La imagen de las olas del mar para pensar el feminismo, su presente y su pasado, sus momentos de auge y repliegue, está tan extendida que es fácil olvidar que se trata de una metáfora. Se ha dicho que existen tres olas del feminismo, aunque las dos primeras están más claramente definidas que la tercera. Al respecto, la primera abarca la movilización en torno al sufragio femenino, un periodo largo que en Estados Unidos se extiende desde la Convención de Seneca Falls de 1848 hasta el establecimiento del voto en 1920, y que en México inicia con el Congreso Feminista de 1916, efectuado en Yucatán,1 y concluye con la fallida reforma constitucional que reconocía el derecho al voto de las mujeres y que fue impulsada durante el gobierno de Lázaro Cárdenas para, desafortunadamente, caer en el olvido al término de su sexenio en 1940. Por su parte, el inicio de la segunda ola se relaciona con el movimiento estudiantil del 68 y su final con el ascenso del multiculturalismo y la diversidad sexual; aunque no se reconoce una fecha específica en la que esta ola termina, podría decirse que lo hizo alrededor de la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, celebrada en Pekín en 1995, cuando las ONG integradas por feministas profesionales se multiplicaron y muchas de ellas dejaron atrás su desconfianza hacia las instituciones, colaborando con dependencias gubernamentales y aceptando financiamiento de organismos privados.
La imagen de las olas, como se aprecia, ha servido para ordenar y caracterizar las etapas históricas del feminismo. Sin embargo, su descripción resulta problemática a medida que se hace más complejo y profundo el conocimiento histórico de las expresiones del feminismo –tanto el de sus movilizaciones como el de su pensamiento–, pues hay demasiados acontecimientos que no corresponden a la cresta de la ola. El segundo sexo de Simone de Beauvoir, por ejemplo, se publicó en uno de los momentos de retraimiento de la ola: en Francia salió a la luz en 1949 y la edición estadounidense –abreviada, y que logró una acogida más allá de los círculos intelectuales– se publicó en 1953. Ese mismo año culminó la segunda etapa de la movilización por el sufragio femenino en México, con la aprobación de la reforma correspondiente, de modo que este logro no se ubica en la primera ola del feminismo en nuestro país –lo que tampoco ocurre con la reforma que reconoció este derecho a nivel municipal en 1947–. Un ejemplo más: Amelia Valcárcel ha señalado que la crítica feminista de la Ilustración, hecha por Condorcet y Olympe de Gouges, entre otros, queda al margen de las olas convencionales de la historia del feminismo, y por eso la filósofa española postula que la primera ola en realidad corresponde al feminismo ilustrado y no al sufragismo estadounidense.2 Estos son apenas algunos ejemplos de cómo la periodización del feminismo (o de cualquier otro fenómeno histórico) es susceptible de revisión y de que la imagen de las olas se puede flexibilizar a partir de nuevos criterios o, de plano, dejarse de lado.
La noción del oleaje feminista se incorporó al vocabulario internacional de los movimientos sociales –como el estudiantil y la contracultura– en las décadas de los sesenta y setenta. El Movimiento de Liberación de las Mujeres, que en Estados Unidos despuntó al calor de la lucha por los derechos civiles y la oposición a la Guerra de Vietnam, se llamó a sí mismo la segunda ola del feminismo –o el nuevo feminismo– en un afán por identificarse y, a la vez, distinguirse de sus antecesoras de la primera –o vieja ola–, representada por el movimiento a favor del sufragio femenino de finales del siglo XIX y principios del XX. Las nuevas feministas se reconocían herederas de las luchadoras por el voto: admiraban su capacidad de movilización, fuerza oratoria, persistencia y entereza para enfrentar la violencia verbal y física de sus opositores. Pero esa admiración no evitó que rechazaran el racismo de la mayor parte de las sufragistas y se distanciaran de ellas. Apreciaban la importancia del acceso de las mujeres a los derechos de ciudadanía, pero juzgaban que el sufragio había sido una meta política estrecha, en especial cuando la comparaban con su aspiración de llevar a cabo una transformación profunda de la sociedad, una que abarcara la vida cotidiana, las instituciones y la política.
Al hacer suyo el legado de las sufragistas, las feministas de la segunda ola se legitimaban como continuadoras de una causa cuya justicia pocas personas ponían en duda, pero al mismo tiempo planteaban sus propias demandas. Una de las grandes movilizaciones de la segunda ola en Estados Unidos tuvo el doble sentido de conmemorar a las sufragistas y formular exigencias novedosas, como el reconocimiento al valor económico del trabajo doméstico, la igualdad de salarios y oportunidades entre mujeres y hombres y la despenalización del aborto. Se convocó entonces a que todas dejaran de cocinar, lavar y planchar y a que las secretarias, meseras y trabajadoras de todo tipo suspendieran actividades en un acto simbólico para exigir la valoración del trabajo en el hogar y el fin de la discriminación en los empleos asalariados. La “Huelga de mujeres por la igualdad” usaba una estrategia de la lucha obrera para subrayar que las labores domésticas eran una forma de trabajo, con valor económico, que merecía ser reconocida. Uno de los aspectos más llamativos para la prensa fueron los botes de basura de la libertad (freedom trash cans), dentro de los cuales las organizadoras arrojaron delantales de cocina y tubos para rizar el cabello en un gesto simbólico de rechazo a los estereotipos de domesticidad –que reducían su esfera de acción al hogar– y a los parámetros de belleza femenina –que además de incómodos hacían de las mujeres objetos sexuales–. La fecha de la huelga, el 26 de agosto de 1970, se eligió para que coincidiera con el día en que se había firmado, cincuenta años antes, la enmienda constitucional que estableció el sufragio de las mujeres en ese país.
Los ecos de esas movilizaciones llegaron a la prensa mexicana. Rosario Castellanos dedicó su columna periodística al tema y advirtió: “las mujeres mexicanas estamos echando vidrio acerca de lo que hacen nuestras primas y estamos llevando un apunte para cuando sea necesario”. La escritora, además, puso el dedo en la llaga: “Cuando desaparezca la última criada, el colchoncito en que ahora reposa nuestra conformidad, aparecerá la primera rebelde furibunda.”3 Con ello, llamaba la atención sobre el hecho de que en la sociedad mexicana muchas tenían la posibilidad de delegar el trabajo doméstico y el cuidado de niños y enfermos en empleadas contratadas (con salarios muy bajos) mientras ellas salían a trabajar. Por su parte, Marta Acevedo dio cuenta del mitin que se llevó a cabo en San Francisco en una crónica que estimuló la formación de grupos activistas con los que el feminismo de la segunda ola despegó en México.4
Para el año emblemático de 1968 la imagen de las olas era tan conocida como para aparecer en el encabezado de un artículo publicado en el New York Times, lo que favoreció su circulación internacional.5 La escritora Alaíde Foppa hizo una de las primeras menciones a las olas en la prensa mexicana, en una entrevista radiofónica con la periodista Margarita García Flores; su opinión fue contundente: “El feminismo no es una moda –declaró Foppa–, sino una causa seria y perdurable, cuyos antecedentes se remontan a la Revolución francesa.” Al igual que otras feministas de su tiempo, Foppa reconocía la importancia de la primera ola, pero también advertía los límites del sufragismo: su falta de interés por los problemas de las trabajadoras y su composición de integrantes de la clase media. Fue más allá, incluso, al asegurar que “el voto no sirvió para nada” y recordar que algunas personas habían quemado boletas de votación en Estados Unidos para manifestar que el camino de las urnas no lograría una transformación a fondo de la sociedad.6 A pesar de tener reservas sobre los alcances de la participación electoral, Foppa valoraba la lucha por el sufragio como uno de los pilares del feminismo. En ese sentido, el primer número de Fem –la revista que Foppa inició con Margarita García Flores– incluyó un artículo sobre Olympe de Gouges, la autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, que replicaba la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano con el fin de exhibir la injusticia que suponía la exclusión de las mujeres de los derechos humanos. En las páginas de ese mismo número se publicó una entrevista de García Flores con Adelina Zendejas, protagonista de la primera ola del feminismo en México y a quien la entrevistadora describió como la autora de la única columna de prensa que entonces trataba al feminismo con la debida seriedad. García Flores también entrevistó por radio a Soledad Orozco, viuda de Ávila Camacho, candidata a diputada por un distrito de León, Guanajuato, en 1937.7 Ella sabía que no llegaría al Congreso, pero logró obtener el respaldo del Partido Nacional Revolucionario (PNR) para su candidatura, algo que no consiguió María del Refugio García, secretaria general del Frente Único Pro-Derechos de la Mujer, quien ese mismo año compitió por una diputación en un distrito electoral de Uruapan, Michoacán, con el respaldo del frente. De no haber sido por ambas entrevistas, la movilización por el voto femenino en México sería un episodio histórico aún menos conocido. En sus primeros números, los artículos publicados en Fem son una buena muestra de la relación que, en nuestro país, las feministas de la segunda ola tenían con las de la primera.
Otra peculiaridad mexicana es que las feministas de la primera y la segunda ola se aglutinaron en frentes políticos, una forma de organización para movilizarse en torno a líneas de acción específicas, sin perder con ello –al menos en principio– la autonomía de cada agrupación. El Frente Pro-Derechos de la Mujer fue una de las organizaciones emblemáticas de la primera ola del feminismo mexicano; en 1935 reunió a grupos de trabajadoras, maestras y campesinas de un amplio espectro ideológico. En sus inicios priorizó los derechos de trabajadoras y campesinas, pero a los pocos meses se enfocó principalmente en la lucha por el sufragio, meta que, por cierto, no logró en sus cinco años de existencia, ya que el sufragio femenino se estableció en México hasta 1953, una fecha tardía en comparación con otros países de América Latina. El retraso se explica por el extendido prejuicio de la élite revolucionaria, que caracterizaba a las mujeres como más conservadoras que los hombres y sostenía que su participación electoral pondría en riesgo no solo la separación entre la Iglesia y el Estado, sino también la reforma agraria y los derechos laborales, entre otros objetivos de la Revolución mexicana.
En cambio, las feministas de la segunda ola formaron, en 1979, el Frente Nacional por la Liberación y los Derechos de las Mujeres (FNALIDM). El nuevo frente hacía alusión al viejo. Ambos tenían una orientación marxista, y por ese motivo evitaron la palabra feminismo en su nombre y en la mayor parte de sus documentos. El estigma de ser una distracción de la lucha obrera pesaba sobre el término, pues los partidos políticos comunistas de la primera mitad del siglo XX habían definido que el “feminismo burgués” representaba los intereses de las mujeres adineradas y de clase media y, por lo tanto, era contrario a las aspiraciones de clase de las mujeres proletarias.
Tanto el frente de los treinta como el de los setenta se proponían representar a todas las mujeres y no solo a las feministas: el Frente Único reunió a organizaciones corporativas de obreras y campesinas fortalecidas durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, mientras que el Frente por la Liberación se integró con grupos feministas cuya membresía se contaba en decenas y con representantes tanto de tres o cuatro sindicatos independientes como de partidos políticos que se constituyeron legalmente a finales de los setenta, luego de la reforma política del gobierno de Luis Echeverría. Su programa incluía los temas de la segunda ola feminista –la despenalización del aborto, la distribución del trabajo doméstico y el reconocimiento a su valor económico, el combate a la violencia y al hostigamiento sexual en el trabajo y en el hogar– junto a exigencias más antiguas y tradicionales –de la primera ola–, como la igualdad salarial y política y la creación de guarderías infantiles, que seguían incumplidas. Aunque la igualdad de salarios se estableció en la Constitución de 1917, las condiciones de desigualdad no se habían abatido, por lo que el reclamo mantenía su vigencia. La mayor parte de las demandas de una etapa se mantenían en las siguientes: el supuesto repliegue de una ola no ha significado que las exigencias, como la igualdad salarial o el fin de la violencia contra las mujeres, hayan sido conseguidas.
Sin embargo, la palabra “liberación” significaba algo distinto para el nuevo frente, contenía otra propuesta política, la de ir más allá de meras reformas jurídicas: “las mujeres podrán obtener derechos de la legislación burguesa, pero no estarán liberadas […] una lucha enfocada a los derechos no terminará con su condición de oprimidas”.8 “Liberación”, entonces, era el término usado por los movimientos anticolonialistas que, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pugnaron por independizar los territorios sometidos al dominio de los antiguos imperios coloniales o al imperialismo económico de Estados Unidos. Para algunas feministas de la segunda ola, el sometimiento de las mujeres a la autoridad masculina, en los ámbitos privado y público, podía equipararse a la situación de los pueblos colonizados: era una especie de colonialismo interno y, por lo tanto, las mujeres eran susceptibles de liberarse –dicha liberación abarcaba la autonomía en la expresión sexual, aunque no era equiparable al libertinaje sexual, como argumentaban sus opositores–. Otra clave en el análisis de las feministas de la segunda ola era “la opresión de la mujer”, un concepto marxista que abarcaba aspectos económicos desventajosos de los que el feminismo las liberaría.
La aceptación de la diversidad sexual y el rechazo a la hostilidad contra lesbianas y homosexuales fue una de las demandas más novedosas de este segundo frente, como también fue novedoso que el tema contara con el apoyo de los partidos Comunista Mexicano (PCM) y Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y de las organizaciones sindicales afiliadas a él –la Tendencia Democrática del Sindicato de Electricistas y los sindicatos de la UNAM y la UAM–. En cambio, la Unión de Mujeres Mexicanas, vinculada al PCM, que se había destacado por su participación en el movimiento estudiantil de 1968, se negó a reconocer los derechos de lesbianas y homosexuales, y por ese motivo abandonó el frente.
Por su parte, las generaciones feministas posteriores a la segunda ola se deslindaron de sus predecesoras por considerar que su política fue estrecha y ajena a la multiplicidad de identidades culturales, sexuales y de género. Su principal crítica ha sido contra el universalismo de las propuestas de las feministas de los setenta. La tercera ola ha advertido que la segunda postuló como deseable un modelo único de liberación femenina, surgido entre mujeres blancas, urbanas, heterosexuales y de clase media. Se ha resaltado que tal perspectiva pasó por alto la especificidad cultural de lo que hoy conocemos como el Sur Global y las identidades no heterosexuales y binarias, así como las diferencias socioeconómicas.
En general, las críticas de la segunda, tercera y ¿cuarta? olas a sus respectivas antecesoras han sido de gran provecho para definir el perfil político, las diferencias y las continuidades entre distintas generaciones de feministas. La imagen de las olas, sin embargo, tiende a uniformar y pasar por alto la complejidad de la historia del feminismo. El tema del racismo, por ejemplo, fue materia de disputa política desde los tiempos de la primera ola, tanto en México como en Estados Unidos, y en ese país hubo activistas afroamericanas que defendieron su derecho al voto. El feminismo de la segunda ola, por su parte, no fue del todo ajeno a las voces de las mujeres indígenas y pobres. A su vez, la aspiración de universalidad estuvo presente en ambas olas del feminismo mexicano, como lo sugieren los nombres de los frentes de 1935 y 1979 que pretendieron representar las demandas políticas de todas las mujeres mexicanas.
A pesar de ello, la imagen de las olas del feminismo y su multiplicación ha perdurado porque favorece que las activistas de nuevas generaciones manifiesten su identidad con respecto a sus predecesoras. Al declarar la novedad de la ola que protagonizan, reconocen un legado, pero también se proponen ser mejores que sus antecesoras, atribuyéndose una cierta superioridad. Sin embargo, su doble uso, tanto político y como herramienta de análisis, no deja de ser problemático pues excluye otras continuidades entre una ola y otra, ignora las diferencias entre las olas mexicanas y las estadounidenses, y deja de lado la variedad de inquietudes contenidas en cada generación, así como sus entornos específicos; en suma, es ciega a la materia misma de la historia. Quizá sea momento de buscar otras maneras de pensar el presente, el futuro y la historia del feminismo. ~
1 El tema se discutió aunque la mayoría de las congresistas no se inclinaron por la participación femenina en elecciones.
2 Amelia Valcárcel, Feminismo en el mundo global, Madrid, Ediciones Cátedra, 2008.
3 Rosario Castellanos, “La liberación de la mujer, aquí”, Debate Feminista, vol. 12, octubre de 1995, pp. 351-354.
4 Marta Acevedo, “Nuestro sueño está en escarpado lugar”, Debate Feminista, vol. 12, octubre de 1995, pp. 355-370.
5 Martha Weinman Lear, “The second feminist wave”, The New York Times, 10 de marzo de 1968: nyti.ms/2NfI4xW.
6 Margarita García Flores, ¿Solo para mujeres?, México, Radio unam, 1974.
7 Margarita García Flores, “Entrevista con Adelina Zendejas”, Fem, núm. 1, octubre-diciembre de 1974, pp. 68-77.
8 “Se forma el Frente”, Fem, vol. 2, núm. 8, julio-septiembre de 1978, pp. 77-79.
es doctora en historia por la UNAM, profesora investigadora de El Colegio de México y especialista en historia de género y de la diversidad sexual. En 2019 el Colmex publicará su Historia mínima del feminismo.