Harmony Korine se ha convertido en un experto en la juventud, al menos en lo que a cine se refiere. A los 22 años escribió Kids para Larry Clark, una cinta que marcó época. En sus películas como director hay ecos de esas relaciones: en Gummo, de alguna forma en Julien Donkey-Boy pero sobre todo en Spring Breakers, una suerte de regreso a los orígenes de una manera seductora y superficial. El primer cineasta norteamericano en hacer una película bajo el manifiesto Dogma 95 —el voto de castidad ideado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg— en esta ocasión se vuelca de lleno hacia las exigencias del mercado. En el polo opuesto a su filmografía anterior, Harmony Korine se inserta en el mainstream con una cinta hecha a la medida.
Cuatro estudiantes universitarias quieren ir a Miami a pasar el spring break, las vacaciones escolares de primavera. El problema es que no tienen dinero. La universidad está casi vacía; son las únicas que no tienen a donde ir. Tres de ellas roban una cafetería, y con ese dinero se van las cuatro. La policía interrumpe una de las tantas fiestas a las que asisten, y las arrestan a ellas junto con los chicos malos que llevaban las drogas. Un típico gángster juvenil paga su fianza y les da una probadita de su vida. Una de ellas, la que no atracó la cafetería, decide regresar a casa tan pronto como puede. Las demás se quedan.
James Franco es Alien, el gángster-rapero que les abre las puertas de un infierno peligroso pero atractivo. Selena Gomez, una de las cantantes pop del momento, es la chica recatada que se niega a participar en esa vida; es profundamente religiosa y ve lo que sucede a su alrededor con lágrimas en los ojos. A los personajes de Vanessa Hudgens, Ashley Benson y Rachel Korine ese ambiente les sienta bien. (Esta última es la esposa del director, trece años menor que él: un hecho congruente con el tema de sus películas.)
Desde la primera imagen el mundo es completamente seductor: no hay mejor palabra para describir Spring Breakers. La hermosura de la juventud en su conjunto y de las protagonistas en particular es sobrecogedora. La música y la fotografía también apuntan hacia ese oasis fílmico. El género musical de la banda sonora está pensado como el leit motif de los jóvenes que acuden en manada a reventar día y noche en ambientes tropicales, por lo que es probable que esa música no seduzca a nadie mayor de treinta años. Sin embargo, la intención es engolosinar con los sonidos de moda. Es un festín empalagoso, alto en azúcar y bajo en grasa. Hasta la violencia, cuando revienta la burbuja festiva, acaba siendo fascinante. Y ni qué decir del uso de drogas, en especial la cocaína, tan fotogénica. Baños de alcohol en cámara lenta combinados con desnudos femeninos hacen olvidar por un momento el degenere que esas imágenes en verdad representan. Korine logra que lo más repugnante de la juventud estadounidense parezca sexy y cool. Es una película pop que provoca sentimientos encontrados.
Aquí hay una clara postura ética y moral. Por un lado, si un padre de familia la ve quedará más o menos horrorizado, en cambio para el público al que va dirigida Spring Breakers es una fiesta constante. Mientras los adolescentes de Kids de alguna manera sufren por su libertinaje, las jóvenes de Spring Breakers se regocijan en él sin mayores consecuencias. El director aplaude esos excesos, y pareciera que le gustaría volver a esa edad para revolcarse en olas de cerveza y oír música tecno-pop a todo volumen. Habrá varias generaciones de jóvenes que harán lo posible por replicar mucho de lo que sucede en la película, con excepción de la violencia. No robarán una cafetería, pero tal vez se les antojará la idea de inhalar cocaína sobre el pecho desnudo de una bella dama. Harmony Korine ha hecho una fábula contemporánea en sincronía con la juventud actual, sin tapujos ni moralina. Sospecho que las buenas consciencias estarán profundamente molestas. Quizá tengan razón.
Hay cinismo y nihilismo hasta el paroxismo. No es una obra posmoderna porque no hay crítica ni intento alguno por cuestionar ese mundo, y su principal defecto es el final. De haber sido distinto Spring Breakers sería mucho mejor. Los últimos minutos eran perfectos para provocar una reflexión más allá de la fiesta, más allá de la estilización de la violencia tantas veces vista. Pudo haber ido más lejos en un sentido sociológico y antropológico, con el inconveniente de vender menos entradas. La taquilla hubiera sufrido, pero la calidad de la cinta se hubiera elevado.
Será difícil negarse a la coquetería de estas vacacionistas primaverales. Sea por morbo o por curiosidad, no solo la verá la juventud a quien está dirigida, sino, como suele suceder, la acabarán viendo también sus más férreos detractores.
(ciudad de México, 1979) Escritor y cineasta