¿Qué es un museo?
Las convulsiones políticas y sociales de los últimos años han provocado que los museos dejen de ser instituciones neutrales que solamente exponen el pasado sin emitir un juicio sobre lo que ocurre en el presente. Un ejemplo es la acción que emprendió el MoMA para reivindicar a los artistas provenientes de países musulmanes después del veto migratorio impuesto por Trump en enero de 2017. Las obras de artistas de Irán, Irak y Sudán se exhiben de forma permanente y sustituyen piezas de Picasso, Matisse y otros representantes del canon occidental, bajo una leyenda donde se afirma que los ideales de acogida y libertad forman parte del museo. En México, la exposición Restablecer memorias del artista chino Ai Weiwei, que permanecerá hasta inicios de octubre en el MUAC, explora los traumas que la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa dejó en la sociedad mexicana. Su propósito es apelar a la “obligación de construir una memoria social”.
Como estos, otros museos asumen de manera activa un rol político y cuestionan el papel que por décadas interpretaron. Dan espacios a las minorías, ofrecen mayor diversidad en sus colecciones y buscan soluciones para devolver las piezas que llegaron a sus manos gracias a la colonización y expoliación. En 2017, el Museo de Orsay presentó la muestra El modelo negro, un homenaje a los hombres y mujeres de piel oscura dentro en las artes visuales, desde la abolición de la esclavitud en Francia (1794) hasta la actualidad. Su artífice fue Laurence de Cars, directora del recinto, quien está consciente del cambio de paradigma que viven ahora los museos. “Los responsables de las instituciones nos hemos dado cuenta de que tenemos una responsabilidad. Los museos no pueden ser un lugar aislado, dedicados solo al turismo o la contemplación estética. Deben ampararse de temáticas que estén en el corazón de la sociedad actual, con seriedad y sin oportunismo, pero también sin tener miedo a ser políticos”, declaró en entrevista al El País.
Del siglo XV al XVIII, en Europa proliferaron los gabinetes de curiosidades. Salas donde se atiborraban todo tipo de objetos –naturales o hechos por el hombre– que coleccionistas adinerados conservaban para su deleite. Para 1714, fecha de publicación de Museo Museorum de Michael Bernhard Valentini, existían 159 gabinetes a los que intelectuales, investigadores y amigos de sus dueños acudían para estudiar los avances científicos de la época. El museo como institución abierta al público nació a mediados del siglo XVIII, con la inauguración del British Museum de Londres en 1753 y el Museo del Louvre en 1798. Durante el siglo XIX, más colecciones dejaron de ser privadas como resultado de la socialización de los bienes reales que promovió la Revolución francesa, la desamortización de bienes de la Iglesia, los nuevos descubrimientos arqueológicos y antropológicos y el incremento del interés científico. Desde entonces, los museos han sido concebidos como espacios para la conservación de patrimonio y la difusión de conocimiento. Pero parece que eso está cambiando.
La definición vigente de museo que el Consejo Internacional de Museos (ICOM) aprobó en 2007 dice que “un museo es una institución sin fines lucrativos, permanente, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y expone el patrimonio material e inmaterial de la humanidad y su medio ambiente con fines de educación, estudio y recreo”. Pero en julio de este año la junta directiva del organismo propuso una nueva definición que destaca el rol político de los museos dentro de las sociedades, al plantear que los museos “son espacios democratizadores, inclusivos y polifónicos para el diálogo crítico sobre los pasados y los futuros”, que reconocen y abordan “los conflictos y desafíos del presente, custodian artefactos y especímenes para la sociedad, salvaguardan memorias diversas para las generaciones futuras, y garantizan la igualdad de derechos y la igualdad de acceso al patrimonio para todos los pueblos”. Además de preservar e investigar, la nueva definición señala como su propósito “contribuir a la dignidad humana y a la justicia social, a la igualdad mundial y al bienestar planetario”. La votación, planeada para el 7 de septiembre, se pospuso para que los 40 mil representantes de 20 mil instituciones de todo el mundo discutan las perspectivas que desean incluir en el proceso de redefinición.
Desde que se anunció la nueva definición, algunos especialistas la criticaron por considerarla “ideológica”, “demasiado política” y “vaga”. Para François Mairesse, profesor de la Sorbona, se trata de “una declaración de valores de moda, demasiado complicada y en parte aberrante”. En redes sociales, la propuesta tampoco fue recibida con entusiasmo. En una encuesta lanzada el 1 de agosto, el 62% de los participantes respondieron que la nueva definición no captura lo que es un museo en el siglo XXI. Una de las usuarias comentó que el ICOM había perdido de vista uno de los aspectos esenciales de un museo: ser un ambiente que ofrece experiencias de aprendizaje para todas las edades. Aún no se tiene una fecha sobre la nueva votación ni cuáles serán los cambios que se le harán.
Los museos son más que espacios recreativos y evolucionan a la par de las sociedades. Una nueva definición tendría que enfatizar, además de su rol político, su papel como espacios de preservación del patrimonio tangible e intangible, pues eso es lo que los distingue de otras instituciones culturales, y así alcanzar una postura más inclusiva que no pierda de vista su razón de ser.
Un poema y un melón
La poesía es un medio para conocer y comunicar los misterios de la experiencia humana. Esta era una de las lecciones que José Luis Bobadilla, quien falleció el 12 de septiembre, pregonaba a sus alumnos o a cualquiera que se acercara a escucharlo hablar sobre libros, música y arte.
Bobadilla, Boba, Bob, como sus amigos le decían, fue un apasionado de la poesía. Era el tipo de persona capaz de equiparar a un poema con un melón. Lo sé porque lo vi hacerlo. En un auditorio lleno de estudiantes universitarios tomó un melón entre sus manos y explicó que al igual que este, un poema tiene temperatura y textura, granulosidades y sabor. Partió el melón frente a un montón de jóvenes sorprendidos para decir que esa acción resumía lo que es un poema: una respiración, un acto contundente y rotundo que nos lleva al presente, algo que ocurre. Después de la explicación, generoso como era, compartió los pedazos de la fruta con quienes estábamos ahí. Mientras nosotros aún asimilábamos lo que escuchamos, Bobadilla rompió la solemnidad con una sonrisa afable y un chiste. Siempre tenía lista alguna referencia para animar la conversación, sin nunca caer en la pedantería.
Además de poeta, hizo una notable labor como editor. No era del tipo inaccesible. Creía en el trabajo que hacían en Mula Blanca y Mangos de Hacha, revista y editorial de las que fue fundador, y a donde se le invitara llevaba en su mochila ejemplares para ofrecer. Cuando nadie quería apostar por los poetas jóvenes, él les abrió las puertas.
Nunca dejó de escribir ensayos, poemas o traducciones. Todavía el lunes escribió acerca de la muerte de Francisco Toledo, sobre quien dijo: “Su trabajo trasciende toda frontera y su integridad ética también”.
En 2005, publicó en esta revista un obituario en honor a Robert Creeley, cuya poesía, dijo, lo ayudó a encontrar su “lugar en el mundo”. En aquel entonces, celebró la dedicación, el amor y coraje con que Creeley pensó y difundió la poesía. Lo mismo podríamos decir hoy de Bobadilla.
Ahora que no está, solo nos quedan los poemas y el sabor del melón.
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.