Joan Esculies
Ernest Lluch. Biografía de un intelectual agitador
Barcelona, RBA, 2019, 488 pp.
El 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero intentó dar un golpe de Estado en el Congreso de los Diputados. Durante casi veinte horas, mantuvo retenidos a los diputados presentes. En ese tiempo, y en mitad de la incertidumbre, el diputado del PSC por Girona Ernest Lluch aprovechó para corregir unas pruebas de imprenta de un trabajo académico: “¡O nos matarán a todos o no pasará nada!”, le dijo a su compañero Salvador Clotas.
Lluch (Vilasar de Mar, Barcelona, 1937) no concebía la vida más allá del trabajo. Decía que “el hedonismo me da asco y la pereza me repugna” y que “hay gente que hace el vago y hay gente tan inmoral que tiene hobbies…”. Fue un político y académico erudito, hiperactivo, apasionado del estudio y de los archivos pero también obsesionado con la intervención en el debate público. Escribió en todos los periódicos donde pudo, organizó seminarios y conferencias, prologó y escribió libros, apareció en tertulias de la tele y de la radio, realizó mítines, juntó a gente de diversa procedencia para pensar y debatir. Como dice Joan Esculies en su minuciosa biografía de Lluch, era un “intelectual agitador” y un polemista.
Fue un lector y líder precoz. Su carrera política y académica fueron siempre en paralelo. En la universidad, donde estudió economía, se unió al antifranquismo catalanista, a veces muy cercano al nacionalismo de Pujol. Pronto comenzó a colaborar con el Círculo de Economía y Banca Catalana. Se convirtió en un divulgador de la economía catalana. Como su maestro Vicens Vives, reivindicaba el papel de la burguesía industrial de la región como motor de progreso. Durante toda su carrera como historiador económico, defendió una especie de nacionalismo liberal que venía de la tradición ilustrada de Cataluña. Pero a menudo combinaba esto con un esencialismo romántico, que veía en el siglo XVIII catalán una fuente de legitimidad y una especie de explicación al “hecho diferencial”: la Cataluña abierta al mar, librecambista y burguesa frente al absolutismo y el atraso centralista.
Tras ser expulsado de la Universidad de Barcelona en 1970 por una falta disciplinaria, se trasladó a Valencia, donde vivió siete años y colaboró con la izquierda soberanista valenciana. Allí aumentó la veta romántica de su nacionalismo liberal: fantaseaba con unos Países Catalanes que incluyeran todos los territorios de habla catalana, reflexionaba sobre la falta de identidad nacional valenciana. Aunque siempre formó parte del sector obrerista del PSPV y el PSC, parece que lo hacía por estrategia: el PSOE de Felipe González (a quien admiraba), que poco a poco iba alcanzando la hegemonía en la izquierda, tenía una visión muy crítica con los nacionalismos locales. Lluch supo rápidamente ver el atractivo de la visión socialista de González y se volvió pragmático.
En 1977, con las primeras elecciones democráticas, Lluch obtuvo un escaño como diputado por Girona. Su actividad parlamentaria fue frenética. Formó parte de las negociaciones de la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) y fue criticado por evitar que el PSC metiera enmiendas más nacionalistas, para conservar la buena relación con el PSOE. Esto le creó muchos enemigos en Cataluña pero le ayudó en su carrera para convertirse en ministro, algo que consiguió en 1982. Esperaba un ministerio de Economía o de Hacienda o Administraciones Públicas pero le tocó Sanidad. Sus cuatro años de ministro estuvieron repletos de crisis. Casi todas tenían que ver con el mismo tema: la tensión entre un sistema nacional y centralizado y otro descentralizado y cedido a las autonomías. Sufrió huelgas, protestas, dimisiones y conspiraciones pero consiguió construir un Sistema Nacional de Salud pragmático basado en la universalidad y la gratuidad, que todavía sobrevive.
Lluch dedicó toda su vida a defender una España federal y plural: en Barcelona, en Valencia, en Madrid en el ministerio, como rector posteriormente en la UIMP y como estudioso del terrorismo de ETA, siempre observaba los conflictos desde un prisma económico pero también geográfico y territorial. Tras dejar su puesto en el ministerio se centró en ETA y en la política vasca. Se compró una casa en San Sebastián, hizo amistad con Odón Elorza, del PSE, y se convirtió en una de las voces más respetadas en favor del diálogo. Siempre defendió la alianza entre el nacionalismo del PNV y el “vasquismo” del PSE para aislar a la izquierda abertzale y al PP. A menudo caía en una visión equidistante o demasiado cercana al nacionalismo: por ejemplo, consideraba que Fernando Savater era el equivalente nacionalista español de los nacionalistas radicales vascos, algo delicado de sostener teniendo en cuenta la connivencia de buena parte de la sociedad vasca nacionalista con el terrorismo.
Una de sus soluciones para la paz era hacer una “lectura” (que no relectura, como insistía) de la Constitución para ver que en ella había una defensa de un trato diferente a las nacionalidades históricas. Creía que la solución al problema de Euskadi estaba en un “constitucionalismo útil”, la “asunción de que los derechos históricos constituían una categoría política positivada por el adicional primero de la Constitución y que, en ningún caso eran una reliquia”. Era una visión muy “lluchiana”, que a menudo utilizaba la historia para resolver los temas del presente.
Veía el nacionalismo como algo instrumental. Solía decir que “nuestro nacionalismo consiste, básicamente, en poder dejar de ser nacionalistas”. Es un planteamiento ingenuo. Lluch pensaba que llegaría un momento, con suficiente autogobierno y poder, en el que el nacionalismo no seguiría siendo útil. Pero como se ha demostrado en las décadas posteriores, el nacionalismo es una palanca excelente para obtener y conservar privilegios.
Una de las imágenes más famosas de Lluch es la que protagonizó en un mítin en la plaza de la Constitución de San Sebastián en junio de 1999. Ante los gritos de manifestantes abertzales, Lluch responde: “¡Gritad más, que gritáis poco! Gritad, porque mientras gritéis no mataréis.” Pero siguieron gritando y matando. Lluch no llevaba escolta y en los últimos meses sabía que su vida corría peligro. Intentó dejar varias cosas atadas. Pidió a sus hijas que no explotaran su muerte y que no lo enterraran ni hicieran un homenaje multitudinario. El 21 de noviembre de 2000 ETA lo asesinó al salir de su coche. Como dice Esculies, “cayó abrazado a sus apuntes de la facultad: lo más suyo”. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).