Chile: más ornitorrinco que nunca

Una aproximación al descontento.
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Alguna vez en esta misma revista el lúcido escritor chileno Carlos Franz comparó el supuesto milagro a un ornitorrinco: un animal que es una mezcla de muchos animales (pato, castor, nutria), lo que le permite de alguna forma sobrevivir mejor en un ambiente que no le habría dejado posibilidad de escoger una sola de sus formas posibles. Algo de esta metáfora zoológica que era cierta entonces (2007) es ahora inevitable. Chile fue un laboratorio de un neoliberalismo a la Reagan y Thatcher a rajatabla que se pudo imponer sin contrapeso gracias a que la dictadura arrasó con cualquier oposición que cuestionara sus privatizaciones. Para instalar lo que se dio a llamar “el modelo”, Chile tuvo que atravesar la peor crisis económica de su historia (1982) y una transición pactada que aportó quizás el ingrediente mágico de todo crecimiento económico sostenido, una paz social y una continuidad política envidiable.

El pacto social se impuso a palo y con hambre, pero habría que tener una mala fe muy socorrida estos días para negar que en gran parte el experimento quedó validado elección tras elección en que los críticos del sistema conseguían votaciones testimoniales. Es cierto que muchos de los que votábamos por la izquierda más tradicional vimos las ansias de cambios negadas por gobiernos que sentían cierta impaciencia por estar de acuerdo con los que se suponen eran sus opositores. Todos sin embargo olvidan demasiado rápido que en 1999 Joaquín Lavín, uno de los propagandistas más desembozados del sistema neoliberal, casi le gana la elección al socialista Ricardo Lagos. Muchos de los que votaron por él, y lo siguieron haciendo por Piñera, convirtiéndolo en presidente dos veces, pertenecen a lo que ayer llamábamos proletariado o la nueva clase media endeudada y pauperizada, que es la misma que llenó la plaza Italia la tarde del viernes 25.

La necesidad de reformas estructurales que empezó a hacerse visible con la revolución Pingüina en 2006 ha sido seguida por la victoria en la urna de una derecha inconexa e incoherente que encarna a la perfección Sebastián Piñera. Cosa que volvió a ocurrir en 2017, cuando el intento de cambio casi radical de la presidenta Bachelet chocó con la indiferencia de una población que como hoy sentía que se le ofrecía una vida que no tenía cómo pagar. Así una acumulación infinitas de reformas y contrarreformas nos ha hecho más ornitorrinco que nunca. Tan ornitorrinco que los analistas prefieren elegir el pato o la nutria, o el castor, porque no pueden con el animal entero.

Es cosa de ver quizás la parte más cuestionada y cuestionable del modelo chileno: el sistema de pensiones. En el papel sigue siendo el único sistema de pensiones en el mundo que se basa exclusiva y obligatoriamente en la capitalización individual. Un ahorro forzoso que ha inyectado capitales frescos a las empresas chilenas sin tener que pedir créditos internacionales (y sin que los ahorristas pudieran reclamar su parte del botín). Los fondos son una de las claves del éxito empresarial chileno de los noventa, pero entregan pensiones de hambre y no tiene modo alguno de hacer otra cosa porque fue un modelo pensado y calculado para un mercado del trabajo que no existe con unas cotizaciones que tampoco alcanzan. Todo eso planeado por José Piñera, el hermano del presidente, que llama a su sistema un “Mercedes Benz”: un vehículo al que los chilenos de hoy no saben echarle bencina.

Se trata de un evidente fracaso, que el gobierno admite en la práctica pero no quiere reconocer en la teoría, en parte porque las empresas chilenas necesitan ese impuesto que no quiere decir su nombre, en parte porque cree en la filosofía del esfuerzo individual como base de una sociedad que es una competencia de minieconomistas en que no todos pueden ganar, en que algunos para que otros ganen tienen que perder. Una obsesión que se explica mejor cuando se sabe que el padre de los hermanos Piñera, José Piñera Carvallo, instalaba en el patio de su casa un ring de boxeo para hacer pelear a sus hijos mayores, a los que entrenó para competir en todos los deportes posibles e imaginables, incluido el doctorado en economía que los dos cursaron en Harvard.

En la práctica, el sistema de pensiones es cada vez más un sistema de reparto que tiene el inconveniente de financiarse a través del IVA que pagan los mismos ancianos que se benefician de él. Para no admitir que es su idea del hombre y la sociedad la que fracasa, el gobierno hace crecer en el sistema de pensiones un “pilar solidario” que se financia con los impuestos generales, desangrando el Estado de la misma manera que lo haría ese sistema de reparto que el gobierno llaman “inviable” y “fracasado”. Así, la ventaja del sistema de pensiones, que no endeuda al Estado, se borra, sin que podamos disfrutar de las ventajas del sistema de reparto que es la idea de una sociedad como un todo armónico de generaciones, una cadena en el tiempo que nos une y nos abriga, que nos permite creer en algo parecido a una inmortalidad sin dios.

Esto se puede replicar, mutatis mutandis, en la salud, en la educación, y hasta en la empresa. Los que marchan pueden seguir rebelándose contra el modelo que impuso Pinochet, los votantes pueden seguir votando por quienes lo defienden desfigurándolo hasta el kitsch. La maravilla del descontento chileno es que termina contentando a todo el mundo. Los cambios, como no se atreven a ser filosóficos, no se ven. En el imaginario de los chilenos y del mundo Chile sigue siendo, a pesar de que los índices Gini dicen lo contrario, el país más desigual del mundo. Lo cierto es que es un país singularmente homogéneo socialmente, no injuriosamente pobre pero necesitado, agotado, exprimido por necesidades, seco de ideas, hiperestimulado de emociones, vacío de proyectos.

Chile lleva muchos años sin inventar nada nuevo, con tasas de productividad bajísimas, con una matriz productiva que no ensancha y cambia en casi nada. Es un avión de tres motores que anda con uno y medio y llama desesperadamente a alguna torre de control donde aterrizar. No hay. Porque lo que Chile vive de modo dramático y carnavalesco a la vez es lo que le pasa a todos los capitalismos financieros del mundo, a no ser que, como en China, la operación se sincere y el Estado controle el ejército, la prensa, la cultura, el libre tránsito de las personas y deje la economía perfectamente libre y desregulada, pero perpetuamente vigilada como un ornitorrinco que jugara a ser un dragón. Un ornitorrinco que tiene prohibido por ley mirarse en el espejo, que es lo que hemos hecho los chilenos.

En el espejo no nos gustamos nada porque el ornitorrinco puede ser ejemplo de cualquier cosa menos de gracia, belleza y armonía. Es el ejemplo quizás más visible de lo que la evolución de las especies le puede hacer a un animal: mitad una cosa y la otra, mientras nada puede justificar su deformidad. Pero ¿qué pasa cuando se seca su río o su lago? Chile vive justamente a la hora de las protestas una larga sequía que coincide con un invierno interminable. El ornitorrinco que pide la humedad que hace útiles sus partes se ha quedado sin el medio natural que justificaba su existencia. Puede, es cierto, evolucionar hacia otra forma más de acuerdo al nuevo medioambiente en que le tocará vivir de ahora en adelante. Tendría que saber primero cuál es ese medio ambiente. ¿Qué orden mundial queda cuando el derrumbe del muro de Berlín se une al derrumbe del muro de Wall Street el 2008? Quizás sea esencial pensar que el próximo animal que nos toque ser tome en cuenta la armonía de su partes, la armonía de su forma. Quizás sea importante buscar ser un animal que no solo sepa sobrevivir, sino que pueda mirarse al espejo sin vergüenza y sobrevivir al ridículo cuando el río en que se vive se seque. Buscar un símbolo que además de servirnos nos guste lo suficiente para no culpar al pico de pato de las piernas de la cola del castor, el castor a las piernas de la nutria. Y sobre todo que esa mezcla dispar no termine en el aguijón venenoso con que el ornitorrinco se defiende cuando se siente por cualquier depredador amenazado.

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