Para Paulina.
“No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un ‘trabajador intelectual’. Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía”. Así se definía Alejandro Rossi (1932-2009), escritor y filósofo cosmopolita asentado en México. Su obra refleja el prodigio de un amor profundo por el lenguaje, el juego, la ironía, la literatura, la conversación. Sus diez años de ausencia son un buen motivo para volver la vista a su obra.
Acercarse a Rossi es difícil, quizá porque ya está todo dicho: su extranjería perpetua, su trastabillar hasta encontrar refugio en el idioma español, su acentuada vocación como filósofo analítico, su filiación literaria en la estela de Borges, su lugar a la vez extraño y familiar dentro de la narrativa y el ensayo. Acaso lo significativo es que, pese a los años, sus temas y obsesiones nos permiten seguir haciendo variaciones, comentarios, seguir fascinándonos frente a una obra que parece no envejecer.
Se ha escrito con vehemencia sobre la amalgama que encierra su escritura: una literatura filosófica o una filosofía literaria; quizá sea mejor pensar en una literatura del asombro. Si en Lenguaje y significado está su obra propiamente filosófica, la que sigue los pasos de Russell, Frege y Wittgenstein por los meandros de la filosofía analítica, el resto pertenece si no a otra intención, por lo menos a otro registro. El de la imaginación, el guiño irónico, la crítica aguda y el ejercicio estilístico de un esteta que no se deja seducir solo por el flujo de las palabras, sino que busca que estas signifiquen, que no eludan los caminos a veces enredados del pensamiento, aunque den a un callejón sin salida.
De dichas virtudes su Manual del distraído es el ejemplo perfecto. La ironía es notable tras leer un par de páginas; lo último que Rossi quiere es ser un preceptor. El Manual no es, pues, un conjunto de pasos, reglas o normas; es un mundo abierto al diálogo, las divagaciones, los recuerdos de infancia o la rememoración de viejos amigos y maestros. Escribe, a propósito del Juan de Mairena de Antonio Machado: “me atraen los libros que reúnen cosas diversas: ensayos breves, diálogos, aforismos, reflexiones sobre un autor, confesiones inesperadas, el borrador de un poema, una broma o la explicación apasionada de una preferencia. Un libro, además cuyo lenguaje sea cristalino y traducible, pero que a la vez admita particularidades estilísticas y referencias precisas a una determinada geografía”. Bien podría juzgarse que este es el modo en que fluyen las páginas del Manual, una literatura personalísima, de la experiencia, pero que no rehúye de la ficción, que se deja seducir por el ritmo vertiginoso del relato.
El secreto de Rossi salta a la vista una vez que se mira bien el ánimo que lo acompaña. Para el escritor la vida está llena de imprevistos, casualidades, de circunstancias del todo ajenas a nuestra voluntad, de hallazgos más o menos afortunados. En El cielo de Sotero, que recoge narraciones previamente aparecidas en Sueños de Occam, Rossi persigue lo nimio, lo ínfimo, la aventura pasajera. Sabe que de esos trazos está hecha la vida. De ahí que, bien vistos, los personajes de sus narraciones gozan de una heroicidad más bien bastante venida a menos. Está Gorrondona, el viejo crítico literario, el maestro a cuyo juicio no escapa ninguno de los ya no tan jóvenes prospectos de escritores; Leñada, el poeta malogrado y narrador vuelto famoso de un día a otro; o el viejo amigo que vive una doble vida, a quien un pacto tácito de fidelidad obliga a no desenmascarar. Una voz dentro de estas narraciones, presumiblemente Rossi, escarba dentro de sí mismo, abjura de las cosas que damos por sentadas, que hacemos por automatismo: no ahonda en ello, sabe que la empresa está destinada al fracaso, pero nos incita a pensar el misterio del pensamiento y la libertad.
A sabiendas de que la pureza se nos escapa, que la miseria es también parte del alma humana, que la medida justa de los hombres es a veces de un tamaño menor a nuestros ideales, Rossi nos dice que “la vida es esa incesante creación de lazos, complicidades, enredos de las almas, encadenamientos y dependencias. Las virtudes se construyen con ese barro, con esas impurezas y limitaciones que somos. El resto es el inaudito y peligroso sueño de la divinidad”. A partir de esta convicción es posible leer La fábula de las regiones no solo como una parábola de las desdichas políticas y la miseria moral de una región, a la vez cercana y remota, de América Latina; también podemos leerla como un alegato contra la omnipotencia de la historia. O mejor, como una historia hecha de retazos, malos entendidos, fanatismos y a veces, incluso, de un amor profundo. Lo que se pierde en la unidad que pretende la historia (la de Los Libros de Texto o El Colegio de Historiadores, como se refiere en los cuentos) se gana en la verosimilitud de sus héroes, mucho más cercanos a ese manojo de contradicciones y vulnerabilidades, mucho más humanos.
La obra de Rossi nos enseña a “la literatura como el gran lenguaje subterráneo de la humanidad […] como una conversación de todos, la que pulveriza, la que disuelve la extranjería. O si prefieren: la que muestra la universalidad de la experiencia”. Leer a Rossi es entrar en esa conversación. Su obra disuelve la idea de las certezas absolutas, le da importancia a las palabras, pero es lo suficientemente inteligente como para dejar que estas fluyan con soltura. Alejandro Rossi demuestra que el paseo, el extravío, la distracción funcionan para hablar sin grandes aspavientos de los temas perennes. De las pequeñas cosas, que son acaso las que más importan. Es posible parafrasear su propio juicio, a propósito de Ortega y Gasset: Un auténtico escritor remueve el idioma y altera nuestra mirada sobre el mundo. ¿Acaso no lo hizo Rossi?
Egresado de la licenciatura en Relaciones Internacionales de El Colegio de México.