“¿Por qué debería vivir?” le preguntó una estudiante a Steven Pinker. Planteaba la dificultad de encontrar un significado y un propósito en la vida, “dado que nuestra mejor ciencia debilita las creencias religiosas tradicionales acerca del alma inmortal”.
Pinker respondió de forma más o menos breve entonces y al final del libro concluye: “Cuando se aprecian en su justa medida, los ideales de la Ilustración son inspiradores, nobles, una razón por la que vivir”. En defensa de la Ilustración (Paidós 2018), su obra más reciente, está dedicado a argumentar esa respuesta.
No es una lectura para descreídos que buscan una fe en la que sustentarse, sino un largo romance que merece ser, y nunca fue, cantado. Se trata de un recorrido desde lo particular del individuo –sus defectos y debilidades, pero también sus ventajas y dones– hasta los logros que obtiene cuando se aplica a la tarea del florecimiento de la humanidad.
Pinker, autor de libros como La tabla rasa: negación moderna de la naturaleza humana (Paidós 2003) o Los ángeles que llevamos dentro (Paidós 2012), menciona la fiereza competitiva en la que hemos sido moldeados, nuestra fragilidad física, la facilidad y felicidad con la que nos abalanzamos sobre falsas ilusiones, y nuestra asombrosa estupidez. Pero también la capacidad de combinar ideas de forma recursiva, el lenguaje y su extraordinario potencial para transmitir pensamientos y experiencias, el ingenio, la capacidad de sentir y extender nuestra “simpatía” hacia otros, la compasión y la habilidad de crear innumerables herramientas para potenciar todos esos dones.
Tampoco plantea una utopía cientifista. Al contrario, es un desglose testarudo y detallado de datos que demuestran que a lo largo de su historia la humanidad ha logrado reducir el sufrimiento en cualquiera de sus manifestaciones. Y el resultado que arroja es realmente un relato épico, que, como dice en sus párrafos finales: “no es patrimonio de ninguna tribu, sino de toda la humanidad, de toda criatura sintiente con el poder de la razón y el impulso de perseverar en su ser” que solo necesitan tener “las firmes convicciones de que la vida es mejor que la muerte, la salud es mejor que la enfermedad, la abundancia es mejor que la coerción, la felicidad es mejor que el sufrimiento y el conocimiento es mejor que la superstición y la ignorancia”.
Hay también un elogio del detalle, de la victoria cotidiana sobre la entropía que implica vivir y prosperar (en términos de La historia interminable sería como combatir la Nada que engulle Fantasía), enfoques estimulantes de conceptos viejos, como la información, o la imperiosa necesidad de diferenciar y graduar los problemas para poder atacarlos, una exigencia de proporcionalidad para el razonamiento moral que me recordó vivamente las palabras de Amos Oz en su ensayo Queridos fanáticos (Siruela, 2017): “Quien no es capaz o no está dispuesto a clasificar el mal puede convertirse en un siervo del mal. Quien mete en ‘un mismo saco’ el apartheid, el colonialismo, el Daesh, el sionismo, el apartarse de lo políticamente correcto, las cámaras de gas, el sexismo, la riqueza de los magnates y la polución está sirviendo al mal por el mero hecho de negarse a clasificarlo.”
A la clasificación y gradación de los problemas se debe sumar la humildad de reconocer la complejidad. Requiere huir de la tendencia paralizante de la moralización que se empeña en buscar la “verdadera raíz”. Porque muchas veces la mejor manera de atacar una enfermedad es aliviar los síntomas, en vez de esperar a alcanzar un conocimiento preciso de cada uno de los factores que intervinieron en su origen.
Una de las ideas más hermosas y estimulantes de En defensa de la Ilustración es que la visión negativa y catastrofista que nos formamos de la situación en el mundo es en realidad una señal de nuestro progreso moral, de cómo los umbrales de sensibilidad al sufrimiento se han afinado: sabemos más y nos importa más. Esta idea está presente a lo largo del libro, ya sea cuando afronta el cambio climático, las amenazas existenciales o la felicidad. Que reconozcamos el sufrimiento, “aunque sea mediante la etiqueta de un diagnóstico médico es una forma de compasión, especialmente cuando ese sufrimiento puede ser aliviado”.
Pinker muestra cómo hemos aprendido y mejorado en términos de esperanza de vida, salud, riqueza, medio ambiente, calidad de vida, terrorismo, seguridad, paz, conocimiento, felicidad … Los gráficos de Max Roser salpican las páginas junto con las abundantes citas de ensayos y estudios que señalan los sesgos que nos dificultan elevar la mirada más allá de nuestro intervalo temporal cercano.
Se trata de un libro optimista: aunque los desafíos son graves, demuestra que no hace tanto que encaramos otros peores y tuvimos la disposición y la inteligencia necesaria para querer y saber afrontarlos. Parte de la absoluta convicción de que disponemos de medios para prevenir y reducir los daños y que eso requiere seguir aprendiendo más, porque problemas tan urgentes y difíciles como el cambio climático pueden tener solución si nos apoyamos firmemente en las mismas herramientas que hemos empleado hasta hoy.
Hay científicos que mejoraron cultivos y evitaron la muerte a millares, hay guerras culturales, hay razonamientos éticos y hay cifras. Están presentes cuestiones que también intrigaron a Haidt, Kakutani, Kahan, Lessing y otros muchos. Y al final de todo, un poso de celebración de la vida, de que el impulso que nos lleva a perseguir y disfrutar el amor, la belleza, la curiosidad o la camaradería no son meros pasatiempos hedonistas sino que es lo que nos hace esencialmente humanos.
Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.