Somos las ciudades que hemos perdido, escribió Rafael Pérez Gay. Algo así podría decirse de los museos. Google aún ubica el Museo del Tatuaje en Insurgentes Sur 221, y lo promete abierto hasta las 19:00h; entre los comentarios de usuarios, dos lamentos: “ya no existe” y “fui un viernes dentro del horario que marcaban y estaba cerrado (…) al parecer, lleva así un tiempo”. Del local aún cuelga una lona que presume sus redes sociales; Studio Peluquería Urbana Durango y Mano Santa Mezcal escoltan el que fuese portal de la única galería dedicada al arte de la piel, donde resalta una cartulina color rosa fosforescente con un lapidario mensaje en plumón negro: “EL MUSEO YA NO DA SERVICIO. DEJÓ DE EXISTIR. NO TOQUES. NO PREGUNTES. GRACIAS”. Poco margen de maniobra. Debajo, en una hoja rota por la mitad, un enérgico “POR FAVOR NO AZOTES LA PUERTA”, flanqueado por dos signos de admiración que emulan el posible estrépito.
El museo se erguía en la parcela de Insurgentes que pertenece a la Roma Norte, la cual mediante la avenida Yucatán abraza a la Condesa cual Estado de México a Morelos haciendo frontera. En aquella zona, antes de llegar a Glorieta de Insurgentes y derivar en la Juárez, se concatenan cualquier cantidad de locales sin pena ni gloria. Quizá los más exitosos sean los jóvenes Tacos Orinoco y la mítica Pulquería de los Insurgentes con tres diferentes tipos de perdición cada viernes: una en cada piso. La Romacondesa es tierra de nadie en lo referente a la supervivencia de sus locales: encariñarse con algún bar o café no tiene sentido alguno; ocurre con el mismo pesimismo con que una amiga me confesó hace varios años que no quería tener un perro porque “irremediablemente va a morir antes que yo”. Se habitan los espacios de la colonia sin que nadie nos asegure que seguirán estando ahí, y luego no podremos tocar, ni preguntar.
Aquí está la historia moderna del tatuaje en México, señaló Antonio ‘Chacal’ Serrano en un reportaje de Aleph Multimedios cuando se cumplían dos meses de la reapertura de la galería, en julio del año pasado. No existe mucha información en la red sobre el Museo del Tatuaje, salvo dicho video. Serrano comenta que no recibieron apoyo económico de parte del gobierno, por lo que el proyecto conseguía subsistir a partir de un boca a boca cada vez más extinto en tiempos donde la principal forma de comunicación es el tecleo. Quizá fue él quien, empuñando el sharpie, redactó la elegía sobre el papel fosforescente.
Como avalancha vino hacia mí el desasosiego sufrido dos veces en mi vida: el primero, mirar desde el umbral, sobre Benjamín Hill, que la Finca Santa Vera Cruz que los alumnos de La Salle ignoraban olímpicamente prefiriendo hacer fila en el Starbucks de turno era ahora un local de ventanas rotas. Qué pasó; no lo sé. La segunda ocasión ocurrió cuando, desesperado por un lugar para ver algún partido de la Champions League, reparé en que mi bar de cabecera había desaparecido. El Celtic’s que componía una cuadra de ensueño sobre Tamaulipas entre Fernando Montes de Oca y Juan Escutia –gracias, niños héroes–, haciendo equipo con la Neoyorquina, el Pata Negra y el Plaza Condesa, se había convertido en un local vacío.
En pleno Barrio Rojo de Ámsterdam se erige la sala de museo más importante del mundo dedicada al tatuaje, fundada por Henk Schiffmacher –en el orbe de la tinta, conocido como Hanky Panky–: en ella podemos encontrar un detallado relato cronológico sobre la importancia de la pintura corporal en varias civilizaciones hace millones de años, así como la transformación de tal elemento en un sello de rebeldía. Allí, también, se hallan diversos frascos que contienen pedazos de carne humana decorados con tatuajes y conservados en vinagre. Fue precisamente Hanky Panky quien, en una visita a México, recibió una invitación por parte de Antonio ‘Chacal’ Serrano, quien estaba dispuesto a donarle todo elemento de su colección que creyese importante presentar en Holanda. “Él me hace un comentario: aquí tienes la historia del tatuaje moderno en México; deberías compartirla. Con ese aval, me emociono y me lanzo a hacer el proyecto”, cuenta Serrano a Aleph Multimedios. Es extraño que el Museo del Tatuaje no haya conseguido echar raíces en México. Diversas sucursales del ubicado en Ámsterdam, establecidas en ciudades tan dispares como Tucumán, Málaga o Tokio, han gozado de apoyo estatal y alcanzado cierto éxito.
México podría considerarse una especie de referente en la cultura del tatuaje: si bien no existe un padrón oficial de tatuadores, diversas organizaciones dedicadas al movimiento estiman seis mil dibujantes, mientras que según la Conapred en el país hay doce millones de personas con tatuajes. Instagram se ha convertido en una red de alcance mayúsculo para diversos artistas que presentan al público sus diseños y se labran un nombre dentro de la comunidad.
El verdadero tatuador es el que sabe que el tatuaje no es suyo, sino del cliente: uno pasa dos horas haciéndolo, pero el cliente lo traerá consigo veinticuatro horas al día, siete días a la semana, por diez, veinte, treinta años, dice Antonio Serrano en el reportaje antes mencionado. El Museo del Tatuaje llegó a contar en su momento con talleres, seminarios, información sobre los máximos exponentes del movimiento a nivel mundial, invitaciones a eventos relacionados con la escena, etcétera. Buscaba, en palabras de su director, acercar a nuevas generaciones a la historia del fenómeno: cargar con ciertos símbolos, frases o nombres en el pellejo. De alguna forma, el tatuaje puede ser un elemento a partir del cual el sujeto se redefine y resignifica a sí mismo. Quizá el tatuaje es en sí un lazo directo con la memoria: una suerte de cruzada contra la pérdida.
“No estoy seguro de que yo exista, en realidad: soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”, dijo Borges. Sally Draper, uno de los personajes femeninos más excitantes de la televisión en el siglo XXI, retomó aquello en el que quizá sea el momento cumbre de Mad Men, aunque haya envejecido de manera discreta: i’m so many people. Somos las ciudades que hemos perdido, los autores que hemos leído, la gente que hemos conocido, las personas que hemos amado, las ciudades que hemos visitado… Somos mucha gente, pero también somos los bares que nos han cerrado y los cafés que nos han negado irremediablemente. Cuando volví al Celtic’s, ahora cruzando el breve fluido vehicular de Tamaulipas, experimenté la primera mudanza de mi vida. Arribé dispuesto a arriar bandera en pos de recibir la pregunta que distingue a un sitio de paso del hogar: ¿lo de siempre? Pues lo de siempre. Lo de siempre, hasta que nos lo permitan, al menos.