Nueva visita al museo imaginario

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Diego Vecchio

La extinción de las especies

Barcelona, Anagrama, 2017, 192 pp.

Hay libros portátiles, en nuestra época, que remiten a la enciclopedia. Es una forma, falsa o verdadera, de erudición originada en Borges y uno de sus caracteres evolutivos más incontrovertibles en una novela que, como la de Diego Vecchio (Buenos Aires, 1969), tiene a la “teoría” de la evolución como una de sus tramas. Y si entrecomillo teoría es porque los darwinistas más radicales, al asumir como ciencia irrefutable al legado de Darwin, consideran que al dejar a la evolución, por prudencia o por afán hipotético, en una posibilidad entre otras, abrieron la puerta a los siniestros creacionistas o a quienes como Stephen Jay Gould aún aspiran a conciliar a la ciencia evolutiva con las religiones del desierto.

Eso dice John Dupré, ateísta radical, en El legado de Darwin. Qué significa hoy la evolución (2003), y si lo cito no es solo por pedantería, sino porque La extinción de las especies, de Vecchio, es esa clase de libro que no se agota en sí mismo, lo cual no es necesariamente una alabanza. Constata que, plena en referencias, reales o ficticias, la novela excita en el lector un deseo de conocer que el autor no colma. Obra cerrada, manual de museística y gabinete de antigüedades, esta novela abre –para su mayor disfrute o para su olvido como mera curiosidad– el camino a otras lecturas, probablemente infinitas.

La extinción de las especies termina con la siguiente frase: “el presente es el futuro del museo” y narra cómo sir James Smithson, mineralogista y químico británico, fallecido en 1829, lega su fortuna a Estados Unidos, financiando en sus comienzos al Instituto Smithsoniano, gesto que al principio causa repugnancia nacionalista en el Capitolio. La historia de Vecchio es una reposición de la querella entre las ciencias (en particular, la biología evolutiva) y las humanidades (la etnología y la pintura clásica), cuyo último capítulo memorable fue la discusión a raíz de Las dos culturas (1959) de C. P. Snow y que Vecchio convierte en una lucha casi a muerte entre los museógrafos por el espacio vital donde unas colecciones privaran sobre otras. No es casual, finalmente, que el escenario de la novela sea Estados Unidos, acaso peyorativamente llamado alguna vez por George Steiner el “archivo de la civilización”, pues la incuria y las guerras en la vieja Europa lo dejaban en calidad de opulento custodio. Y, aunque no había que buscar en Norteamérica el origen de los museos, sí era la tierra donde la conservación de especies y objetos, naturales y humanos, se había convertido lo mismo en filantropía que en negocio. Ello nos lleva a un libro más, el de Marc Fumaroli, París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes (2009), donde el historiador y crítico francés destaca la figura de Phineas Taylor Barnum, “el inventor del binomio marketing-entertainment” (p. 135), porque a esa pareja remiten los sobresaturados museos de las primeras décadas del siglo XXI.

Por razones antidemocráticas los alemanes convirtieron la cultura en una religión laica y, por razones democráticas, Estados Unidos hizo lo mismo, volviendo la visita al museo, antigua casa de las musas y refugio del solitario diletante, una actividad multitudinaria. Vecchio, quien enseña en París “lenguas imaginarias y espectrales”, no debe ignorarlo en una novela que bien puede ser leída como una parodia de lo ocurrido con la obsesión del coleccionismo, hoy día una locura planetaria, cuyo origen es, por cierto, muy occidental. Los venerables templos hinduistas o sintoístas, por ejemplo, son sustituidos por réplicas de exactitud variable, cuando la feligresía los deteriora más allá de lo debido.

Como en algunas novelas de Giorgio Manganelli o de Julian Barnes, en la de Vecchio nos encontramos con una brevísima historia de la humanidad, en la que Zacharias Spears se adiestra en la taxidermia con los mutilados de la Guerra de Secesión, a quienes hace volver a casa “mancos, cojos, tuertos o desorejados, pero con los miembros extirpados en un frasco” (p. 29), o en la que la conquista del Oeste es una metáfora de toda conquista donde el Este se traga al Oeste. En su turno, el evolucionista Benjamin Bloom se hace preguntas sobre el desarrollo del hombre que apasionaron al siglo XIX para involucrarse en el terreno del parentesco entre los primitivos. En La extinción de las especies leemos otra versión –que hubiese complacido a Friedrich Engels y a Thomas Hunt Morgan– acerca de cómo el matriarcado fue derrotado por los varones, siendo la especie humana de origen arbóreo y todos nosotros, ardillas superdesarrolladas capaces de utilizar un reloj, lo que lleva a la prueba de la existencia de Dios aducida por William Paley en su Teología natural y rebatida por David Hume en uno de sus más célebres diálogos.

Los museos, en la novela a su manera histórica de Vecchio, se reproducen como hongos por Estados Unidos, al tiempo que las humanidades y las ciencias pelean por un lugar para sus hallazgos y hurtos en el desbordado Instituto Smithsoniano. A los amantes de la pintura les parece un escándalo “el desequilibrio que existía entre el presupuesto acordado a la historia natural y a las bellas artes” (p. 85) y obran en consecuencia, poniendo casa aparte con la Galería de Bellas Artes y Retratos Nacionales, lo cual lleva a Vecchio al terreno del comercio de arte y al pleito acerca de restaurar o no aquello en lo que incide –creador él mismo– el tiempo. Esa disputa enfrentó, también en el XIX, al arquitecto francés Eugène Viollet-le-Duc, quien a su vez nutrió la fantasía de Walt Disney, y a John Ruskin, enemigo de toda restauración y amante de las ruinas.

En el peor de los casos, la novela de Vecchio me resultó estimulante y me llevó a una relectura obvia, la de El museo imaginario (1947), libro humanista en el que André Malraux no estaba listo para abordar el llamado “efecto Marcel Duchamp” que dictará que es arte todo aquello habido en un museo. El cruce de civilizaciones que realiza Malraux, donde es impropio separar a lo colonial de lo cosmopolita, asume que el museo moderno existe en virtud del turista, creación decimonónica para quien la descomposición de un cuadro, antes de la intervención de los restauradores, es la pátina aristocrática de lo museístico. Admite Malraux que, en un museo, las divinidades antiguas pierden su halo pero asume precisamente que nuestras “casas de las musas” les otorgan una segunda oportunidad, la de encarnar esa nueva majestad, la de la cultura, esa religión laica, cuyo predominio, para Fumaroli (enemigo furioso de todo lo que fue e hizo el autor de El museo imaginario), es la perdición de las artes.

Abundan las novelas sobre los museos y, entre ellas, La extinción de las especies, escrita con elegancia, sobrevivirá a la vez con discreción y donaire. Su autor será él mismo, como lo fue el craneólogo Joseph Barnard Davis (1801-1881), a quien Martín Hadis rescató en Literatos y excéntricos. Los ancestros ingleses de Jorge Luis Borges (2006), un pariente remoto al cual habrá que convocar sin duda. Como este tío bisabuelo de Borges, Diego Vecchio estará entre los personajes necesarios para resolver cómo llegamos al acertijo de un futuro probable: el de un mundo sin museos porque todo será un museo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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