Desde que se verificara la profesionalización de la historia académica en México, allá por los años sesenta y setenta del siglo XX, comenzó a producirse una tensión entre los discursos históricos de la clase política y los del campo intelectual, que habría que reconstruir con mayor precisión. El mexicanista norteamericano Stanley R. Ross lo advirtió cuando reunió en un volumen diversas posturas sobre la “muerte” o el “fin” de la Revolución mexicana, en el que se contraponían las miradas de viejos revolucionarios como Luis Cabrera o Antonio Díaz Soto y Gama, presidentes de la república como Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría o José López Portillo e historiadores como Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog y Moisés González Navarro.
Ross observaba que mientras los historiadores tendían a dar por muerta la Revolución mexicana, los políticos se aferraban a un concepto metahistórico del cambio revolucionario, que insistía en la continuidad o la permanencia del evento fundacional de 1910. El choque público de esas perspectivas era propio de un régimen de partido hegemónico, pero con creciente autonomía de la sociedad civil y garantías para la libre expresión del campo intelectual. La historia académica reafirmaba su vitalidad y su independencia en aquellas polémicas, donde los presidentes intervenían sin imponer una visión de la historia nacional desde el Estado.
Durante las últimas décadas, la vieja historia oficial del Estado posrevolucionario sobrevivió en paralelo al crecimiento y la consolidación de la historia académica. Con la llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador y el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), cuyo proyecto político coloca en el centro de su estrategia de legitimación la relectura del pasado, el tema adquiere mayor relevancia. Algunos análisis recientes han aludido al ascenso de una corriente revisionista durante el “periodo neoliberal”, de los años ochenta para acá, que habría desestabilizado los pilares de la tradición liberal y progresista de los siglos XIX y XX. Pero lo cierto es que el repertorio ideológico de la crítica a la historia oficial –especialmente la construida en torno a los mitos del nacionalismo revolucionario hegemónico– ha sido sumamente plural y, en muchos casos, estuvo ligado a diversas modalidades del marxismo y otras teorías sociales de izquierda.
Se impone, por tanto, replantear el debate sobre las fricciones entre la historia oficial y la historia académica, en México, desde nuevas premisas. En este número de Letras Libres hemos convocado a cuatro jóvenes historiadores (Alfredo Ávila, Pablo Mijangos, Elisa Cárdenas y Rebeca Villalobos), que han estado trabajando temas bien ubicados en dicho debate como la reinterpretación del proceso de independencia y el primer experimento republicano, la guerra de Reforma y el choque del liberalismo y el conservadurismo decimonónicos, el culto a Benito Juárez entre el positivismo liberal y el nacionalismo revolucionario y el relato sobre la Revolución de los gobiernos priistas y panistas en el periodo de la alternancia.
Como observará fácilmente el lector, la mirada de estos historiadores elude los estereotipos de la liturgia oficial y pone el énfasis en la diversidad ideológica del pasado. La Independencia no respondió al designio de una nación predestinada, el liberalismo no estuvo confrontado plenamente con el catolicismo, el culto juarista fue acomodándose a cada fase del México moderno y la memoria oficial de la Revolución no se transformó radicalmente durante la transición democrática. Si algo persuade de estas intervenciones de los jóvenes historiadores profesionales es que la historia oficial carece de consistencia y hospitalidad en un tiempo en que el pluralismo parece llamado a regir la vida pública. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.