Walter Gropius (Berlín, 1883-Boston, 1969) fue un nefasto delineante. Apenas sabía trazar las líneas para dibujar un edificio. Sin embargo, sí sabía cómo debía ser esa construcción, qué materiales se tenían que utilizar y qué impronta debía dejar en el terreno. Las palabras arte, estética, forma y belleza debían ser sus pilares. Incluso aunque fuera un “anodino” edificio de viviendas para la clase media. Y con estos parámetros fundó hace ahora cien años la escuela de la Bauhaus en Weimar (Alemania). Como varias décadas después hizo Steve Jobs con los ordenadores -la labor de la informática se la dejó a su socio de Apple, Steve Wozniak- la genialidad del arquitecto alemán estaba en la idea del diseño. Y hasta hoy: ni siquiera Ikea, fundada en 1943, se entendería sin Gropius.
Esta es una de las imágenes que Fiona MacCarthy, periodista especializada en diseño y arquitectura, desliza sobre el arquitecto en la vasta biografía La vida del fundador de la Bauhaus, publicada en español por Turner. Es un recorrido por sus creaciones, pero también describe bastante su vida personal, que transcurrió durante casi el siglo XX en Alemania, Inglaterra y EEUU. La intelectualidad, la ideología, la guerra, el despegue económico en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Todo ello en casi 600 páginas que recuerdan momentos de felicidad y ebullición creativa -los primeros años veinte- el temor nazi -desde los inicios de los años treinta- y el reconocimiento final a una de las figuras que ha marcado la arquitectura mundial -desde los años cincuenta hasta su muerte.
Para entender a Gropius, abunda su biógrafa, es necesario conocer el ambiente en el que vivió desde su primera juventud. Por eso relata su viaje a España a comienzos de los años diez, donde se imbuyó de los diseños arquitectónicos de las catedrales e iglesias y donde quedó impresionado por las creaciones de Antonio Gaudí, al que conoció en su taller de Barcelona. Todo ello en medio de juergas, borracheras y corridas de toros. Gropius se demostró como un hombre de un carácter libre –hasta libérrimo- y disfrutón. De la vida, de las mujeres, de todo lo que fuera placentero. Y esas trazas hedonistas, aunque no las dibujase, sí se pueden observar en sus diseños posteriores que llegaron para romper con el tradicionalismo austero que tanto primaba en la Alemania prusiana.
La libertad vienesa
Por este motivo en el libro cobra vital importancia una mujer que fue casi su espejo, aunque carecía de su creatividad (y que en esta biografía no sale demasiado bien parada): la compositora austriaca Alma Mahler. Se conocieron en Viena en 1910. En aquellos años la capital de Austria poco tenía que ver con Berlín, mucho más aburrida e intelectualmente apagada. Viena tenía un carácter progresista y por allí pululaban Gustav Mahler, Gustav Klimt, Oskar Kokoschka, Ludwig Wittgenstein, Otto Wagner, Adolf Loos, el periodista Karl Kraus. No cabía un alfiler más de cultura contemporánea. Y allí, después de su viaje a España, llegó Gropius, que se topó de bruces con las ilustraciones de parejas desnudas y mujeres masturbándose de Klimt y los autorretratos desnudos de Egon Schiele. Y con Alma, que era todo eso reunido en una persona.
Alma estaba casada con Gustav Mahler, pero eran conocidos sus coqueteos con el grupo de intelectuales austriacos. Gropius, alto y atractivo, no le pasó desapercibido y pronto comenzaron una relación de amantes que fue al principio como una botella de champán cuando se descorcha y después tuvo una intermitencia desquiciante: cuando Gropius se tuvo que ir al frente tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, Alma no dudó en acercarse a Oskar Kokoschka, que se enamoró profundamente de ella. Error. La compositora siguió escribiendo cartas con un lenguaje sexual bastante explícito al arquitecto -“Quiero chuparte por todas partes como un pólipo. Arrójame tu dulce chorro”- mientras por un lado se deshacía del pintor y se entregaba al escritor Franz Werfel. Entre medias aún Gropius y Alma concebirían una niña en 1916.
De todos esos mimbres nace la Bauhaus en 1919: el arquitecto regresa de la guerra y su cabeza bulle. La vida junto a Alma no va a durar demasiado ya. Gropius desea dar un vuelco al diseño industrial y se instala en Weimar, donde se ha constituido la República alemana. Tiene 35 años y se siente en su apogeo. Se une a arquitectos como Mies van der Rohe. También se acerca al grupo intelectual berlinés Der blaue Reiter (El jinete azul) en el que militan Paul Klee y Vasili Kandinski, entre otros. Todos ellos acabarán en la Bauhaus, un producto de las ideas que se empiezan a instalar en Alemania. De hecho, en su manifiesto de creación, Gropius siguió las manifestaciones un tanto utópicas de grupos como Der Sturm para propugnar una defensa de la artesanía y de materiales como el vidrio para la construcción de edificios de cristal. Había una máxima: El vidrio introduce una nueva era; la cultura del ladrillo solo hace daño. También hay una deuda con el diseñador británico William Morris, que defendía el conocimiento exacto de los materiales y las técnicas a la hora de enfocar todo diseño.
Los felices años 20
Son los años de las fiestas en una escuela a la que ya en sus inicios se apuntaron más mujeres que hombres. Muchos alumnos llegaron desde Viena. Como afirma la biógrafa, “una horda de aspirantes parecían sacados de una novela de Dostoievski”. Hasta entonces, Gropius no se había mezclado demasiado con la política, pero a veces resulta imposible mirar para otro lado. Y esta también fue una de las razones del divorcio con Alma, que era una mujer de una ideología más conservadora. El arquitecto debe luchar casi desde el principio contra la oposición de partidos como el Völkische Partei, el Partido del Pueblo, de derechas, y contra la aparición del embrión del partido nazi, lo que le trajo muchos problemas de financiación. Los ultras ya comenzaban a fruncir el ceño ante lo que se hacía en la Bauhaus.
Pero es precisamente en esos años felices cuando conocerá a Ilse Frank, casi quince años menor, que acude a una de sus conferencias en 1923. Poco después empezarían una relación que acabaría en boda. Ambos, Gropius e Ilse, que se cambió el nombre por Ise, comenzarían a dirigir los designios de la Bauhaus y serían conocidos como Pius y Pia. De hecho, ella fue desde entonces Frau Bauhaus hasta su muerte.
A finales de esta década, los ataques desde la derecha se recrudecieron y la escuela se trasladó a Dessau, donde gobernaba el SPD. Fue también cuando mayor apoyo recibió por parte de otros intelectuales como Albert Einstein, Marc Chagall e incluso los amantes de Alma, Kokoschka y Werfel. Pero la sombra se iba cerniendo y Gropius decidió dejar la dirección de la Bauhaus para trasladarse a Berlín con proyectos propios. Poco después su lugar lo ocuparía Mies Van der Rohe.
La llegada de los nazis y el exilio a Inglaterra
El periodo más oscuro para la escuela y para Gropius llegó cuando Hitler fue elegido canciller. Fiona MacCarthy cuenta cómo sin demasiadas sutilezas se empieza a pedir el carné de ario para trabajar como arquitecto. Muchos de los que estaban en la Bauhaus eran judíos y pronto supieron que no debían estar más tiempo en Alemania (un grupo numeroso acabó en Tel Aviv, donde todavía hoy persisten las creaciones arquitectónicas de esta escuela). Gropius deseaba seguir presentándose a los concursos públicos. Joseph Goebbels le hace llegar su admiración. Hasta a Hitler, que había querido ser arquitecto, le gustan los diseños de Gropius, ario y verdadero alemán. MacCarthy relata que si se hubiera alineado con el nazismo podría haber sido el arquitecto del régimen, a la manera de Spree. Este era un arquitecto mucho más mediocre, pero supo ver el agasajo del poder. Gropius, al contrario, se posiciona a favor de los judíos y que estos pudieran seguir ejerciendo su profesión. La consecuencia era sencilla: pierde todos los concursos a los que se presenta –en la última exposición en la que participa, “Deutsches Volk, deutsche Arbeit”, su nombre ni se menciona-, su economía se precariza al máximo y se marcha a Inglaterra en 1934. Y la Bauhaus en Alemania queda desintegrada.
Comienza entonces el paulatino reconocimiento mundial del arquitecto, sobre todo a partir de su llegada a EEUU, donde empieza a trabajar en la escuela de diseño de Harvard y en 1946 funda The Architect’s Collaborative (TAC) para formar a jóvenes arquitectos. Tras la guerra hay algún intento por resucitar la Bauhaus en Alemania occidental, pero falta esa ebullición que sí estaba en los años veinte, y tampoco está detrás el cerebro de Gropius, cuya fuerza creativa ya no es tan original y a su lado también son celebradas otras figuras contemporáneas como Le Corbusier, el propio Mies Van der Rohe y Frank Lloyd Wright.
El reconocimiento mundial y fin de una era
La última época la pasa viajando por Tokio, París, donde era el presidente del comité para el diseño de la sede de la UNESCO en la plaza Fontenoy, por Bagdad, donde todavía en los años cincuenta se intentó rediseñar la ciudad bajo el gobierno del rey Faysal II -después con los golpes de Estado y la posterior llegada al poder de Saddam Hussein desaparecieron todos estos proyectos- y hasta por Berlín occidental, del que apenas quedaba nada de lo que había sido en los años veinte y treinta.
La Bauhaus nunca volvió a ser reflotada como tal. Gropius volcó sus últimas ideas en edificios como el Pan Am de Nueva York -el vidrio esmerilado, otra vez- donde reside casi todo lo que el arquitecto intentó enseñar en su escuela. “No se trataba de un estilo, sino de una nueva forma de ser y estar”, escribe MacCarthy, que también hace suyas las palabras del historiador Neil MacGregor: “Al igual que la República de Weimar, la Bauhaus de Weimar se basaría en los valores del pasado alemán para dar forma a una nueva sociedad. La Bauhaus reformó el mundo”.
“Defendió la experimentación, el goce y el sentido de las elecciones individuales a la hora de compartir la vida con objetos materiales”, añade MacCarthy. Era ese trasfondo romántico que tenía Gropius, moldeado en un siglo en el que hubo guerras, pero también periodos de nutritiva creatividad y libertad. Que, a veces, hoy en día, parecen echarse en falta.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.