Nunca antes se había publicado en Dissent un artículo con este título. Era una frase utilizada a menudo por Iósif Stalin y, de acuerdo con todas las transcripciones de sus discursos, siempre iba seguida de una “ovación prolongada”. Pero este parece el momento histórico adecuado para recuperarla. En su origen se trataba del comienzo de una frase que respondía a la pregunta “¿qué se debe hacer?”.
Tras la victoria de Donald Trump, cuando el nacionalismo populista y la xenofobia brutal amenazan el orden liberal en Europa, cuando la democracia está a la defensiva en todas partes (y aún más la socialdemocracia), cuando los inmigrantes y las minorías se encuentran en peligro en todos los países europeos y, ahora, también en Estados Unidos, en un momento en que la economía neoliberal es dominante y la clase trabajadora está más oprimida de lo que había estado desde la Segunda Guerra Mundial, ¿cuál es el deber histórico de la izquierda?
Tengo amigos que están listos para interponerse entre la policía y el primer inmigrante al que esta quiera arrestar. Todos planeamos registrarnos como musulmanes si llega a haber un registro de musulmanes. Una tras otra, las ciudades se declaran “santuarios” para los indocumentados. Algunos progresistas e izquierdistas se ponen pines en la solapa y algunos otros dicen que este es un gesto muy pequeño. Por el momento todo es solo un gesto. Es importante imaginar formas para oponer resistencia al impulso de extrema derecha del gobierno de Trump, pero nada de lo que he leído sobre “resistencia” apunta a una estrategia política seria. Han aparecido en internet algunas sugerencias buenas, y otras no tan buenas, pero ninguna responde a la pregunta sobre el “deber histórico”.
No creo que sea una pregunta sencilla ni tengo una estrategia general que ofrecer pero sí hay tres tareas históricas en las que deberíamos pensar:
1. Necesitamos un análisis agudo y crítico de la izquierda sobre lo que está sucediendo. Las 836 explicaciones por las que Hillary Clinton perdió la elección no cuentan. Para empezar, los partidos de centro-izquierda de todo el mundo tienen los mismos problemas, así que las particularidades de la derrota de Hillary son, principalmente, de interés local. No carecen por completo de importancia: la interferencia del fbi en una elección estadounidense, la ingenuidad extrema de los demócratas ante el hackeo de los rusos y la rápida diseminación y aparente efectividad de las noticias falsas deberían servir de lección para los izquierdistas de todas las latitudes, pero debemos tener en cuenta factores materiales, políticos y psicológicos que operan a nivel internacional.
Ya tenemos análisis y críticas excelentes sobre la economía neoliberal, a los que han seguido, en fechas más recientes, rigurosas investigaciones periodísticas sobre el daño que las políticas de austeridad han causado en la población más vulnerable. Pero todavía necesitamos una mejor comprensión de las respuestas psicológicas y políticas a esos daños. El neoliberalismo ya no es tan solo una doctrina económica. Es la ideología del capitalismo triunfante. Lo que es “nuevo” es la magnitud del triunfo; nos ha tomado por sorpresa y nuestra respuesta intelectual ha sido lenta. También nos hemos tardado en reconocer los peligros del populismo, pensemos en los laboristas británicos antes del Brexit o en los progresistas e izquierdistas estadounidenses antes del 8 de noviembre.
El populismo nacionalista no es lo mismo que el neoliberalismo, e incluso desafía algunas de las ortodoxias neoliberales. Sin embargo, ambos guardan una relación estrecha. El populismo actual es una política que ha sido posible gracias a la austeridad y a la negligencia, y que se ha beneficiado de la indiferencia, propia del neoliberalismo, hacia los hombres y mujeres en apuros. Los demagogos populistas aseguran que mejorarán las condiciones de esas personas, pero como no hacen nada por alterar las relaciones de poder de la economía neoliberal o de sus países colonizados, no hay mejoría genuina. No obstante, el populismo puede tener una eficacia aterradora para degradar a los supuestos enemigos del pueblo, a los “otros” que se convierten en chivos expiatorios: los inmigrantes y las minorías.
Todo esto, como se dice a menudo en la academia, debe “teorizarse”, pero el debate teórico actual sobre la importancia relativa de las políticas de la identidad y de la lucha de clases no es de mucho provecho. No existe tal cosa como la proverbial “clase trabajadora”, olvidada por los políticos demócratas y a la espera de ser movilizada. La gente a la que tenemos que llegar es un grupo radicalmente diverso. Y es diverso también en lo económico: incluye a hombres y mujeres desempleados, ancianos sin pensiones adecuadas, trabajadores de medio tiempo, obreros del cinturón industrial con nuevos empleos que les pagan ingresos mucho menores a los que antes ganaban, trabajadores sin protección sindical y con pocas prestaciones, y los pobres de áreas rurales, todos ellos aterradoramente vulnerables y esperando con angustia la llegada de una nueva crisis. También es diverso en cuanto a sus identidades: negros y blancos, latinos y asiáticos, hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales. Estas personas podrían formar lo que, en el número de otoño de 2015 de Dissent, Charles Mills llamó “una coalición transracial de los desfavorecidos”. Pero primero tienen que ver que sus dificultades no son solo suyas. Pensemos en ellos como una clase en formación o, como se decía en la vieja jerga, una clase en sí misma pero aún no por sí misma. ¿Cómo podemos adelantar su formación? Esa es la pregunta que deberíamos debatir.
2. La teoría es difícil, pero, en la práctica, el trabajo político que debe hacerse en los próximos años es bastante obvio: crear una versión defensiva del activismo estándar de izquierda. Tenemos que defender lo que queda de los logros de la socialdemocracia tras la Segunda Guerra Mundial. El ataque de la derecha es de una ambición extraordinaria: va en contra de los inmigrantes, los sindicatos, las escuelas públicas, la salud, la seguridad pública en general y contra las todavía insuficientes regulaciones ambientales. Para resistir estos ataques me parece claro que debemos unirnos a cualquier coalición que ofrezca cierta posibilidad de éxito. Pero también necesitamos ser capaces de formar una defensa específicamente de izquierda de lo que fue, aunque de manera incompleta, un logro específico de la izquierda. Por ejemplo, nuestras razones para defender el sistema de salud actual de Estados Unidos también deben ser argumentos para su mejora radical. La defensa de la educación pública requiere también una explicación más detallada de qué es lo público y de lo que entendemos por ciudadanía democrática.
Tenemos que promover nuestra propia militancia, identificable como izquierdista, socialdemócrata o socialista en forma y contenido. Pensemos en esto como la continuación de la campaña de Bernie Sanders en las elecciones primarias del Partido Demócrata, aunque no podemos depender de la energía y el inesperado carisma de un solo hombre. Necesitamos reservas, algo que no hemos tenido en bastante tiempo: muchos Bernies o, mejor aún, varios Michael Harringtons, Norman Thomases, Dorothy Days y Eugene Debses. En cualquier caso, necesitamos hombres y mujeres que hablen el lenguaje de la izquierda en reuniones, mítines, manifestaciones y marchas.
Aunque espero que nuestra postura no sea siempre la defensa, hay ventajas en la política defensiva, como las hay en la guerra defensiva. Estamos protegiendo valores que comparten más personas de lo que nuestras cifras sugieren. Tenemos posturas firmes desde las cuales luchar, y cuando luchemos por la escuela pública que está cerca o por el sindicato de maestros o por la familia de inmigrantes de la cuadra o por la calidad del aire que respiramos en nuestras ciudades, encontraremos aliados. Algunos de estos aliados, en el transcurso de la batalla, llegarán a reconocerse como de izquierda. Si bien en décadas recientes se ha dicho que las políticas socialdemócratas y de bienestar social son aburridas, la defensa de la socialdemocracia contra un ataque feroz no será aburrida en lo absoluto.
3. Pero luchar desde la izquierda no es todo lo que tenemos que hacer. Los peligros a los que nos enfrentamos hoy no ponen en riesgo solo los logros de la izquierda, desde el Estado de bienestar a la sociedad multicultural. También la democracia constitucional se encuentra en peligro. No puedo precisar la magnitud de la amenaza, hablar de “fascismo” me parece imprudente a estas alturas, pero nos enfrentamos a un momento similar al que William Butler Yeats describió en un famoso poema:
todo se desmorona; el centro cede;
la anarquía se abate sobre el mundo,
se suelta la marea de la sangre […]
[Traducción del inglés de Antonio Rivero Taravillo, Poesía reunida (Pre-Textos, 2010)]
Uno de los deberes históricos de la izquierda en la actualidad es ayudar a proteger el centro.
Para algunos de nuestros camaradas no será un trabajo agradable. Tengo amigos que se taparon la nariz para votar por Hillary Clinton (y unos cuantos para quienes el “hedor” era tal que se rehusaron a votar por ella). Pero también tengo un amigo más sabio que me explicó por qué le parecía un voto muy claro. Me dijo: no pienses en tus recelos, piensa en el bienestar de las personas más vulnerables del país. Y luego vota, con gusto, por el candidato que minimice su vulnerabilidad. Esa máxima debería guiar nuestra política actual. Ahora mismo lo que la gente más vulnerable necesita es la protección que brinda un constitucionalismo fuerte. La defensa de las libertades y los derechos civiles en nombre de la constitución; esto es, la política del centro. Así que, hagamos lo que hagamos, debemos trabajar con otros estadounidenses para reconstruir lo que hace años Arthur Schlesinger llamó el “centro vital”.
¿Hay otros estadounidenses con los cuales se pueda trabajar? Los republicanos “responsables” que, algunos pensábamos, rechazaron a Trump para proteger el centro, resultaron ser pocos y no precisamente valientes. Pero aún creo que hay hombres y mujeres, progresistas y conservadores, listos para defender la constitución si recibe un ataque directo (y lo recibirá). Quizá necesitemos darles ánimos y luego mantenernos a su lado.
Y aún más: deberíamos trabajar estrechamente con cualquiera que crea en el discurso civil, que respete la verdad y que esté listo para vivir en el desacuerdo político y religioso. ¿Ella defiende la jerarquía social? ¿Él piensa que la libre empresa es el medio y el fin de la vida económica? ¿Ellos están más preparados que nosotros para emplear la fuerza en el extranjero? Estos son planteamientos que debemos tomar en cuenta y no dejar pasar, pero aún tenemos que unirnos a gente con esas ideas donde quiera que la encontremos, para que el centro esté protegido.
De hecho, como resulta evidente, la sobrevivencia de un centro vital es un requisito para tener una izquierda activa. Sería un error pensar que “la marea de la sangre” es solo una amenaza para los inmigrantes y las minorías. Es una amenaza para todos nosotros: los disidentes de todo signo, los organizadores sindicales, los intelectuales de izquierda, las feministas, los activistas por la paz, los hombres y las mujeres con conciencia, los estudiantes que están descubriendo a Marx, los maestros a los que no les gustan los exámenes estandarizados y los periodistas que escriben sobre las fechorías de los ricos y poderosos. Todos necesitamos protección constitucional; todos necesitamos un centro que se mantenga firme. Tenemos que colocarnos en el centro y a la izquierda al mismo tiempo. Quizá sea complicado, pero es nuestro deber histórico. ~
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Traducción del inglés de Roberto Frías.
Este ensayo apareció originalmente en Dissent.