Fue el caso que cuando abandoné el refectorio de mi casa, en cuya mesa yacen resto, huevos fritos engullidos con pan y café, cuando el espacio abre poderosamente a los cuatro rumbos del espacio pues ingreso en la basílica, amplia, resonante, eché atrás la cabeza y miré la altísima cúpula que lucía emplumado curvo a lo largo de su media esfera, enorme gorro verde perico, visto desde abajo, un trabajo de arte plumario pleno de industria y magnificencia y, he de decirlo, de paciencia, que ahora percibo, me causa no sé qué aprehensión, transformada en miedo, y en ese momento, la cúpula inopinada y limpiamente se transforma en sombrero negro visto ya a su altura, en cuya escrupulosamente plana avanza a saltos con sus patitas paralelas un gorrión… Contención, gravedad, ante todo dignidad en la derrota, entonó Boris Godunov con su voz de bajo profundo, pues él era el personaje tocado con el sombrero de ala ancha, seso despejado, hay que avanzar por la estrecha senda de la virtud, hemos de cumplir el itinerario para no sufrir peloteras o el hambre de los vasallos, ¿dónde está doña Fálfula, insensato?… Ojos pesquisantes, labios curvados en mueca sardónica al enunciar y más que pálido, amarillo huevo el semblante… Di vuelta para alejarme y me topé con un hombre alto y bofo, de mejillas abultadas, pero ojos llenos de vivacidad. ¿Quién es usted?, inquirí. Me llamo Oscar, Oscar Mamuth, y necesito contarle que hoy entre las 2:00 y las 2:30 de la tarde hube de permanecer de pie en medio del andén, en uniforme de recluso y esposado. Mi persona era grotesca. Al verme la gente se reía, la concurrencia aumentaba, se detenían, me miraban y reían de mí. Cuando supieron quién era, con más ganas se reían y me abucheaban, alguno trató de escupirme… Giré y dejé atrás al humillado y fue entonces cuando empecé a situar, atrás, distante, a una silueta que avanzaba tardona, paulatina y solemne sobre el mármol de la nave. Detente, zoquete, pudrición, gusano, escoria, voceó el que se iba aproximando mirándome fijamente con ojos demenciados de furia insoportable, apóstata, te has hundido en el abismo de la herejía y el fuego del infierno tiene más ansias de abrazarte a ti que el virote gandul de estrechar lúbrico a la doncella blanca y purísima, de manos tan sutiles que perderían a cualquier santo, y ya las lenguas de fuego se relamen gozosas al oír tu nombre… La mesa está puesta, el banquete eres tú, y ya te están esperando… Toda tu generación ha sido educada por Celestino Botica, y eso la ha condenado en masa… Mira cómo el húmedo batracio de ojos esféricos engulle a ese positivista recalcitrante que dio en sostener que era solo semiinmortal el alma, y mira ahora cómo, para instrucción de toda la gente, el batracio ya ha tragado cabeza, tronco y extremidades superiores y el desdichado sacude al aire las extremidades inferiores donde pueden apreciarse sus calcetines blancos y los zapatos, informales, pero bien boleados, que el infeliz calzaba… Bruscamente distinguí que el de la voz no era otro que san Dionisio Areopagita, es decir, la silueta que avanzaba mística y pausada, hablando sin dejar de discurrir a ras del suelo aquel, de mármol de Paros, y advertí que san Dionisio se presentaba ante mí en su advocación usual de obispo de París, correctamente revestido de torero y como debe ser, acéfalo, mutilado el tronco, con la cabeza recién tajada, sangrante aún, entre sus manos delicadas de santo, que, consagrado al recogimiento y el arrobo, no ha trabajado nunca, y aquella cabeza violentada sermonea entre las manos con voz precisa y nítida: Proceda a sumarse a la peregrinación con andar contoneante de pingüino y rostro en discreta congoja y ejemplar gravedad… Atención, un gran espejo de cobre, vuelto hacia altamar, refleja los navíos que por ahí van surcando… Y entonces la testa eleva la voz mirándome desde su lugar con ojos en los que advertí espulgo y rencor, y dice: En cuanto a ti, has sido medido y has sido hallado falto, el peso de tu iniquidad te hunde, Laurent Gbagbo, y va a presenciarse en este preciso día y hora punición severa contra ti, el crudo rigor de la condena te hará gemir, ¿entiendes Laurent Gbagbo?… Y, remachando este mensaje, surgió un letrero con la información escrita en lenguas de fuego, un letrero en el aire, volador, ondeando, del que era de verse la resplandeciente información: Laurent Gbagbo pederast… Yo con indignación, pero aún con mayor alarma, emprendo mi defensa declarando firme y claro que había ahí un error, que yo no era ese señor Gabgabo, Gbagbo, me corrigieron, no es Gabgabo ni Gabgobo, es Gbagbo, preste atención a lo que se va diciendo, y yo asentí y proseguí mi apología pro vita mea ante la sangrante paternidad, ante su señoría, descabezada autoridad y santa presencia, yo no era ese Gigbo, alegando que ya atestiguaban que ni siquiera sabía cómo pronunciar ese nombre hirsuto, que no era mío y que nunca en los días de mi vida siquiera había tenido ocasión de oír, Cállate en este instante, pulga de mono, estás, por si no te habías dado cuenta, en el infierno, y aquí no hay errores… Es el caso que ante esta humillante obstinación del santo perdí la contención y empecé a patalear y dar gritos: Yo no soy ese Gobagobo, no soy Guibagobo, ni siquiera tengo noticia de quién pueda ser este señor… Yo soy el señor doctor don Venustiano Montejo y Cifuentes, famoso esteta y… Cállese ya, pata de erizo, denominación esta cuyo perfil insultante al momento no pude desentrañar, y no haga berrinche ni bailoteo que no hace más que agravar su ya comprometida, por decir lo menos, situación… Su nombre es Gbagbo y no esa mediocre cuanto repugnante apelación que terquea en atribuirse, ¿entiende?, ¿qué, no puede retener correctamente en la memoria siquiera su propio nombre, carajo? Y cuando la testa sangrante me reprendía con esta dureza, apareció en gritería estruendosa e histérica, pero cabizbaja, la multitud doliente, todos los condenados, con aire vago, como de sombras de pájaros, con cirios encendidos en las manos, y algunos con altos y picudos capirotes de procesión solemne y detrás de ella progresaba una legión de verdugos azules, demonios, sin duda, algunos de ellos jinetes en cabalgaduras cascorvas, de tártaros, todos ellos acometían a los penitentes, fustigándolos con azotes, palos, cachiporrazos, piquetes de ojos, y allá vas, falso Laurencio Gbagbo, a sumarte, por ineptitud, venalidad o simple error judicial, a los condenados a los apretados infiernos que no cesan, aunque puedo aún comparecer ante el tribunal de apelaciones de Radamanto, pese a que por la corrupción y completa venalidad que corroen hasta lo profundo del esqueleto, al puerco e hijo de puercos juez nunca nadie, es preciso decirlo, ha sido absuelto ni ha logrado que se atenúe en lo más mínimo la severidad enérgica de su sentencia… Pese a que registro a lo lejos un incendio, me incorporo a los afligidos penitentes, torturado por la sorpresa y la indignada consternación de saber que aun en cosas de tanta consideración y gravedad como los eternos destinos de ultratumba pudieran darse crasos equívocos o elementales yerros burocráticos o densa corrupción… ¿Qué esperabas?, estás en el infierno, no comiendo arroz con leche, ¿eh, pazguato?, cantó un pájaro gigantesco, ¿un martín pescador?, posado en una gigantesca y bien delineada jirafa, ¿de dónde la habrán sacado? Caer al infierno por haber sido confundido con otra persona, ¿te puedes imaginar? Y en esa mortificante contrariedad quedé ahí, marchando desolado… ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.