A la mierda tus sentimientos, votante de Trump

Las supuestas buenas intenciones de los millones de votantes de Trump han dejado de ser moralmente relevantes tras su voto.
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Al discutir sobre el racismo estadounidense se produce una gran falacia autocomplaciente: uno debe tener intenciones racistas para ser un racista de verdad, lo que significa que sin intención no existe racismo. Esta creencia en la legitimidad de la intención está directamente relacionada con el estatus sacrosanto de los sentimientos en Estados Unidos, con la noción de que sentir es más auténtico y verdadero que los hechos o los pensamientos. (Esto no es nuevo. La idea está muy extendida y establecida por todo este bonito país: en los Estados Unidos de hoy si la gente sintiera que la gravedad no hace efecto, se sentiría libre para volar). Si los sentimientos son soberanos e irrefutables, también lo son las intenciones que salen de ellos -la voluntad tiene su raíz en los sentimientos, y se realiza a través de intenciones-. Así, por ejemplo, la legitimidad ética de votar a un Donald Trump que pretende frenar el inexistente aumento del crimen sería incuestionable porque tiene su raíz en los sentimientos. (Newt Gingrich expresó está idea descaradamente aquí.)

La ética de los sentimientos se alinea con la creencia, profundamente arraigada en una población que excede el número de votantes republicanos, de que las buenas intenciones de Estados Unidos están inscritas para siempre en la Constitución y la Carta de Derechos y que esto se contagia de manera innata a todos aquellos que se sienten estadounidenses. No importan el esclavismo, el racismo sistémico y la explotación, el desapoderamiento de las mujeres, las constantes guerras de agresión. Las Intenciones de los Fundadores son buenas y están ahí para que todos las veamos, y los actos no importan: la historia estadounidense está repleta de crímenes descartados como errores honestos. Más recientemente, las mentiras del régimen de Bush, que creó sistemas de tortura y vigilancia, surgieron de la sensación de que el país estaba en peligro tras el 11S: ¿quién podría negar la verdad y la legitimidad de esa postura?

El ethos autocomplaciente de Estados Unidos impidió que una empresa inmoral y criminal fuera investigada. Uno de los beneficios de esa inmunidad fue que los estadounidenses podían seguir sintiéndose gente decente, a pesar de la evidencia que lo niega. La elección de Barack Obama confirmó el sentimiento, y él, a cambio, evitó mencionar de alguna manera relevante la bancarrota ética (y financiera) de la América de Bush. La cultura estadounidense se adaptó totalmente a ello porque da igual lo que hayamos hecho, somos gente estupenda (¡Hemos votado a un negro!), todos nacidos y criados como ciudadanos bajo una ética excepcionalista. Incluso ahora, después de que Trump superara una entrevista de trabajo nacional mientras sus tendencias psicópatas resultaban evidentes, los demócratas, empezando por el presidente Obama, no pueden aceptar que la idea de decencia estadounidense ya no es viable.

Y aquí llega Donald Trump. Dice las cosas como son, como se dice, que es cierto si cómo son está determinado por los sentimientos. No es más que un fardo “viagrático” de agresiones incoherentes reunidas en una única intención: hacer que América sea grande otra vez. Una vez que los sentimientos de sus simpatizantes empoderaron la intención, no hay ningún hecho o pensamiento que importe. La elección de Trump confirmó los valores, y ni los sentimientos heridos de los votantes de Trump ni sus intenciones decentes podrían ser tildados de racistas. ¿Quién en su sano juicio argumentaría que prentendía apoyar el discurso del nacionalismo blanco, o que buscaba transformar la democracia estadounidense en una autocracia?

La ventaja insuperable del ethos “intencionalista” es que uno puede asignarle un valor moral a un acto negociando sus intenciones. Inmediatamente, los ciudadanos blancos de este país están realizado una reevaluación de lo que constituye un “verdadero” racista. Los votantes blancos trumpistas obvian que Trump pretende discriminar a los no blancos apelando a su buena intención de hacer que América sea grande de nuevo. A la vez, rechazan que se les llame racistas, como harían sus amigos blancos clintonitas y su familia, porque, ya sabes, no pueden ser racistas “de verdad”. Las interpretaciones enrevesadas del resultado electoral que se centraron en la sensación confusa de la ansiedad económica sirven al mismo propósito. En más de una cena de Acción de Gracias se realizarán esas negociaciones éticas, todos los negociadores llenos con el mismo pavo. El resultado común, más allá de la indigestión, será la normalización del racismo: estamos de acuerdo en que estamos en desacuerdo, que les jodan a los oscuros y sus amigos los judíos.

La gran negociación lleva a una operación de blanqueo. La mayoría de los votantes blancos de Trump (tan distintos de esos a los que les gusta incendiar cruces y que no tienen ningún problema con el racismo) dedica actualmente sus esfuerzos en conceptualizar posiciones éticas en las que no se sientan racistas mientras se aprovechan completamente de un sistema abiertamente racista en el que ser blanco tiene un valor inmenso. Esto tampoco es nuevo. De hecho, así se ha comportado la América blanca durante mucho tiempo. Lo que es nuevo relativamente es la agresión tan descarada del racismo trumpista y, con él, un nuevo valor de lo que significa ser blanco, que requiere una renegociación astuta. A los votantes trumpistas (y sus invitados de Acción de Gracias) les gustaría sentirse como inintencionadamente blancos en una operación política de nacionalismo blanco intencionado que está a punto de tomar el aparato estatal estadounidense.

Pero la única ética que importa es la basada en los actos -lo que importa es lo que haces, no lo que sientes-. Después de todo, el sistema legal de este país hasta la fecha está basado en la razón y la creencia en la racionalidad de la ley, y es indiferente hacia el valor ético de las acciones. Y las acciones son hechos -lo que haces es lo que es-. Los votantes de Trump realizaron el acto de votar a un racista desvergonzado con un discurso de odio que es una acción y un hecho en el espacio público. Existe la posibilidad de que los votantes blancos de Trump supieran exactamente lo que estaban votando y lo que deseaban. Después de todo, Trump no ha dejado de prometerlo, una y otra vez, y ya está aquí. Pero aunque no tuvieran intención de ser racistas, los votantes de Trump deben reconciliarse con sus actos. Estos pueden incluir deportar millones de personas, que no es posible sin violencia, o la discriminación legal contra ciudadanos estadounidenses musulmanes. Si estos actos llegan a ocurrir, aquellos que tomaron la decisión inicial de votar a Trump, cualesquiera que fueran sus intenciones, le habrán dado un mandato innegable para el racismo radical.

La responsabilidad básica del ciudadano es ser consciente de las consecuencias de sus actos. Los sentimientos que llevaron a millones de personas a votar por Trump se han convertido en moralmente irrelevantes para el voto. Puede que esos sentimientos e intenciones sean interesantes para psiquiatras o historiadores, pero quizá no tanto para una familia inmigrante o una mujer con un hiyab que sean perseguidos. El acto racista de votar convirtió a los simpatizantes de Trump en racistas, y ahora son tan reales como se puede llegar a ser. Quizá no quieran, enfrentarse a ese hecho, pero lo que queda de la América decente sí debe hacerlo.

Publicado previamente en Slate.

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Aleksander Hemon es escritor. Su novela más reciente es Cómo se hizo La guerra de los zombies (Libros del Asteroide).


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