Las prostitutas en el limbo

Rechazar un sindicato de prostitución a unas mujeres que lo demandan libremente por la vía administrativa supone negarles los derechos básicos que todos disfrutamos.
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No hay nada reprochable en ser contradictorio, en reconocer públicamente que no lo tienes todo claro, que sabes poco, o que aceptas atajos y simplificaciones mentales. Esos atajos no es que te hagan la vida más fácil: simplemente la hacen posible.

Pero luego hay razonamientos perezosos y eso, en personas inteligentes e informadas, no es algo con lo que debamos conformarnos. Puede que del esfuerzo por evitarlo solo obtengamos más contradicción y confusión, pero el surco que marcas cuando lo haces será provechoso en otro momento.

Durante toda mi vida he practicado el paseo por los senderos dibujados en el ambiente y el contexto en que crecí y me eduqué: moral judeocristiana y catolicismo. Aún hoy en día sigo volviendo de vez en cuando a ellos, buscando el abrigo y el consuelo de aquellas cosas que no hace falta juzgar y sopesar. Todos necesitamos ese cariño porque la existencia puede resultar devastadora si careces de esos refugios temporales del alma o la mente. La ideología o la adscripción a una postura política, un partido, una corriente son categorías idénticas en ese aspecto.

Dudo y entonces miro: ¿qué dicen los míos al respecto? A veces las etiquetas “feminista” o “progresista” me recuerdan mucho a mí misma. Parecen indicar que somos la medida de todas las cosas. No, no lo somos.

Estas reflexiones surgieron a cuenta del debate sobre el sindicato rechazado de prostitutas de hace unos días. Son preguntas sin respuestas, y algo me resultó llamativo: solo se ve a la mujer y esa mujer es fuerte y libre o indefensa y prisionera según el asunto del que se trate.

Uno de los argumentos más frecuentes contra la creación de un sindicato de prostitutas es el que afirma que supondría la normalización de una situación indeseable que ataca a la dignidad de la mujer.

Es difícil debatir así. No sé pensar en esos términos tan enormes, solo puedo creer. Cuando me encuentro ante dilemas morales puedo refugiarme en los surcos ya trazados y también puedo, si me veo forzada a defender una posición, guiarme por la regla de oro –“lo primero no hacer daño”– y mi corolario personal: si crees que inevitablemente lo harás, trata de elegir el menor de ellos.

Negar un sindicato de prostitución a unas mujeres que de facto ejercen la profesión, la han ejercido, la seguirán ejerciendo y lo demandan libremente por la vía administrativa. Negarles la posibilidad de tener derechos laborales básicos, de ser fuertes en la defensa de sus intereses, y quién sabe, negarles el derecho a jubilarse un día.

¿No se ve a la mujer ahí? Necesitaré otros argumentos, como por ejemplo que la normalización aumenta la trata, pero el estudio más conocido sobre este punto ha sido ampliamente cuestionado en su metodología desde el primer momento y por diversas fuentes. Y sin embargo hay experiencias muy diferentes, como la de Nueva Zelanda.

Si esos argumentos no existen, no entiendo que se mantenga a las prostitutas en ese limbo que supone la alegalidad, expuestas y sin posibilidad de acceder a los derechos básicos que todos disfrutamos.

“Aspiro a una sociedad igualitaria y no puedo aceptar una normalización heteropatriarcal en la que el rico y poderoso compra a una jovencita para obtener placer”, es otro de los argumentos esgrimidos para rechazar el sindicato.

Pero la sociedad será igualitaria también cuando en el lado del poder y del dinero haya tantas mujeres como hombres ahora, y quién sabe si entonces no seremos nosotras también quienes solicitemos esos servicios.

¿No se ve a la mujer ahí? ¿No se ve, acaso, la prostitución masculina? ¿No es, quizás, una construcción “heteropatriacal” considerar que permitir sindicarse a esas mujeres disminuye su dignidad cuando ellas han manifestado libremente su deseo de hacerlo?

¿No recuerda a los argumentos que esgrimían los partidarios de revocar la ley del aborto? “Hay que crear las condiciones para que ninguna mujer se vea en la tesitura de tener que abortar”, decían.

Sí, pensaba, eso sería el ideal, pero no la realidad. Lo cierto es que en el asunto del aborto nadie está en posesión de la verdad y solo podemos evitar los males mayores. Ni me creo que se pueda borrar por completo al tercero (o al cuarto, el padre) en esa ecuación, ni me creo que negando la situación se vaya a evitar que haya mujeres que mueran. Por eso, cuando me preguntan, elijo la ley de plazos. Porque es lo más humano que se me ocurre que podemos hacer.

Con la legalización de la prostitución me sucede lo mismo. Mi opinión no es más que fruto de mis limitaciones, ojalá supiera más, ojalá pudiera hacer más, pero no puedo. No puedo erradicarla, ni puedo condenar a unas mujeres y hombres a renunciar a la posibilidad de una vejez digna y una vida a la luz del día. Vuelvo a buscar el mal menor, de manera transitoria, bien hasta el momento en que la evidencia me muestre que estoy equivocada y mi actitud provoca daños mayores, bien hasta que el progreso nos libere de plantearnos cuestión moral alguna.

Pero no puedo ver solo a la mujer, y no puedo ver una mujer empoderada y beligerante cuando decide abortar y a la misma, prisionera e incapaz, cuando dice querer sindicarse para ejercer la prostitución. Seguiré leyendo y observando, pero es una cuestión que me recuerda vagamente a mis sesgos religiosos y morales. Algo relacionado con la concepción intemporal sobre lo que debe ser aceptable y lo que no en el sexo entre adultos libres.

No, no lo tengo nada claro. Quizás deberíamos prohibir la actividad como proponen Suecia o Francia, pero hay quien alerta de que ello las coloca en mayor riesgo y sus resultados no son tan buenos como parecía. Quizás legalizarla, como Alemania o Dinamarca, pero hay quien avisa que el tráfico de personas no se ha visto reducido. Pero sucede que mientras seguimos en ese espacio de “alegalidad” hay quien solicita derecho a sindicarse.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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