Foto: www.whitehouse.gov

El 4 de julio adentro y afuera

Mientras cientos de niños migrantes esperan la resolución de sus juicios migratorios, Donald Trump y su esposa saludan desde un balcón a los cerca de cuatro mil invitados al picnic en los jardines de la Casa Blanca.
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Afuera

En el Distrito de Columbia
Ice cold water! One dollar!” gritan a todo pulmón y en cada esquina del Mall washingtoniano vendedores de botellas de agua helada, afroamericanos todos. La temperatura, que alcanza los 37 grados, y la sensación térmica, que roza los 45s, tienen a policías, transeúntes e indigentes sudando la gota gorda. Sin embargo, las decenas de miles de turistas, manifestantes, activistas, visitantes y curiosos que han descendido en la capital estadounidense para ser parte de los eventos en torno a la conmemoración de la independencia no se dejan disuadir por los termómetros ni por el acaloradoo ambiente –político o veraniego. 

“Dios bendiga a nuestro presidente” me espeta Kelly, sin provocación de por medio, antes de subir corriendo al enorme escenario ensamblado justo enfrente del emblemático edificio de ladrillos rojos que alberga al Instituto Smithsoniano. La joven ojiverde originaria de Kentucky llegó la madrugada junto con otra veintena de muchachos que conforman un coro eclesiástico evangélico de familiares de víctimas de sobredosis de opiáceos. “Vamos a cantar mi favorita”, alcanza a gritar desde el estrado antes de que a su grupo le toque el turno de participarr. Al término de los fuegos de artificio estarán de nuevo montados en el autobús que les transportará de vuelta a   Lexington.  

Un par de cuadras más adelante se alcanza a vislumbrar el imponente obelisco a Washington y, entre olmos y cipreses, la Casa Blanca. Hay más gente y más vendedores, no solo de agua fría. Del lado del monumento al padre de la nación, un risueño inmigrante de origen abisinio ofrece, a veinte dólares la pieza, camisetas en todo tipo de colores con el eslogan “los inmigrantes hacen grande a este país”a. Del lado de la residencia del presidente americano en turno, un barbado hombre blanco con varios tatuajes de calaveras vende playeras con la frase “Make America Great Again” a cinco dólares cada una, solo disponibles en color rojo. Tiene  sentido: frente al enorme sacrificio que implica migrar y dejar atrás el terruño, la familia y los afectos, para vivir en tierras lejanas y a veces inhóspitas, predicar el discurso del odio y fomentar la división étnica, política e ideológica cada vez tiene un menor costo. 

En Manhattan. 
We deserve to know!”, “Set them free”, “Families belong together”, “¡Quiero a mis padres!”, “Tengo derechos” y una larga lista de pancartas preceden a la variopinta multitud j multilingüe y pluricultural que se agolpa delante de las impenetrables puertas del gris y descuidado edificio, perdido en el norte de la isla, en donde se encuentra la sede neoyorquina del Cayuga Center: una de las varias organizaciones a nivel nacional que a través de contratos con el gobierno federal proveen asistencia temporal a los menores que han migrado por su cuenta a los Estados Unidos, así como a los niños que fueron separados de sus padres en la frontera como resultado de la política de cero tolerancia implementada, momentáneamente, por la actual administración. 

“Durante las últimas horas hemos intentado infructuosamente ingresar al inmueble que observan a mis espaldas para dar con los infantes desaparecidos”, afirma Juan Manuel, micrófono en mano, frente a la cámara, mientras el mar de gente batalla por conservar su lugar en la breve acera con policías  de la ciudad de Nueva York y con las omnipresentes barreras metálicas. “Seguimos trabajando para traerle la información al minuto al tiempo que se desarrolla esta devastadora crisis humanitaria en la frontera de nuestro país” declama estoico el reportero antes de dejar la transmisión en vivo. Al mismo tiempo, las cámaras, las luces, los micrófonos y quienes demandan respuestas se acumulan por doquier. 

“Por aquí, por favor”. Una trabajadora social que porta una camisa con el emblema de Cayuga se abre espacio entre unos y otros, escoltando a una pareja de jóvenes y rubios esposos. “Ahora es cuando más los necesitamos”, se le escucha decir antes de alcanzar la pesada puerta de hierro que da acceso al edificio y desaparecer tras ella. La flamante dupla viene a su entrevista final para convertirse en “familia de acogida” para alguno de los cientos de niños hondureños, salvadoreños o guatemaltecos que esperan, a veces semanas y en ocasiones meses, la resolución de sus juicios migratorios. 

Adentro

En la Casa Blanca.
Donald y Melania se asoman desde el balcón Truman para saludar, a la distancia y desde un segundo piso, a los cerca de cuatro mil invitados al picnic en los jardines de la residencia presidencial estadounidense. Entre ellos y el resto, la emblemática columnata, el escudo, las banderas, la banda militar y el templete desde donde acaba de interpretarse la mítica canción de Irving Berlin, “God bless America”. Veteranos de todas las guerras, empleados de confianza y sus respectivos familiares, periodistas que cubren la fuente, pocos funcionarios de gobierno y menos diplomáticos. Todo son sonrisas, tan resplandecientes y blancas como los rostros de la abrumadora mayoría de los presentes. 

“¿Se le ofrece algo más?”, pregunta obsequioso e incansable Miguel entre las docenas de mesas, sillas y mantas que cubren el césped y dan cabida a la plétora de invitados. La diversidad la añade el acento de marcada ascendencia latina y el tono de piel de quienes sirven cervezas, vino, refrescos y agua en las carpas apostadas estratégicamente en cada rincón de los espaciosos jardines. 

En el Harlem Hispano.
“¡Buenos días!”, recitan a tono y al unísono la docena de críos sentados frente a la pizarra decorada con animales amorfos que recuerdan alebrijes oaxaqueños. “No los escuché, ¿cómo dice?”, repite Magdalena, la trabajadora social dominicana de Cayuga, con una voz tan lúdica como su apariencia. “¡Bueeenos dííías!”, responde el coro infantil, soltando todo lo que traen dentro, que no es poco.We the People of the United States, in order to form a more perfect Union, establish Justice, insure domestic Tranquility, provide for the common defence, promote the general Welfare, and secure the Blessings of Liberty to ourselves and our Prosperity, do ordain and establish this Constitution…” Hoy toca aprender sobre la constitución americana y la independencia de este país.

Ahí están Zaid, Kevin, Luis Ángel, Laurelia, Montserrat, Juan Antonio y el pícaro y brillante Manuelito, niño de los ojos de todo Cayuga. Acaban de traerles desde las casas de sus respectivas familias de acogida para un día más de estancia en el centro, con clases, juegos, dinámicas, terapias. “Yo sólo quiero regresar con mi mamá”, confiesa en voz baja Óscar, de nueve años y mirada inquisitiva pero triste. La espera se acorta para el niño de rizos que tanto gusta de los dinosaurios. “Ayer llegó finalmente la resolución de la corte”, confirma en la sala contigua una de las supervisoras de Magdalena. Para Óscar, muy pronto, serán mucho más y mejores esos “buenos días”, cuando pueda volver a ver a su madre, hondureña, en las playas de Tijuana, donde la dejó por última vez, hace ya tres meses.

Adentro y afuera

En Washington y en Nueva York, historias y realidades que divergen y discrepan. Ideas y visiones que cada día se alejan más unas de las otras. Personas y familias, soñadores y sueños, que aunque separados, por muros o políticas, por colores o dineros, siguen y seguirán juntos. Alimentándose los unos a los otros, dándose aliento. Presentes y pasados que ningún futuro habrá de separar. Porque al final del día, desde adentro esos fuegos de artificio se ven y se escuchan tan coloridos y estruendosos como desde afuera.

 

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(Ciudad de México, 1977) es diplomático, periodista y escritor; su libro más reciente es “África, radiografía de un continente” (Taurus, 2023).


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