciones con escritores) y descubrir los secretos del oficio.
La obra informal, fragmentaria y ensayística de Campbell (Post scriptum triste, Padre y memoria) es una averiguación sobre el silencio literario, el bloqueo del novelista, el efecto del psicoanálisis en la creación (me parece que fue un psicoanalizado reincidente y a su manera feliz), todos ellos temas del universo de Connolly –que a diferencia de Campbell no tuvo la fortuna de ser íntimo amigo de un silencioso ante el Altísimo como Juan Rulfo. En un mundo ideal Federico debería haber sido el biógrafo de Rulfo. Los recuerdo juntos, en los altos de la desaparecida (todas las librerías terminarán por desaparecer, diría JEP) Librería El Ágora, bebiendo Coca-Cola y desde luego silenciosos. Nunca osé interrumpirlos.
Es curioso que los dos mexicanos que más novelas leyeron, por mucho, hayan nacido cerca de la raya de la Baja California Norte. Los dos ya murieron: Daniel Sada (en Mexicali, 1953) y, Campbell (Tijuana, 1941). En el caso de Federico, sus devociones eran muy contagiosas. Aparte de su obsesión por el teatro Pinter (que nos unió una época, por razones familiares) o de la novela italiana del siglo pasado, que a todos nos puso a leer, a Campbell, más allá de su amor por Rulfo (que compartía con dos colegas, según leo en Post Scriptum triste, no tan antagónicos como pareciera, Salvador Elizondo y Jorge Aguilar Mora), estaba su fidelidad por Leonardo Sciascia, a quien fue a ver a Racamulto y pasó de ser su maestro a su amigo. Quizá La memoria de Sciascia (1989) fuese, entre sus libros, aquel que prefería. Fidelidad me parece, más política que literaria: sobrepusieron el mapa de Sicilia y el mapa de México, no en balde las dos antiguas tierras del imperio de los Austrias, concluyendo, irrefutables, que en ambas el poder es impunidad.
A esa fatalidad que hace del poder absoluto absolutamente corruptor y vuelve indescifrable todo crimen cometido desde el poder, dedicó Campbell su obra de periodista, coleccionada en títulos como La invención del poder y Máscara negra. Crimen y poder. Periodista (devoto, también, de la impronta de Julio Scherer García y de la prosa de Guillermo Sheridan), Campbell vivía en permanente estado de indignación, lo cual, me parece, es más propio del intelectual que del verdadero periodista, que ha de ser frío y hasta indiferente frente a lo averiguado, lo documentado y lo visto. Por ello, entre los libros de Campbell falta ese gran reportaje que parecía el más indicado de todos los escritores–periodistas para hacer.
En cuanto a la novela pura, donde Campbell colocaba sin ninguna duda a esa obra maestra exigida por Connolly en La tumba sin sosiego, escribió al menos dos que he releído con gusto y con cierto remordimiento: merecen mayor fama de la que tienen. Pretexta (1979), el concentrado enigma de un libelo, le abría a Campbell el camino de una obra novelística que no prosiguió y releyendo aquella primera novela encuentro unas líneas tristes en los cuales quizá el autor se identificó, petrificado ante la imagen propia en el espejo de su libro: “Lo que le había sucedido en los últimos días es que había perdido el tono. Experimentaba como una empresa irrealizable la posibilidad de recuperar el entusiasmo y la concentración continuada que en un principio lo movieron a ordenar, parte por parte, los fragmentos dispersos y las ideas ajenas apenas bosquejadas en su libreta de apuntes. Contaba por un lado con los recortes del periódico, los partes policíacos, los historiales clínicos, y por otro con las transcripciones de las cintas magnetofónicas que se le habían suministrado y que registraban el habla, el modo coloquial, de los personajes previstos. Pero, y aquí venía lo más desquiciante, la grabación empezó a parecerle un instrumento diabólico: hablaba y pensaba por él, erigía en persona física a otro idéntico a él mismo, era como el equivalente sónico de un espejo, una voz sin cuerpo, sola y desnuda, una voz distinta a la que por su cabeza circulaba incontenible, como un río loco.”
“El realismo puede destruir el corazón de un escritor”, dijo Salman Rushdie (la frase se la escuché decir hace muchos años a Héctor Manjarrez) y acaso Campbell estuvo entre esos damnificados. Por ello, de lo que he releído en las horas y los días posteriores a su muerte, me quedó con Todo lo de las focas (1982), su novela de amor que, brevísima, él quiso sepultar (así lo dijo) en Tijuanenses (1989). En el brutal desamor del hombre que habita no a la mujer amada, sino el universo vacío que ella le dejó en las playas bajacalifornianas, ese inhóspito brazo de un México que Federico Campbell imaginó como un Pinocchio inánime y desmembrado, escucho de todas sus voces, la que más me importa y más me conmueve.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile