“To live outside the law, you must be honest”: con este verso, de la canción Absolutely sweet Marie, de Bob Dylan, termina Cass Sunstein el prefacio de Conformity, su ensayo sobre el conformismo (New York University Press, 2019).
Suelo leer los prefacios y las introducciones una vez he terminado el libro. Es un pequeño y quizás absurdo acto de rebeldía. En esta ocasión, sé que ese verso de Dylan me habría llevado instantáneamente a Doris Lessing, a su vida y a Las cárceles que elegimos.
¿Es deseable una sociedad conformista? ¿Supone una debilidad o, por el contrario, podemos contarla entre nuestras fortalezas? Y, en todo caso, ¿qué pensar de los inconformistas, los rebeldes, los que disienten? En este ensayo no hay una respuesta unívoca a esas preguntas: hay matices, contexto, análisis y la sensación de que lo que es útil para el individuo concreto plantea otros desafíos cuando se practica a escala de grupo.
Sunstein comienza analizando el funcionamiento de la “conformidad”. El ser humano utiliza “heurísticos” para interactuar con el mundo. Estos atajos mentales intervienen en el proceso a través del cual nuestras opiniones, creencias o acciones se vuelven coincidentes con las de los demás. Así por ejemplo, el heurístico de la “confianza” nos inclina a seguir a aquellos que expresan sus opiniones con seguridad porque entendemos que la firmeza es señal de que poseen información fiable. Este mecanismo está a su vez condicionado por el sesgo de grupo que nos hará indiferentes si identificamos que el emisor pertenece claramente a un grupo que nos desagrada o del cual desconfiamos. Y a la inversa, nos impulsará a secundarlo si formamos parte de su grupo para evitar el riesgo reputacional, ya sea el nuestro propio dentro de la comunidad o el del grupo en su conjunto frente a terceros.
Otro heurístico común es el de la “disponibilidad” (availability): un asunto nos parecerá más preocupante o peligroso cuanto más fácil nos resulte recordar un ejemplo concreto reciente.
La conformidad no tiene lugar en el vacío: es alimentada por la presión e influencia social. “Que un incidente esté ‘disponible’ [para ser recordado] depende de las interacciones sociales. Estas interacciones extienden rápidamente imágenes llamativas dentro de comunidades relevantes, lo que convierte dichas imágenes en accesibles para muchos otros”, explica Sunstein.
El proceso de coordinación de opiniones, creencias o acciones puede producir (y produce) lo que el autor denomina “cascadas”: procesos, normalmente iniciados por pocos actores, en los que una idea es asumida y compartida de forma rápida por un gran número de personas. Sunstein distingue dos tipos –las cascadas informativas y las reputacionales–, que pueden producirse en casi cualquier campo de la actividad humana, ya sea en forma de hechos científicos (el supuesto riesgo de los OGM, por ejemplo), del funcionamiento de las democracias (los deseos punitivos de modificar los códigos penales ante crímenes impactantes), de moralidad (castigar a través del juicio moral colectivo lo que no puede ser juzgado por las leyes), de amenazas sociales o naturales (el pánico creado alrededor de los incendios en Amazonas que distintos organismos científicos han tenido que poner en contexto y perspectiva), del triunfo de un gadget tecnológico o del éxito o fracaso de un libro o una canción (si quieres aumentar las posibilidades de ser un best-seller, compra tú mismo un elevado número de ejemplares el primer día que salga a la venta).
Las cascadas informativas surgen cuando desoímos nuestro conocimiento personal y decidimos en función de la opinión de otros. Si unos pocos actores relevantes emiten una señal congruente, es sencillo que otros muchos la repliquen. Eso puede hacernos creer que “tanta gente diciendo lo mismo no puede estar equivocada”. La realidad, dice Sunstein, es que sí puede. De hecho lo más probable es que, lejos de ser muchas personas distintas que llegan a las mismas conclusiones de forma independiente, los replicadores no hagan sino amplificar la señal inicial sin aportar ningún conocimiento distinto que la respalde.
Si en las cascadas informativas el mayor perjuicio para la comunidad es la pérdida de información privada relevante, en las reputacionales ocurre algo similar. Sunstein señala que en ellas las personas pueden tener una idea más o menos nítida de lo que creen correcto, pero la silencian y aceptan la opinión mayoritaria por temor al reproche del resto. El resultado es lo que el autor denomina pluralistic ignorance (ignorancia pluralista). En este contexto se entiende muy bien que las sociedades liberales defiendan la libertad de expresión, que junto con otros derechos civiles como el de asociación, explica Sunstein, sirve para aislar a los individuos de la presión del conformismo y para proteger a la comunidad de la pulsión de la autocensura. “Consideremos el hecho de que, en la historia del mundo, ninguna sociedad con elecciones democráticas y libertad de expresión haya experimentado una hambruna, una demostración de hasta qué punto las libertades políticas protegen a las personas que no las ejercen”. Esta idea de Amartya Sen (Poverty and Famines, 1983), que Sunstein recoge, es realmente poderosa. Cada vez que sintamos la tentación de relegar la libertad de expresión a un derecho de segundo orden y creer que puede ser supeditado a otros como la seguridad sin que nada grave nos suceda, deberíamos recordarla. Debemos ser conscientes de que los procesos democráticos han sido probados el tiempo suficiente como para desarrollar mecanismos de protección frente a amenazas que en tiempos de prosperidad y paz nos pueden parecer ridículas. No, no lo son.
El conformismo no es malo ni bueno per se. Es una característica que se ha mostrado imprescindible a lo largo de la historia de la humanidad para que florecieran el altruismo, la cooperación y la estabilidad que permite a las sociedades lograr objetivos a largo plazo, pero también ha facilitado que tuvieran lugar los mayores horrores del siglo XX.
Otro aspecto importante cuando hablamos de este asunto son los inconformistas. Aquí me encontré con el enfoque más sugerente de todo el ensayo. Sunstein realiza un análisis de las diferentes características de los disidentes. A grandes rasgos podemos encontrar dos tipos de inconformistas: los disclosers y los contrarian. Ya desde la primera frase supe cuáles eran las joyas de la corona que cualquier comunidad, sea civil, mercantil o política debería desear y proteger como oro en paño: los disclosers. El arquetipo es el niño que, en el cuento de El traje nuevo del emperador, señala riéndose: “¡está desnudo!”. Esa actitud no suele ser beneficiosa a nivel personal pero es valiosísima para cualquier sociedad que persiga minimizar los errores y aprovechar todo el conocimiento disponible.
A diferencia de ellos, los contrarian pueden no resultar tan útiles para la sociedad porque, señala el autor, no ayudan necesariamente a rectificar informaciones erróneas.
El contrarian es útil porque aporta, de forma casi sistemática, una posición distinta, pero su propia esencia (“me opongo por sistema”) debilita su eficacia a la hora de sembrar una saludable duda en aquellos que no tienen una postura firme ante el asunto en disputa. Esta pérdida de influencia se agudiza cuando triunfan como personajes públicos y se profesionalizan. La percepción de un interés propio o el desarrollo de una agenda oculta desactivaría los procesos de simpatía imprescindibles para que su opinión fuera considerada.
El discloser siempre –y solo en ocasiones el contrarian– desempeña un papel fundamental para detener la formación de cascadas, ya sean informativas o reputacionales.
Cuando un grupo se lanza en una dirección equivocada, explica Sunstein, los experimentos realizados demuestran que basta una sola voz “saludable” para que el grueso de los ambivalentes se lo piense dos veces antes de seguir ciegamente el criterio de la mayoría. Así se entiende bien el mayor valor del discloser –el que dice lo que sabe, de buena fe y sin aparentemente buscar ningún beneficio personal posterior– frente al contrarian.
Cualquier organización humana que desee hacer mejor su trabajo valorará contar con ellos. Quizá ese desinterés por las consecuencias personales de revelar la información que posee también le salve de otro de los efectos no siempre deseados de los contrarian. En situaciones de emergencia, cuando el grupo se siente atacado y vulnerable, el conformismo actúa fortaleciendo los lazos de unión entre los miembros. En esos momentos los contrarian son percibidos como elementos que debilitan la solidaridad porque anteponen su individualidad a lo que perciben como el bien superior del conjunto.
En 1987 Doris Lessing escribió: “No hay ninguna época de la historia que nos parezca a nosotros como a la gente que vivió en ella. Lo que vivimos, en cualquier época, es el efecto que tienen sobre nosotros emociones de masas y condiciones sociales de las que es casi imposible separarnos. […] y aun así, en un año, cinco, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿cómo podían creer eso?’ […] muchos están de acuerdo en que entre nuestros recuerdos más vergonzosos está que con mucha frecuencia dijimos que el negro es blanco porque otra gente lo decía también”.
En la tercera parte del ensayo, Sunstein aborda la polarización de los grupos. La idea más interesante en su análisis es la del peligro de considerar a los inconformistas, especialmente a los disclosers, elementos molestos para el éxito del grupo. No es difícil imaginar el papel que desempeña el discloser en cualquier empresa privada u organización política. Si el objetivo perseguido es hacer un buen trabajo, la dirección los escuchará e incentivará (recordemos que el discloser no persigue ningún beneficio individual a priori), ya que la información que aporta puede ayudar a evitar que se cometan errores y que se formen grupos de descontentos autosilenciados. Pero si se le trata como amenaza y se le elimina, es probable que se produzca un abandono de los miembros que en mayor o menor medida discrepan. Cuando el abandono de los moderados se produce, el conformismo y la obediencia acrítica triunfan sin oposición alguna. En ese estado de cosas, los debates no solo no serán útiles sino que serán contraproducentes. Solo servirán para que la postura del grupo después del debate sea aún más radical que la que sostenían los miembros de manera individual antes de debatir.
Esto también lo escribió Lessing hace más de treinta años cuando dijo: “Se ha señalado que hay un 10% de la población que sigue sus propias ideas para formar decisiones y elecciones […] si eliminas a ese 10%, tus prisioneros se vuelven débiles y conformistas”.
Como he señalado antes, el mero paso del tiempo ha hecho que las democracias se vuelvan conocedoras de sus vulnerabilidades y creen mecanismos de autoprotección. En cierto modo, todos esos organismos de fiscalización independientes que nos empeñamos en sostener y defender son los disclosers del sistema. Sabemos que debemos conocer la opinión de nuestros ciudadanos; sabemos que es bueno que alguien nos muestre periódicamente cómo va la economía; sabemos que, aunque no nos guste oírlo, necesitamos un niño que grite “¡está desnudo!” cuando las medidas que nos parecen milagrosas pueden tener consecuencias graves y dolorosas que desconocemos o preferimos ignorar. Por eso la calidad de un gobierno reside en gran parte en el trato que les dispensa, si las protege frente a la presión social y política o si trata de cooptarlas y ponerlas al servicio de su estrategia particular. Por eso, también, todos los líderes mediocres o con impulsos autoritarios tardan muy poco tiempo en querer controlarlas una vez que acceden al poder.
“Para vivir fuera de la ley debes ser honrado”, cantaba Dylan. Doris Lessing también lo sabía: “hay mentes originales […] que no son víctimas de la necesidad de decir lo que dicen todos los demás. Pero son pocos […] de ellos dependen la salud y la vitalidad de todas nuestras instituciones”.
Creo que los dos se referían al mismo tipo de ciudadanos.
Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.