El sistema Gavroche

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Je ne suis pas notaire,

C’est la faute à Voltaire,

Je suis petit oiseau,

C’est la faute à Rousseau.

Victor Hugo, Los miserables

1.

El tema del niño rebelde o del rebelde niño llegó a la historia de la literatura con Gavroche, de Los miserables, que se convirtió en uno de los mitos de la identidad republicana francesa. Una identidad de la que el barbado Victor Hugo es algo así como una mezcla entre Moisés y el profeta Elías.

En la novela, de la que tanto los chalecos amarillos como los estudiantes de Mayo del 68 se impregnaron, el niño Gavroche Thénardier juega delante de la barrica, recogiendo cartuchos.

Gavroche se levantó –nos cuenta Victor Hugo–, con los cabellos al viento, las manos en jarra, la vista fija en los que le disparaban, y se puso a cantar. Enseguida cogió la cesta, recogió, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a desocupar otra cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más efecto que el de inspirarle otra canción:

La alegría es mi ser;

por culpa de Voltaire;

si tan pobre soy yo,

la culpa es de Rousseau.

Así continuó por algún tiempo.

El espectáculo era a la vez espantoso y fascinante.

Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga respondía con una copla. Le apuntaban sin cesar, y no acertaban nunca.

Victor Hugo narra una revolución plenamente republicana y completamente fracasada, la de junio de 1832 contra la monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleans, para acentuar el lado romántico de sus personajes, lanzados a una guerra sin cuartel pero también sin salida. La revolución de 1830 puso a Luis Felipe en el trono, y la de 1848 lo derrocó, y de ambas Victor Hugo sabía demasiado como para retratarlas con la inocencia que necesitaba la novela. A fin de cuentas había terminado en la primera de Par de Francia, y era diputado conservador, monárquico cada vez más rebelde pero monárquico al fin y al cabo.

En la revolución de 1848 intentó maniobrar y fue un entusiasta de Luis Napoleón Bonaparte, que después de un autogolpe terminó exiliándole. En 1832, cuando los personajes de sus novelas rodean París formando barricadas, Victor Hugo goza del éxito de Notre Dame de París, una obra que glorifica cierta idea fantas- mal de la Edad Media y resucita, contra cualquier prejuicio racionalista, las gárgolas, las campanadas, los cantos gitanos y el amor más allá de la muerte. Esa es su revolución de entonces, la de una estética que da la espalda a la modernidad y la razón de las luces para cantar la historia de otros excluidos de la tierra, no los pobres sino los jorobados y los gitanos, presos de los escrúpulos de una Edad Media completamente imaginaria.

Victor Hugo había decidido de adolescente ser “Chateaubriand o nada más” y de alguna forma su novela era una ilustración colorida de El genio del cristianismo, el libro que le enseñó a la Europa de las luces la grandeza de las catedrales góticas, esos bosques de piedra donde los viejos druidas habían reconciliado su fe pagana con la de Cristo. Notre Dame, que se había convertido durante la Revolución francesa en un establo y que todos parecían haber olvidado –los católicos porque representaba una fe demasiado arcaica, los ateos por lo mismo– resucitaba del olvido gracias a que Victor Hugo rescataba de ella no los santos o las vírgenes sino las gárgolas, y ahí escenificaba un drama cristiano –un drama de redención y amor– que se oponía sin embargo a la incomprensión de la Iglesia y su intolerancia. A la Francia posrevolucionaria que se había educado con Voltaire y Rousseau en el desprecio de la Iglesia no le ofrecía un retorno a la fe, pero de alguna forma recuperaba de esa fe moribunda el esplendor irracional de su catedral intentando atravesar el secreto mismo del cielo con su aguja.

El Victor Hugo de 1832 es un antimoderno, un amante místico del amor tormentoso, que se diferencia políticamente de la mayor parte de sus compañeros de generación, los románticos franceses, por incorporar a su mística a su padre general del imperio. Los años y las polémicas lo conducirán inesperadamente desde el monarquismo moderado con el que entró a la Cámara hasta las filas de la izquierda republicana. Pero seguirá siendo un romántico feroz. Los miserables es su forma de reconciliar los dos Victor Hugo, el joven reaccionario romántico y el viejo republicano filosocialista que terminó por ser. Es la novela del poeta que cantó la pasión contrahecha del jorobado de Notre Dame, aunque la joroba fuese en este caso la condena social de la que Jean Valjean, por haber robado un pan, no podrá librarse ni por el ingenio, la caridad o el amor. Los personajes con que se encuentra en el recorrido que hace por todas las clases y ambientes de la Francia de los años veinte y treinta del siglo xix están llenos de pasión gótica, de caricatura y grandeza, de leyenda y locura, y monstruos, muchos monstruos, que eran la marca de fábrica del poeta oceánico.

Baste comparar el mismo retrato en Balzac o en Stendhal para ver hasta qué punto Victor Hugo vuelve a escribir, en un escenario social contemporáneo, Nuestra señora de París o El hombre que ríe, siendo esta vez el protagonista un deforme que no puede quitar de su cara una sonrisa permanente que lo involucra en toda suerte de terribles aventuras. Gavroche, el niño de la calle siempre alegre, siempre pobre, siempre vivaz, es uno de esos personajes más míticos que documentales, más poéticos que representativos, que solo Victor Hugo sabía crear. Su adhesión a una revolución es completa y festiva.

Hijo de un monstruo de la avaricia, el señor Thénardier, Gavroche es por contraste pura y santa y simple generosidad. Así, se entrega por entero a la causa cantando.

Jugaba una especie de terrible juego al escondite con la muerte; y cada vez que el espectro acercaba su faz lívida, el pilluelo le daba un papirotazo.

Sin embargo, una bala, mejor dirigida o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al pilluelo. Lo vieron vacilar, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito. Pero se incorporó y se sentó; una larga línea de sangre le rayaba la cara.

Alzó los brazos al aire, miró hacia el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar:

Si acabo de caer,

la culpa es de Voltaire;

si una bala me dio,

la culpa es…

No pudo acabar.

Otra bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta.

Esta vez cayó con el rostro contra el suelo, y no se movió más.

Esa pequeña gran alma acababa de echarse a volar.

Gavroche, el niño revolucionario o el revolucionario niño, muere culpando de su muerte a Voltaire y a Rousseau, los dos pensadores centrales de lo que se ha dado en llamar el siglo de las luces, enterrados juntos, a pesar de su mutuo odio y sus complejas diferencias, en el mismo panteón.

El refrán que canta era antiguo, lo había escrito Jean-François Chaponnière para burlarse de la prohibición impuesta en 1785 por la jerarquía eclesiástica de no difundir de ninguna forma el pensamiento de Voltaire, Rousseau o cualquiera que tuviera algo que ver con la enciclopedia que editaban desde hacía décadas Diderot y D’Alembert.

Como descubre Borges, las mismas palabras en el mismo orden adoptan según el momento y lu- gar en que son pronunciadas otro sentido. El pensamiento de los filósofos de las luces había pasado de estar prohibido, cuando se escribieron los versos que canta Gavroche, a ser obligatorio en la Revolución francesa, y de nuevo prohibido, y permitido a medias cuando Gavroche, un niño sin escuela que duerme en el elefante gigante que pusieron en lugar de la Bastilla, lo culpa de su muerte.

Victor Hugo logra entonces unir a dos enemigos en un solo disparo: por un lado, la reacción que odia a los pobres, por otro, Voltaire y Rousseau, que no los entienden. Su guerra inconsciente contra la modernidad encuentra en el más moderno de sus libros una perfecta metáfora. Victor Hugo se vuelca a la causa del pueblo entregándole como regalos sus gárgolas y sus monstruos, su visión fatal del mundo, su poesía alojada en el seno del más reaccionario de los visionarios: Chateaubriand o nadie más.

La revolución es entonces una pasión que purifica porque no gobierna. La rebelión de 1832 no tiene que dar cuenta de ningún dictador o mesías, no tiene en sus cargos muertos más que sangre inocente. Es una revolución pura y por eso mismo destinada al fracaso. Un bello fracaso, nos muestra Victor Hugo, porque al final Jean Valjean salva al joven Marius de las barricadas y, transportándolo por las alcantarillas, es decir el subsuelo y el subconsciente, le restituye el amor y el honor perdido.

La revolución de 1832, que no cambió ni Francia ni el mundo, dejó como símbolo la novela que pone al niño revolucionario, o el revolucionario niño, como el centro del combate, como su redención, como su culminación. Porque muerto el niño, el más inocente de los inocentes, es tiempo de buscar un culpable. Y el culpable es, por cierto, la reacción, el ejército, el Estado, pero también es lo que denuncia el niño: Voltaire y Rousseau.

En Victor Hugo, el Richard Wagner de la democracia francesa, está ya completamente viva esa ambigüedad, una cabeza republicana con corazón romántico. Un hombre que ya no cree en los ritos que se celebran en Notre Dame pero celebra ahí los suyos propios: el del amor imposible, y por eso eterno, entre dos rechazados, dos herejes, dos abandonados, dos olvidados de la tierra. Ese será también el hilo conductor de sus miserables, el alma rota de los descastados, los escupidos, los desheredados, las víctimas totales y los monstruos también completos que conducen al lector no a través de la razón sino del estremecimiento, el temblor, el rubor y un amor más grande que la vida misma. No es la epopeya de la libertad guiando al pueblo, sino del corazón guiando la razón. El corazón que está alojado en el lado izquierdo del cuerpo aunque el cerebro y los pulmones estén justamente repartidos.

La revolución, como el amor del jorobado y la gitana, solo tiene sentido cuando fracasa. Así, la Comuna de París, inspirada tanto por el aliento de Los miserables como por la oposición terminal contra Napoleón III de Victor Hugo, solo consiguió la simpatía del poeta cuando estuvo seguro de su fracaso. Su casa se abrió de par en par a los derrotados, a los que intentó rehabilitar durante el resto de su vida política. La batalla la había ganado, la república era un asunto también de corazón. Al lado de la libertad que guía al pueblo de Delacroix todos creyeron ver una prefiguración de Gavroche, el niño revolucionario, o la revolución misma como un permanente niño que saca justamente de su inmadurez el arrojo de no temer a las balas, que se levanta sobre la montaña de muertos y también muere haciendo visible para todos la injusticia de la represión causada por Voltaire y Rousseau.

2.

“La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad”, escribió Kant en 1784. Las revoluciones y contrarrevoluciones que siguieron a su afirmación confirmaron de modo certero, pero también doloroso, esta frase. La democracia sin rey que Francia y Estados Unidos establecieron como ideal de soberanía presuponía un ciudadano mayor de edad, responsable de sus actos y sus dichos, dueño de sí y consciente del estado en razón de esa mayoría de edad.

Un adulto ya no puede culpar de sus actos a sus padres (o ese sustituto del padre que es Dios) ni puede abandonar a la nada a sus hijos. Un adulto –lo supo Tocqueville antes que nadie, también solo y aislado, desnudo y muchas veces perdido entre corrientes y olas de opinión contrarias– que añora esa infancia perdida o, de modo adolescente, termina por odiar a esos libertadores que lo obligaron a dejar los cuentos por las cuentas, y los juguetes por las herramientas con que cumple un lugar cualquiera en la cadena de montaje de la fábrica.

Convertirse en adulto da miedo, explica Kant en el mismo texto en que saluda esa nueva madurez aportada por la Ilustración. Las luces nos permiten ser adulto, pero no nos preguntan si es lo que queremos. Eso es lo que nos pregunta la democracia, un invento de las luces. Ahí la paradoja de Gavroche: Voltaire y Rousseau lo convierten en rebelde, es decir, en adulto antes de tiempo. Es la rebelión la que lo mata en la barricada antes de poder usar esa nueva adultez. Es Victor Hugo el que usa este ser cortado en dos como símbolo del revolucionario ideal, el que muere cantando sin odio y sin venganza, sin poder también. Ante la razón impuesta sobre sus propios miedos, la infancia es un refugio seguro. Pero también es un mercado gigantesco que ha convertido al primer país que por decreto salió de la infancia, los Estados Unidos, en un país en el que los estudios Disney dominan la industria audiovisual y el payaso de McDonald’s, con su comida altamente azucarada y colorida, alimenta cuerpos redondos y asexuados, vestidos con los mismos poleras y shorts que sus hijos.

La democracia liberal nos obliga a ser adultos, pero nos provee como ningún otro sistema de la posibilidad de ser niños más tiempo. Es lo que Tocqueville, de nuevo, entendió antes que nadie, cuando dijo que la igualdad democrática, al romper las cadenas, dejaba a los eslabones aislados sin saber a qué pertenecen, qué hay antes de ellos (padres, abuelos, tribu) y qué viene después, los hijos que en sociedades individualistas son cada vez más escasos e invisibles. Lo mismo entendieron Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Y también Gavroche acabaría entendiéndolo, cuando vio que su opresor no era el Estado o la industria sino Voltaire y Rousseau.

En Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno, que huían del nazismo hacia Estados Unidos, explicaron que una razón obligada desde el Estado iba creando en la cultura de masas una adoración por lo irracional, lo instintivo, lo sentimental. Esa pasión que está entera, aunque reconciliada con la república, en el mismo Victor Hugo, quizás –junto a su compañero de labores y amigo Alejandro Dumas– el escritor francés con más repercusión y eco en los medios de cultura de masas, cuyas novelas y obras de teatro han sido transformadas en comedias musicales, dibujos animados, películas, radioteatro. Hijo de la locomotora y la Revolución francesa, Victor Hugo estaba destinado a redescubrir Notre Dame y buscar allí al héroe deforme que ama tanto que asusta. Los miserables será comedia musical, como Rigoletto fue ópera. El jorobado se encarnará en toda suerte de actores y dibujos en Hollywood. Poca gente fuera de Francia lee aún la poesía de Victor Hugo, poca gente está libre de la figura de su bullente imaginación, quizá las más rica de un siglo en que la imaginación no faltó a la cita.

Los chalecos amarillos en la Francia de 2019 recogen quizás mejor que nadie la paradoja de la modernidad. Reclaman el derecho a ser tratados como adultos a los que no se les impone desde el poder de los cargos electos qué y cómo vivir. Pero sus chalecos se parecen curiosamente a los delantales que usaban los niños en las escuelas de ayer. Unos chalecos amarillos que les permiten, a pesar de sus diferencias de raza, clase o tamaño, reconocerse como hermanos, dándoles el uniforme que les ha devuelto el hecho de tener un auto y una casa en los suburbios, es decir, obedecer la orden no tan silenciosa de comprar su pedazo de mundo, vivir su propia vida, en su propia casa con su propio jardín, lejos del centro de la ciudad donde los autos son inútiles.

La mayor parte de los chalecos amarillos se presentan a sí mismos como pequeños empresarios que son culpados por tener iniciativas, por tener su propio negocio, por querer distinguirse de la media y por eso pagar impuestos desproporcionados. Unos impuestos que los ricos, piensan ellos, con no poca razón, consiguen no pagar. Son distintos y ese es su motor, pero al mismo tiempo no quieren romper con la igualdad que han redescubierto en el poder simbólico de su nuevo uniforme. No les parece ni por asomo contradictorio pedir menos impuestos y más prestaciones sociales porque sospechan que son los políticos profesionales, esos adultos que toman por ellos las decisiones, quienes se llevan el dinero que falta a la seguridad social o a la sanidad.

Sobre todo rechazan toda representación, líder o vocero, consideran una traición cualquier mediación política. Abogan por un contrato social sin plazos o con plazos permanentes de control. Un contrato social basado en una desconfianza básica y central entre las partes. De algo parecido se vanagloria el nuevo feminismo de la cuarta ola, de su negación a tener representantes porque el feminismo son todas, aunque las diferencias son profundas. Pero les une un mismo sentimiento y sensación: el haber adquirido, gracias a las nuevas tecnologías, una capacidad de asustar y movilizar a la vieja democracia representativa, falocéntrica y heteronormativa, y ponerla en jaque sin obligarla a transformarse del todo, porque el reemplazo propuesto suele ser brumoso y general.

Son rebeldes que reivindican como centro de su rebeldía cierta inocencia gavrochesca, con que los adultos pierden al negociar. No quieren que los traten como niños, pero eso no impide que se comporten como tales. O que, como Gavroche, jueguen en medio de las balas y las desafíen y las purifiquen cantando que la culpa de lo que les ocurra, o no, la tienen Voltaire y Rousseau, que por lo demás no tenían nada más en común que querer emancipar a los hombres de la infancia que representaba la monarquía absoluta.

Los chalecos amarillos no salieron a la calle por hambre, o por alguna idea religiosa o mesiánica. Sus chalecos reflectantes, que los uniforman, simbolizan la contradicción de una sociedad de consumo que los invita a comprar autos, es decir, también autonomía, es decir, también autoridad, y que los obliga a usar chalecos amarillos para que los vean de noche y a pagar impuestos ecológicos sin consultarles. Buscan que se los trate como adultos que pagan impuestos, pero rechazan como una traición la mayor parte de los rasgos de la vida adulta, que no son otros que la renuncia, la negociación, la paciencia, la mentira piadosa con que solemos engañar a los niños por su bien. La madurez que se les exige les parece una trampa porque atenúa la cólera, porque atempera la necesidad, porque desmoviliza. Y saben, como Gavroche y sus amigos, que su único poder está en la movilización. Una movilización que no tiene, como la revuelta de 1832, ni plan ni escapatoria, que es bella porque termina en sí misma.

3.

Voltaire y Rousseau murieron los dos en 1778, a la orilla misma de la Revolución que terminó por unirlos para toda la eternidad en el mismo panteón. Una vecindad que no podría más que incomodarlos. Si pudieran resucitar para reclamar, de seguro que lo harían airadamente. Voltaire, quince años mayor que Rousseau, había acogido a ese excéntrico músico suizo con simpatía cuando este forjó sus primeras armas en el mundo literario parisino. El joven Rousseau no dejó de mostrar todas las marcas del respeto y admiración por el escritor mayor. La amistad se rompió sin embargo de manera violenta y creciente cuando Rousseau publicó su Contrato social.

Voltaire no se privó ni en público ni en privado de hacer ver lo absurda que le parecía la pasión de Rousseau por los salvajes y su encarnación más cercana, el pueblo. Para Voltaire no había nada de admirable en la sencillez y menos en el analfabetismo. Cualquier sistema de gobierno soñado debía, para Voltaire, estar cuidadosamente protegido de la influencia de los iletrados y más aún de los pobres. Rousseau, de modo contradictorio, también imaginaba formas de protegerse contra las mayorías removidas por un líder carismático, pero proponía para ello una asamblea permanente, un sistema de consulta continuo que permitiera revocar en cualquier momento las malas decisiones tomadas de modo sentimental u oportunista por lo que él también llamaba “el populacho”.

Todo eso le parecía a Voltaire infantil y hasta peligroso. El resto de su vida intentará de todas las maneras posibles demostrar su distancia con Rousseau, hasta el punto de intrigar para que el consejo de Ginebra lo exiliara o condenara a muerte, considerando que quemar sus libros era solo una manera de propagar más sus ideas.

Esas ideas son justamente, si se pudieran resumir los contradictorios manifiestos y exabruptos de los chalecos amarillos, el centro de la protesta que asola Francia. El movimiento Cinco Estrellas en Italia, quizás porque no es víctima del espejismo de unir a Voltaire y Rousseau en la misma tumba, lo ha reconocido antes que nadie. Su plataforma de internet se llama así: “Rousseau”.

El tono ácido de Beppe Grillo y su papel más bien montonero en la política italiana poco o nada tienen que ver con el tono pastoril en que Rousseau intentó imaginar un mundo de pequeñas comunidades autogestionadas y perfectamente pacíficas. Un mundo ideal al que por cierto no dejan de aspirar a su manera los chalecos amarillos, las feministas de la cuarta ola, los ecologistas radicales, los socialistas del siglo xxi, la extrema derecha y la extrema izquierda unidas en pocas ideas todas contenidas en Rousseau: el desprecio por el arte como representación del vicio y la desigualdad, la desconfianza hacia la educación formal que deforma la voluntad siempre sana de los niños dejados en libertad, la búsqueda de la democracia directa y el plebiscito permanente en que todas las leyes deben ser aprobadas por el pueblo.

Esta aspiración a una sociedad de perfectos iguales nace de una visión del ser humano que fue justamente la que movió a Voltaire a perder todo respeto intelectual por Rousseau. El ser humano era para Rousseau bueno de nacimiento. Sería la sociedad la que, al obligarlo a dejar su natural soledad y a integrarse a clanes y tribus, le iría haciendo descubrir la mentira, el engaño, la traición y el vicio. Para el resto de pensadores de las luces esta idea era intolerable. Luchaban justamente por sacar a los hombres y a las sociedades de la ignorancia y la superstición primitiva. Se presentaban como fruto acabado de la civilización y la cultura nueva, dispuestos a romper por primera vez con la cadena de la naturaleza para vivir la plena libertad de la edad de razón.

Esa nueva edad adulta que Kant predecía en el advenimiento de los siglos de las luces traía consigo una reinvención de la infancia. Ese periodo de la vida que Rousseau creó en el Emilio. El niño será protagonista de la revolución, y su educación uno de sus intentos más visibles. La niñez será una invención de esa nueva edad de la razón, porque en Rousseau ese niño es una forma diminuta de ese salvaje, de ese pueblo, que siempre es bueno y no sabe todavía mentir. Esa sociedad de adultos que firman contratos y eligen gobernante se levantará sobre la imagen siempre vigilante del hombre y la mujer libres y auténticos, verdaderos y sin engaño.

Rousseau forma en ese coro la voz disonante porque admira en el salvaje que la razón no lo ha ensuciado, que es puro sentimiento, pura pasión, puro corazón. Sus teorías educacionales, políticas y amorosas tienen por objeto conservar en el adulto este rasgo de infancia primera que instintivamente nos lleva al bien común, que no puede desear más que lo mejor.

Siglos de antropología y de sociología no han sacado nada con negar la pertinencia de la tesis de Rousseau. Es imposible que en el centro del siglo de las luces haya una división que es la que aún parte en dos las sociedades que nacieron de sus libros. Los vecinos Voltaire y Rousseau no duermen en paz. Las calles que rodean su panteón están tomadas por los hijos de Rousseau mientras los de Voltaire, policías uniformados, disparan balines de goma.

No es raro entonces que Gavroche suba a la barricada por culpa de Rousseau. Y no es raro que no vaya a misa ni escuche las órdenes de su padre, por la culpa de Voltaire. Piensa libremente como le enseñó este último y juega también libremente como le enseñó el suizo. El combate es ese juego. Su muerte es la reivindicación de la inocencia primera del pueblo que tiene derecho porque es niño y no tiene deberes, porque es niño, pero como es niño también está condenado a tener la razón. ~

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