En el velorio de Lorenzo Servitje (1918-2017), la guardia más fotografiada fue la de su hijo Daniel y el presidente de México; pero llamaba la atención el trasfondo: los altos anaqueles de la biblioteca personal, como si también estuvieran de guardia.
Significativamente, lo conocí en una librería. La de Gaspar Elizondo (Biblia, Arte, Liturgia), que tenía una sección muy amplia de libros en francés de catolicismo progresista, antes del Concilio Vaticano II (1962-1965). El curioso nombre de la librería reflejaba el deseo de que los simples laicos leyeran la Biblia, algo tradicional entre los protestantes, pero desaconsejado entre los católicos. También reflejaba la amistad con José Lemercier, renovador de la liturgia en su monasterio de Cuernavaca, donde se producían artesanías religiosas, de venta en la librería.
Ahí se vendía Informations Catholiques Internationales, revista que tenía el formato de un semanario noticioso, aunque era quincenal. Gaspar apoyaba su difusión y propuso traducirla al español, proyecto que Lorenzo financió. Alguna vez vi la lista de los suscriptores y era impresionante: 3,500 líderes de opinión en todo el mundo de habla española. La revista informaba de avances en cualquier parte del mundo, y eso inspiraba renovaciones en otras. Era un concilio antes del Concilio.
Anécdota de interés. Para celebrar el primer aniversario (o algo así) de la publicación en español, Lorenzo invitó a un grupo de cercanos a la revista a un restaurante. Por entonces empezaba la tarjeta Diners Club y había la idea errónea de que cualquier gasto pagado con tarjeta era deducible de impuestos. Lorenzo no la usó: pagó en efectivo y no pidió factura.
No fueron el progreso ni la ciencia los que llevaron a la separación de la fe y la cultura. Fue el jacobinismo de la Revolución francesa. Los sacerdotes de la Diosa Razón se creían fundadores de una nueva humanidad, que dejaba atrás las supersticiones religiosas. La Iglesia, destronada y perseguida, se volvió defensiva. Perdió el liderazgo cultural hasta el punto de que, en el siglo XX, habló de “evangelizar la cultura”. Es decir: la cultura son los otros.
Ni el Greco ni sor Juana quisieron “evangelizar la cultura”. Simplemente, pintaban y escribían. Esa cultura libre reapareció con Chesterton, con Rouault, con Messiaen, con los poetas de La Jeune Belgique, de donde llega el catolicismo moderno de Ramón López Velarde. También de Bélgica llegó Lemercier.
Lorenzo creía en la lectura. Aprendió en la práctica de su padre el oficio de panadero, pero se suscribió a la revista Baker’s Helper cuando tenía veintitrés años. También entró a la Universidad (que estaba en el centro de la ciudad, como El Molino, la panadería de la familia) para estudiar contabilidad. Pero frecuentaba los cursos de filosofía, donde se hizo amigo de Gaspar. Las conversaciones continuaban en la panadería. Sin embargo, cuando llegaba un cliente (me contó Gaspar), lo primero era el cliente.
Era innovador, como su padre, que inventó la primera máquina mexicana para hacer bolillos.
A los veintiséis años redactó lo que hoy se llama “Plan de negocio” para fundar Panificación Bimbo. Fue quizás el primero que se formuló en México. Por entonces, Peter Drucker todavía no publicaba The practice of management (1954), donde habla de administración por objetivos (aunque no de business plan, una idea que se puso de moda veinte años después).
Cuando el pan de caja Bimbo llegó a Monterrey, hubo burlas del gremio porque los choferes vestían uniforme y recibieron entrenamiento previo. Parecía ridículo.
Antes de que se inventara el énfasis en la calidad industrial, impuso normas rigurosas en la producción y distribución. Por ejemplo: recoger y sustituir el pan no vendido en dos días.
Las panaderías no se anunciaban, pero se lanzó a la publicidad en grande. Tampoco investigaban, pero montó un laboratorio.
Sus ejecutivos, antes de tomar posesión, tenían que recorrer todos los puestos subordinados, inclusive el de barrendero, una semana en cada uno, para mandar con conocimiento.
También fue novedoso que predicara la responsabilidad social de los empresarios, con la autoridad del que la asume, sin menoscabo del éxito empresarial.
Acabó creando la mayor empresa panificadora del mundo, pero no dejaba de leer. Cuando descubría un libro que lo entusiasmaba, compraba docenas y lo regalaba, con una carta a sus amigos.
Otra anécdota. Estando en París, visitaba a los buquinistas del Sena. Alguna vez vio un libro muy interesante, pero de un precio que le pareció excesivo. Se puso a regatear, según me contó: Me salió lo comerciante. Pero el tipo no quiso rebajarme ni un centavo, y no compré el libro, cosa que lamento. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.