Lo que humaniza al perro es el chip. Lo bautizamos en big data y ya es ciudadano. El perro estará pronto online. No será internet de las cosas (IOT) sino de las personas o mascotas. Las personas todavía no llevamos chip. Aparte marcapasos, otros artilugios o el reloj que registra tus constantes vitales. El perro ha accedido antes al chip identificador. Claro que él no lo controla, le viene impuesto. Las personas, cuando el chip sea obligatorio y voluntario a la vez (como todo), tampoco lo vamos a controlar. Algo nos dejarán: un menú con opciones cerradas. Alguien lo está diseñando. Alguien decide en este momento las opciones del menú básico del chip que te vas a implantar. Indoloro, casi. Microanestesia local.
Puedes alquilar algo de IApara echar tus cuentas, puedes elegir entre un surtido de algoritmos comerciales para usarlos en tus cosas, negocios, predicciones, gestiones (este artículo), decisiones. Puedes alquilar un poco de IA a las grandes empresas que la desarrollan y la manejan. Aunque pagues los datos nunca serán tuyos. Ya perdimos esa oportunidad. Las grandes siempre irán diez pasos o mil pasos por delante. Los países, con sus deudas, no pueden acceder a ese mundo, ni siquiera podrían contratar a las personas que (se) entienden (con) la IA, el big data. Estamos en un vacío filosófico seminuevo, sin idea pública de futuro. Tal vez esperamos ya a la máquina. La idea privada es sobrevivir a hoy, llegar a mañana. Se ha apretado algo el ritmo. La compresión aquella del mp3 ha llegado al humano: hemos sido comprimidos. Es mejor decir celular que móvil o smartphone: más exacto. Celular, de células.
La interdependencia es universal e inmediata. Noruega puede proveer de bienestar porque sus fondos provocan desajustes terribles en otros sitios (Evgeny Morozov), lo de siempre pero en tiempo real. Uber te está apretujando las clavijas, Google, Facebook, etc. Aquello de seis grados de separación es una broma; la analogía de la mariposa que bate las alas es Amazon, la tienes en casa, en la librería que acaba de cerrar o en la que va a cerrar. De repente he visto a alguien por la calle con unos libros en la mano… era un resto fósil de otra glaciación, como si llevara un hacha de sílex… y me he apiadado de él (luego he visto que era yo).
Aunque tus datos fueran tuyos o te recompensaran de alguna manera por ellos (microutopías), ya no valdrían nada porque el valor está en la relación, en combinarlos con los míos, con los de muchas personas más, según el criterio del cliente. Aunque puedas pagar por tus datos no te servirán de nada, o de muy poco, si no adquieres también los del entorno que te interesa. Ni siquiera puedes saber qué entorno te interesa si no tienes el algoritmo. Es un poco raro, sí, nuevo por la magnitud, que excede al cerebro. Las conexiones digitales van un millón de veces más rápidas que las biológicas. Deep Blue vs. Kaspárov fue en el 97, la prehistoria. A un millón de veces más rápido han pasado cien mil años de aquello. Dos velocidades.
Tus asistentes domésticos revenden tus frases… hasta pueden completarlas. A veces se anticipan a nuestros deseos, o los provocan, no podríamos saberlo, aunque tuviéramos tiempo no podríamos saberlo. Necesitaríamos conexiones un millón de veces más rápidas. Las “Diez malas noticias sobre la naturaleza humana” de Christian Jarrett (en el número anterior de Letras Libres) se multiplican exponencialmente en las redes, o viceversa.
Todos mis datos no valen nada. Tampoco valían antes, cuando eran míos y estaban dispersos, mal cruzados, en archivos de grandes compañías ya en preextinción. Ahora valen en relación con los de los demás, igual que en la vida analógica. Todo lo digital, esta disrupción inabordable, es pura vida cárnica, analógica, pero acelerada y aumentada a una magnitud que ya es otra época. Hasta ahora hemos disfrutado un poco de algunas ventajas de esta revolución; la destrucción les llegaba a otros, pero ciertas profesiones y algunas clases estaban en zonas de seguridad: pronto no quedará nadie fuera del vórtice, todos en servidores ignotos, peleando por ser interesantes (Barrabés, último YouTube).
Hasta el perro que hay al final de la cuerda reporta sus pulsiones a otra entidad que las revende y empaqueta y remixea sin pensar en nada ni en nadie. Toda esta locura tiene que traer alguna utilidad, algo que beneficie a todos, a la especie, al planeta. ¿Por qué?
Es puro voluntarismo, optimismo presuicida. Quizá es algo biológico, o estadística de doscientos mil años: la especie, aun en otro formato, sabrá reparar o aprovechar el exceso y sus ausencias, aunque quizá nunca lleguemos a saber cómo lo hizo porque la ia no da cuentas a nadie (ella tampoco sabe cómo lo hace, porque está copiada del cerebro –capas y capas de fuerza bruta–, pero a otra velocidad).
Voluntarismo y también la coda del artículo de Jarrett citado arriba: “Es posible que si somos conscientes y comprendemos nuestras limitaciones nos costará menos superarlas para poder así cultivar los ángeles que llevamos dentro.” La misma rendija de esperanza se obtiene del libro de Juan Carlos Olite Las ilusiones metafísicas de un cerebro primate (Prensas de la Universidad de Zaragoza), que recoge la evidencia de que los (cerebros) humanos somos cotillas y mentirosos, pero también buenos, y dispuestos a cooperar. Es un libro delicioso, ameno, alegre y lleno de información sobre la Teoría de la Mente. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).