En la “superpotencia emergente” que hoy es la República Popular de China no siempre es posible reconocer la tortuosa vía que finalmente condujo a este enorme país hasta nuestra era hipertecnologizada. El tema se puede abordar de distintas formas, pero no siempre se llega a una visión ampliamente aceptada. En los últimos años, sin embargo, nuevas corrientes parecen estar arrojando luz sobre aspectos que hasta ahora habían pasado inadvertidos, y cuya importancia tal vez rebasa los límites de sus respectivas disciplinas.
Las derrotas en las guerras del opio en el segundo tercio del siglo XIX marcaron el inicio de un traumático proceso de apertura de la geografía, la identidad y la cultura chinas ante los progresos de un Occidente que parecía encumbrarse, arrebatando a China su original predominio. Pero de los múltiples frentes abiertos contra su cultura tradicional, tal vez en ningún otro se hizo tan representativa la nueva relación de fuerzas como en la lengua escrita. Todo parecía indicar que los mal llamados “ideogramas” no solo no estaban a la altura de los nuevos tiempos, por su aparente incompatibilidad con las tecnologías modernas, sino que ni siquiera habían sabido adaptarse de manera satisfactoria a ese invento quintaesencialmente chino que unos siglos atrás había abierto las puertas de la modernidad a Europa: la imprenta de tipos móviles, tal como fue adaptada para los alfabetos europeos.
Los caracteres chinos, debido a su complejidad y cantidad (varias decenas de miles), parecían intratables para los nuevos procedimientos mecanizados y estandarizados. El problema se expandió a diversos terrenos lingüísticos de importancia estratégica, como la telegrafía, la monotipia o la confección de guías telefónicas y catálogos de bibliotecas. Pero si en estos casos se resolvió con mayor o menor éxito, no tardó en estrellarse contra la máquina de escribir, comercializada en casi todo el mundo por la compañía Remington, y más tarde por la Olivetti y otras grandes corporaciones occidentales y japonesas. Este aparato se había erigido, al parecer, en el reto más formidable, el escollo simbólico y material contra el cual la cultura china no podía sino encallar definitivamente.
Y no obstante, tras varias décadas en las que los escritores y escribientes chinos no tuvieron más remedio que usar máquinas de escribir de aspecto y funcionamiento rudimentarios, muy distantes de la eficacia, rapidez y sencillez brindadas por el modelo occidental, China no solo reemergió a la superficie, sino que irrumpió con fuerza en la escena internacional en las últimas dos décadas del siglo XX; y lo hizo con su lengua incólume, más vigorosa que nunca, reforzada y potenciada por medios y procedimientos informáticos de una inusual originalidad e innovación.
¿Cómo fue esto posible? ¿Qué pasó en ese largo y tan poco documentado ínterin? Para responder a la pregunta, ya podemos recurrir a libros como el escrito por el profesor de historia Thomas S. Mullaney, de la Universidad de Stanford: The Chinese typewriter (2017).
En su libro, a través de un viaje por los vericuetos del “cableado y las tuberías del lenguaje chino”, nos vamos enterando de que la propia idea de la “máquina para escribir” soñada por los visionarios de la Europa del siglo XIX se fraguó en parte con la implícita (a veces explícita) intención de resaltar las virtudes de las lenguas alfabéticas en oposición a los caracteres chinos; y no es de extrañar que los intentos tempranos por crear una máquina para este mismo propósito en China, aunque fueran realizados por europeos o americanos, partiesen de ideas muy distintas que ni siquiera contemplaban, por ejemplo, el uso de un tablero con teclas.
((Esto es algo que se enfatiza en el libro. En inglés, el verbo type, que proviene del nombre que al final se le dio a la máquina de escribir, typewriter (máquina para escribir mediante tipos), se entiende y se define como una acción de teclear, incluso ahora que las máquinas de escribir han quedado obsoletas.
))
Tales incompatibilidades acabaron siendo señaladas como síntomas de la decadencia cultural, más pruebas de que no había modernización posible sin despojarse del lastre de la cultura clásica y antigua.
No es que China no llegara nunca a crear una máquina de escribir moderna, sencilla, eficiente y adecuada para su idioma. En realidad, por lo menos tres o cuatro máquinas originales y perfectamente operativas aparecieron, en forma de prototipo, muchas décadas antes del advenimiento de la era informática. Una de ellas, de la década de 1910, tenía tan solo dos botones, una palanca y un rodillo manipulable; otra, de la década de 1940, más similar al modelo internacional, encerraba un sofisticado mecanismo que permitía elegir el carácter deseado con dos o tres golpes sobre un teclado de no demasiadas teclas (¡el primer teclado en una máquina china!) tras haberse aprendido una serie de reglas para buscar las teclas adecuadas. Encima, podía utilizarse para escribir en diversos idiomas y contaba con un visor de vista previa. Sentó incluso las bases para los sistemas de predicción de palabras que se usan hoy en los sistemas informáticos en línea y se adelantó a su época al proporcionar el primer sistema utilizado para la entrada de datos. Sin embargo, al final la MingKwai (“rápida y brillante”) no fue comercializada.
El formato de “máquina para escribir” que sí fue adoptado en China, sobre todo a partir de la era comunista, fue otro muy distinto. La antecesora directa y casi idéntica de la máquina era un modelo japonés comercializado que permitía escribir kanjis, a su vez copiado o robado de un prototipo chino durante la guerra, si bien la historia podría remontarse técnicamente al menos hasta el siglo XIX. Ofrecía un claro contraste con la vistosa ergonomía de la ya entonces llamada “máquina Remington” y, como otras de sus más ilustres predecesoras, carecía de teclado. De hecho, podría decirse que era algo más parecido a una imprenta mecanizada en miniatura. Pero, por medio del pequeño artefacto, el tipógrafo chino por fin podía levantarse por encima de los miles de caracteres de su idioma para organizarlos y localizarlos en forma relativamente rápida, en lugar de verse obligado a sumergirse y transitar entre ellos para buscarlos en largos anaqueles. Los aspectos “tecnolingüísticos” básicos de esta labor siguieron siendo cosa del operador humano, pues podía y hasta debía ordenar los caracteres en la bandeja para encontrarlos velozmente, si bien la nueva tecnología facilitó de manera exponencial la invención de nuevas formas de categorizarlos y organizarlos. Esta labor demostró ser imposible de estandarizar y mecanizar por completo, volviéndose totalmente ineficiente sin el aporte fundamental del operador. Solo con una larga práctica racionalizada de muy distintas técnicas se pudo llegar a un conjunto de pautas a tomar en cuenta según cada caso en particular. Hoy en día, en el contexto computacional, a esto lo llamaríamos “personalización”, y es algo que también está estrechamente vinculado con la ya citada predicción de palabras. La experiencia fue decisiva y muy útil para la transición a los tiempos de las computadoras, en los que el chino se vio obligado a adoptar definitivamente el teclado internacional.
Pero las bases ya estaban sentadas y parte del esfuerzo ya estaba hecho. Para entenderlo mejor uno puede adentrarse en los distintos métodos inventados para ingresar caracteres chinos mediante un teclado estándar. Lo interesante del caso es que estas experiencias dieron impulso a la industria informática china y al mismo tiempo definieron sus características diferenciadas. Y es que si los caracteres chinos no se podían descomponer cómodamente en partes, no dejaban de poseer lo que Mullaney llama el componente “tecnolingüístico”, a medio camino entre la forma pura y el significado. Es este un concepto que, explorado a lo largo del libro, no estaba contemplado en la gramática clásica; ignorado también durante el siglo XX, podría haber sido de gran utilidad en los esfuerzos por modernizar la lengua; y, en nuestros días, constituye un fértil campo de exploración para un artista chino contemporáneo como Xu Bing, como también menciona Mullaney.
Lejos de llegar a su fin, la trayectoria de la escritura china estaba entrando en un nuevo comienzo. Solo era cuestión de empezar a escribirla. ~
(Ciudad de México, 1975) es traductor, editor de audiovisuales y estudioso
de la lengua y la cultura chinas.