Los fines de semana nos juntábamos en el apartamento a fumar y a beber hasta que empezada la mañana alguien proponía lo de ir a la playa. Caracas ya era una olla caliente escupiendo balas en vez de palomitas de maíz, pero la ciudad estaba un poco mejor o quizás nosotros éramos un poco peores. Kako se había despertado minutos antes asustado por sus propios ronquidos y gritaba:
¡Pa’ la playita! ¡Pa’ la playita!
Miento. En realidad era un balbuceo imposible de transcribir que solo la repetición rigurosa de la escena, semana tras semana, nos permitía descifrar. Declamaba un par de coplas llaneras, preguntaba por las llaves de su carro, por el celular y a los pocos segundos caía otra vez en la alfombra con el sol tempranero sobre su pecho descubierto. Kako tenía la costumbre de desabotonarse la camisa después del segundo ron.
Más vestidos que él, los demás terminábamos en posición fetal alrededor de la misma alfombra hasta que la acidez, la vejiga o alguna de las chicas –porque las hubo– nos obligaba a despertar. Bernardo y yo éramos los primeros y a eso de las dos de la tarde salíamos a la calle para huir de la hediondez húmeda del apartamento. Supongo que no olíamos mejor y apenas hoy, años después de esas amanecidas, he reparado en la cordialidad de aquel restaurante chino. Nunca nos miraron con desprecio por las migas de comida en nuestras barbas ni por el aliento rupestre ni por los rastros de baba en el cuello de la camisa. No es que el chino Wou y su mujer nos vieran con ternura, pero al menos nos dieron comida.
Era un restaurante que hacía esquina a tres cuadras de mi edificio, donde invariablemente te servían lo que a ellos les daba la gana. El chino era una versión asiática de Clint Eastwood al que bautizamos Virgilio en medio de una resaca; la china, una matrona agresiva. Ambos se bastaban para sacar rodillas de cerdo, wontons y raciones inmensas de arroz con pollo que nos permitieron resucitar semana tras semana. Todo preparado en dos hornillas al lado del baño para seis mesas de occidentales temerosos por la inusual altura del cocinero y el temperamento de la doña.
Chamo, le tengo miedo a los chinos.
¡Ah, vaina! ¿A todos o a estos?
A estos, ¿no ves que ese carajo está aquí porque mató a unos comunistas?
Aja…
No, marico, en serio: el tipo mató a unos comunistas y a la vieja los comunistas le mataron a su familia.
¿Y ellos son comunistas?
Todos los chinos son comunistas, güevón.
Esta semana comí arroz con pollo en Singapur, ese que ven en la foto. El de L., rostizado y el mío, hervido, pero hoy que esta bitácora cumple seis meses no quiero hablarles del plato sino de todo lo que sobrevive en la comida. Porque el apartamento aquel ya no existe, el restaurante cerró por razones misteriosas y la ciudad es una cicatriz que se abre durante las noches, pero ahí donde como arroz con pollo todos los chinos son asesinos, todas las playas son La Guaira y todas las madrugadas Kako ronca sin camisa sobre la alfombra.
Que alguien lo despierte.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.