La UE de la (dis)concordia

La Unión Europea ha recibido el Premio Princesa de Asturias a la Concordia, y no hay más que repasar la historia para apreciar que la concordia europea no sería igual sin ella.
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El jurado de la Fundación Princesa de Asturias ha otorgado el premio a la concordia 2017 a la Unión Europea. Lo justificó de la siguiente manera: “La UE ha logrado el más largo periodo de paz de la Europa moderna, colaborando a la implantación y difusión en el mundo de valores como la libertad, los derechos humanos, y la solidaridad; estos valores de la Unión Europea proyectan esperanza hacia el futuro, en tiempos de incertidumbre, proponiendo un ejemplo de progreso y de bienestar”. La candidatura de la UE surgió a iniciativa del eurodiputado socialista Jonás Fernández. Lo justificaba con estas palabras: “No hay mayor ejemplo de concordia que la paz. Pero no una paz abstracta, retórica, ideal o futura, sino una paz concreta, material, cotidiana y diaria, que es el estado que caracteriza a la Europa comunitaria desde el 9 de mayo de 1950”.

La UE, que recibió el Nobel de la Paz en 2012, agradeció el premio a través de un comunicado conjunto de los presidentes de las tres principales instituciones europeas: Tajani (Parlamento), Juncker (Comisión) y Tusk (Consejo). “Hace seis décadas los padres fundadores de la Unión sembraron la semilla de una Europa unida sobre las cenizas de una guerra devastadora. En el recorrido posterior se han forjado los lazos de una unión de pueblos que ha permitido embarcar a los europeos en un proyecto de paz, democracia y prosperidad”.

Si ponemos el retrovisor, la historia de la construcción europea es una historia de éxito. Debemos tener en cuenta que en 1945 las relaciones entre Francia y Alemania, con tres guerras en 70 años, no eran muy distintas a las sino-japonesas. A la vista está la diferencia hoy. Sin embargo, si usamos las luces cortas la perspectiva es diferente. El premio llega en un momento de especial simbolismo para la Unión, ya que en 2017 se celebra el 60º aniversario del Tratado de Roma pero también comienzan las negociaciones para la salida del Reino Unido. Una coyuntura marcada por grandes crisis (euro, refugiados, deriva autoritaria en algunos Estados miembro, terrorismo, vecindario en llamas), pero en el que comienza a despuntar cierto optimismo. La ola de nativismo antieuropeo no se ha convertido en tsunami y el nuevo entendimiento francoalemán podría llevar a una actualización de la Unión.

Aun así, la UE ya no suele ser vista como un laboratorio de ideas de futuro: gestionar la creciente interdependencia a través de consensos y reglas; dar la espalda al etnicismo construyendo sociedades abiertas; eliminar fronteras facilitando la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas; compartir soberanía para actuar conjuntamente. Estos logros se encuentran en peligro ante la ruptura de los grandes consensos. El debate durante las campañas electorales recientes en Austria, Países Bajos o Francia es un ejemplo de ello. Tampoco vienen noticias positivas del exterior.

La UE se siente cómoda en un orden internacional abierto basado en normas, valores y consensos cuyo culminación son las instituciones multilaterales. Sin embargo, progresivamente la Unión se ha ido quedando huérfana en esta concepción posmoderna del orden internacional. Primero fueron los hombres fuertes que triunfaron en el invierno árabe, las democracias iliberales que se consolidaban en Europa oriental y ahora ya se trata del auge nativista en el corazón mismo de las sociedades abiertas de Washington a Londres. El regreso de los “hombres fuertes” (Trump, Putin, Erdogan, Xi, Al Sisi) nos hace dudar de que el mundo se vaya a parecer más a la UE en los próximos años. Desprecian el multilateralismo, como demuestra la retirada de Trump del acuerdo del cambio climático de París.

Por eso resultan chocantes las críticas recibidas que han surgido en España a la concesión del premio. Ejemplo de ello es el subtítulo del artículo “A lo que el Premio Princesa de Asturias llama concordia”: “La Unión Europea galardonada impone rutas mortales a las personas que migran, recorta derechos y libertades, vive un crecimiento de la xenofobia y protagoniza algunas de las mayores exportaciones de armas”. La crítica a las instituciones comunitarias es legítima, pero lo que no es de recibo es confundir el reparto de responsabilidades. Confundir de forma tan burda la actuación de algunos Estados con la UE solo es posible desde el desconocimiento o la mala fe.

La UE no cierra fronteras, ni confisca a refugiados, ni encarcela mendigos, ni impone leyes mordaza, ni fomenta la xenofobia. Precisamente los que impulsan esas políticas suelen tener como adversario a las instituciones europeas y lo que representan en el imaginario colectivo. El entramado institucional europeo, con sus limitaciones, es un freno a la agenda del primer ministro húngaro Viktor Orbán o a la candidata francesa Marine Le Pen.

De hecho, en el caso de los refugiados, fueron las instituciones europeas que mejor representan a la UE, el Parlamento (ciudadanos) y la Comisión (interés de la Unión en su conjunto) las que se han mostrado más partidarias de no mirar a otro lado tratando de fomentar que los Estados cumplan con sus obligaciones en materia de asilo y dispongan de recursos para evitar que el Mediterráneo siga siendo la frontera más mortífera del mundo. Aunque su efectividad sea muy limitada. Recientemente la Comisión abrió un procedimiento de infracción contra Chequia, Hungría y Polonia por incumplimiento de los acuerdos de realojamiento de refugiados, y propone vincular la entrega de fondos a la “respuesta a la presión migratoria y de refugiados”.

Lo mismo podría decirse de ambas instituciones ante la deriva autoritaria de Polonia, que tiene abierto el procedimiento del artículo 7 del Tratado de la UE por violación de los valores comunitarios. Nadie más interesado en preservar la libertad de circulación interior que el Parlamento y la Comisión Europea. Es razonable exigir más dureza a la UE con los miembros que desvirtúan el Estado de derecho o mostrarse crítico con los acuerdos europeos con los países de origen y tránsito de demandantes de asilo y migrantes. Las propuestas constructivas no escasean. Pero mezclar cualquier caso negativo con la UE solo lleva a la desinformación y a dificultar la rendición de cuentas de aquellos que toman decisiones. En España, en cuanto a refugiados, la crítica debería ir principalmente destinada al gobierno de España, que ha incumplido flagrantemente sus compromisos de forma reiterada. Unas instituciones comunes más fuertes podrían enfrentarse a estos problemas con mayor contundencia.

¿Por qué surgen estas críticas? Porque la narrativa del proyecto europeo como un instrumento para convertir la guerra en “inimaginable” y promover la democracia hacia el este y el sur parece agotada. Se considera un fait accompli en buena parte de Europa occidental y las nuevas generaciones no se ven apeladas por este enfoque. Sin embargo, la deriva autoritaria en Polonia o Hungría o la inestabilidad en los Balcanes son una muestra de que es una percepción errónea. También la respuesta a las diferentes crisis nos indica que la desunión Norte-Sur (crisis del euro) o Oeste-Este (crisis de refugiados) sería mucho mayor sin el proyecto europeo. No hay más que repasar la historia o mirar a la desunión en Asia y América Latina para apreciar que la concordia europea no sería igual sin la UE. Aquellos que la descalifican de forma gruesa y burda lamentarían su ausencia. Flaco favor hacen a las causas que defienden.

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es politólogo e investigador en Quantio y ECFR.


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