Señor director:
Sorpresa causó en los lectores chilenos ver una crónica firmada por Arturo Fontaine con motivo de la crisis social y política que vive nuestro país.
El texto no solo llama la atención por la pobreza de ideas de alguien que tiene una reputación de intelectual, ni por valerse de un reduccionismo de poco vuelo para abordar un momento histórico que aún no decanta. No se puede criticar a alguien por carecer de las herramientas para ponderarlo de manera equilibrada y ayudar a su comprensión. Al final todos tenemos nuestros sesgos, pero hay varios elementos en el texto de Fontaine que merecen análisis.
Aparte del lugar común, para Fontaine no existen ni el imperativo ético ni el desafío intelectual para indagar en las causas del malestar. Santiago y las ciudades chilenas arden por combustión espontánea, por el moralismo arbitrario por la perversidad recreativa de los millenial.
Las crisis sociales, esas que se producen en los países cada medio siglo, son eventos multicausales y que se van nutriendo durante años de una dieta explosiva de desigualdad económica, ineficiencia estatal, ceguera de la élite, abandono de los barrios, degradación de los servicios públicos. Nada de eso existe para Fontaine.
Penosa expresión de pereza intelectual, flamante muestra de los prejuicios de quien escribe desde el privilegio.
Nuestro Mirabeau, en vez de utilizar la historia, la dialéctica, el psicoanálisis o cualquier método de análisis, funge de narrador omnisciente de la realidad. Dice que a los manifestantes les sería “ajeno el dolor de las personas que llegan a fin de mes con angustia, trabajan duro y progresan poco a poco por su propio mérito”. ¿Cómo establece la identidad de propósito entre manifestantes, saqueadores, oportunistas y agentes provocadores? ¿Desconoce que, una vez gatillado un proceso de esta naturaleza y gravedad, el espacio dejado por unos lo ocupan otros?
Luego se cree John le Carré. “Hay quienes ven aquí la mano de agentes de Maduro”. ¿De verdad cree Arturo Fontaine que un puñado de agentes provocadores extranjeros pueden poner de pie, en cuestión de semanas, a semejante cantidad de personas en distintas partes del país y desde sectores tan diversos de la sociedad? Esas conjeturas “bolivarianas” tienen un origen, con nombre y apellido: periodistas y comunicadores de la ultraderecha chilena. Es propaganda y resulta inmundo, inmoral y denigrante para su propia reputación que el autor se haga cargo de ella, aunque sea de refilón.
Lo que habla a través del texto de Arturo Fontaine, más allá de su fatuo deseo de ser “objetivo”, son los reflejos y la visión de mundo de la casta a la que pertenece. El lugar desde donde está situado y que por un mínimo de honestidad intelectual Fontaine debiera trasparentar.
Los lectores no chilenos de Letras Libres habrán advertido que, aparte de los funcionarios del metro, Fontaine no desliza una sola palabra sobre las responsabilidades del Estado y del gobierno.
Resulta que su hermano Juan Andrés Fontaine no solo es miembro del gabinete de Sebastián Piñera. Todavía resuenan sus palabras de mofa y su expresión sarcástica ante la molestia de los usuarios por el alza del pasaje: les sugirió que madrugaran para pagar menos. Ni María Antonieta lo hubiera hecho mejor.
Para agregar insulto a la injuria, el ministro y su otro hermano, Bernardo Fontaine, han ejercido durante años un estridente lobby en contra de la reforma del sistema tributario para que las grandes fortunas y los individuos de altas rentas hagan la contribución que corresponde al erario nacional.
Arturo Fontaine pudo haber iniciado su texto con un “disclaimer” para transparentar su vínculos familiares con el poder, el establishment y el gobierno de turno. No es un pecado vivir en Versailles, pero es un acto de deshonestidad consigo mismo y con los lectores el fingirse un espectador neutro, un simple hijo de vecino.
Firman:
Nona Fernández
Alejandro Zambra
Lina Meruane
Alia Trabucco
Alejandra Costamagna
Marcelo Leonart
Jorge Baradit
Carlos Tromben
Luis López-Aliaga
Diego Zúñiga
Luis Barrales
Mauricio Weibel