Vicente Herrasti
Fue
Ciudad de México, Alfaguara, 2017, 638 pp.
Que en nuestra época un escritor se tome catorce años de trabajo entre una novela y otra es una rareza. Y una declaración de principios. A quienes La muerte del filósofo (2004), de Vicente Herrasti, nos pareció una magnífica novela histórica, hemos sido ampliamente recompensados con su paciencia, erudición y hasta filosofar novelesco. Fue, apenas la cuarta novela de Herrasti (Ciudad de México, 1967), ha sido escrita sin prisas por una persona ajena a las exigencias del mercado y seguramente fastidiada del novelerío imbécil cuya profusión acompaña al género desde el principio de su historia. Siempre se han publicado suficientes novelas y muchas novelas malas. Clásicos –como Balzac y Dickens– son aquellos que sobrevivieron, incluso a sus abundantes y a veces inficionadas cosechas.
La diferencia entre los decimonónicos y nosotros no es entonces esa, sino las ínfulas de los novelistas actuales, quienes –a diferencia de Joyce y Faulkner– no solo desean mucho dinero, sino todos los premios y las distinciones, el aplauso de la crítica y el público, unanimidad escasa en el dominio de la novela. Esa incontinencia de devoradores de árboles los obliga a publicar cada año y lo que sea. Si uno les dice que escriban pero que no publiquen, lo miran como a un casero que los amenaza con el desahucio. Los más afortunados reinciden jubilosos porque los presionan sus codiciosos editores, actualmente en su mayoría gerentes a quienes lo mismo les daría vender llantas, clavos o teléfonos inteligentes; no pocos, publican cada año porque sí. Gritan ¡existo! y confían en que la bondadosa aunque severa posteridad limpiará de paja sus bibliografías, dejando un par de obras honestas y hasta brillantes. Herrasti no pertenece a esa multitud. Aspira a que cada una de sus novelas sea decisiva, deje una huella. A veces lo logra, a veces no, pero siempre lo intenta. Su altivez espiritual dejará callados a muchos y a muchas.
Termino con mi filípica y entro en materia. Si La muerte del filósofo, según recuerdo, me llevó a leer La Antigüedad novelada (1995), de Carlos García Gual, y adentrarme, por ejemplo, en Los últimos días de Pompeya (1834), de Edward Bulwer-Lytton, Fue, requiere de otras lecturas. Tres de ellas las recomienda el propio Herrasti a título de colofón y agradecimiento: Fragments of a faith forgotten (1900) de G. R. S. Mead, The sacred mushroom and the cross (1970) de John M. Allegro y El mito de la Diosa (1991) de Anne Baring y Jules Cashford. Estamos, para esos entendidos entre los que no me cuento, ante una novela nutrida, por Herrasti, en los pretendidos orígenes gnósticos de la Tradición, con mayúscula, y ambientada en la cordillera del Hindukush y sus infinitas cuevas, al noroeste de Pakistán y vecina del Tíbet. Esta historia de metamorfosis, martirio e iniciación transcurre un siglo y medio antes de Jesucristo, y tiene como protagonista a Evaristus de Pagala, mago educado “con las finuras del sánscrito vedanta, de la tradición grecolatina y de la lengua hebraica”, triple fuente que transmitirá, en clave pitagórica, al joven Abi, su discípulo, el personaje más borroso de la novela. Es solo un eslabón y se nota.
La materia erudita de la novela es ardua y no pocas veces enfadosa, sobre todo al final, cuando, resuelto el formidable nudo narrativo de Fue –el cautiverio, tortura, liberación y peregrinaje del alguna vez joven y bello Evaristus–, Herrasti se toma la libertad de compartir con sus lectores la espiritualidad práctica con la cual es iniciado el sucesor en esa dinastía de guardianes de la Diosa: Abi, quien es sometido, rodeado de niñas-ojos y ancianas sacerdotisas, a los brebajes de la herbolaria alucinatoria. Habrá a quienes encandile esa descripción, yo la encuentro excesiva, materia de tratado y no de novela, pero estoy seguro de que, con los años, mis recuerdos de Fue la agradecerán, como el incienso que atufa, asfixiante, una de las novelas importantes publicadas en México durante el siglo en curso. Si es veraz la multicitada teoría del iceberg, muy del siglo XX –la narración requiere de una base oculta que sustente lo legible–, Herrasti procede a la inversión, decimonónica, del triángulo. Se trata de mostrar la materia entera de la novela, toda la extensión de su base, pues solo así se penetrará en su núcleo. Por ello, tampoco son fáciles las primeras páginas de la novela, en las cuales el novelista nos venda los ojos adrede para hacernos caminar a disgusto, tropezándonos tras sus pasos, amarrados a una recua. Una vez llegados a esa suerte de Valle de la Dicha, del cual es abducido Evaristus para conocer formas del dolor que el Rasselas del doctor Johnson no habría podido concebir para su príncipe, yo le hubiera agradecido al pitagórico Herrasti acompañar la edición de la novela de un mapa, ya fuese real o imaginario, del mundo antiguo recorrido por sus personajes.
Con el tiempo medido tan solo para hojear las obras en las que se inspiró Herrasti y sabiendo que hacerlo puede ser hasta contraproducente para un crítico literario, me fui acercando a Fue por mis propios, trillados y modestos caminos. Según Joseph Campbell, Evaristus sería una suerte de Abraham, nacido en una cueva que se ilumina con su advenimiento y héroe sujeto a una iniciación exigida por su precocidad, la de ser amarrado a cada uno de los postes de la casa “y cuando llegue al último soltaré las amarras y habré crecido”, según leemos en El héroe de las mil máscaras (1949), cuya didáctica prosapia junguiana acaso no incomode a Herrasti.
Hijo de un gran señor con quien comparte nombre y destino, Evaristus nace en un gineceo, hijo de la más joven y bella de las esposas. Para salvar al producto, la aya asesina a la madre, después que presenta síntomas de haber sido envenenada con un mazapán por alguna de las envidiosas mujeres de don Evaristus, el padre. Este se venga cruelmente de la envenenadora y de su familia, lo cual provoca que Boro, jefe de aquel clan, secuestre quince años más tarde al bellísimo Evaristus y lo someta a una horrenda tortura para desfigurarle el rostro. Dado que el heredero no ha matado a nadie, su torturador le perdona la vida, satisfecho con destruir solo su belleza. El tío, hermano de don Evaristus –que abandona sus tierras tras la tragedia–, logra vengarse con idéntica crueldad y salvar al héroe. Una vez que ha sido curado por una diosa blanca, su solícita e inmortal aya siempre vieja –la figura que domina Fue de principio a fin–, Evaristus decide seguir el camino de su progenitor y echar las sandalias al polvo hasta encontrar su destino en una cueva, a la vez seno y matriz. No en balde es el fundador de una religión y se toma a sí mismo muy en serio. A Fue, si acaso, le falta gracia y le sobra predestinación.
Si Evaristus sobrevivió a la tortura, el frío, el ayuno y la destrucción de su cara, ello se debió a la educación recibida antes de su secuestro, gracias al vacío vedántico que lo extrajo del dolor, a la interminable recitación judía capaz de obsesionarlo y al dulce cantar de las tragedias escritas en griego clásico. De eso se alimentó mientras estuvo entre las garras del ordinario y abyecto Boro. Su rica familia había atraído hasta Pagala, primero a un asceta de la India –Akasa–, al hebreo Pinjas, que lo acompañó en el viaje hacia la ciencia talmúdica, y al pobre Dionte. Este viajaba en la caravana que seguía al tercero de los maestros de Evaristus –llevando para él la sabiduría griega–, pero fue víctima de los bandidos. Muerto el maestro, el ayudante salvó los treinta rollos venidos de la Hélade y se los entregó a Evaristus, que se nutrió así de Sócrates, Platón y Aristóteles, de los trágicos y de las leyendas que los antecedieron. De hecho, el secuestro de Evaristus se produce, contiguo al proscenio, durante una carrera olímpica previa a la representación, ordenada por él, del Prometeo encadenado atribuido a Esquilo, acontecimiento llamado a cimbrar su reino. A estos tres reyes magos debió el héroe su educación y el mundo precristiano ganó otra religión, convenientemente olvidada aunque subsistiera de manera subterránea, según se deduce al terminar Fue, cuya prosa no es del todo ajena a ese tono ampuloso propio de “la antigüedad novelada”, riesgo que también asumió Flaubert en Salambó.
Imagino que Vicente Herrasti, como muchos de nosotros, leyó a Hermann Hesse y quiso honrar las novelas esotéricas del maestro suizo escribiendo la propia. Catorce años después de La muerte del filósofo, el autor al fin salta tentando el vacío. Se trata del ejercicio de emulación al cual se entregan los verdaderos escritores, sabedores de que “igual que la red de seguridad no es nada sin el vacío que la criba, lo legendario tampoco existe si no puede mediar entre lo acaecido y el olvido”. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile