El futuro de Google es su pasado: capitalismo de vigilancia y que no pare la fiesta

Los fundadores de Google, Sergey Brin y Larry Page, han abandonado la empresa que crearon en 1998, pero su modelo de negocio de extracción y acumulación masiva de datos de usuarios no va a cambiar.
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El 3 de diciembre, los dos fundadores de Google, Sergey Brin y Larry Page, abandonaron la empresa que crearon en 1998. Desde 2015 eran presidente y CEO, respectivamente, de Alphabet, la matriz de Google. Aunque seguirán en el consejo y mantendrán un 51% de acciones especiales con capacidad de veto, su retirada tiene gran simbolismo. Se suma a la de Eric Schmidt en 2017, que fue CEO de Google desde 2001 a 2011 y luego ocupó cargos ejecutivos en Alphabet.

Brin, Page y Schmidt convirtieron un simple buscador de internet en una de las mayores empresas de publicidad del planeta y en un gigante del capitalismo de vigilancia valorado en más de 100.000 millones de dólares. Consiguieron asentar un modelo de negocio que no parecía claro al principio. Google sería una empresa de publicidad. Casi el 90% de los ingresos de Alphabet proviene de la publicidad. Solo Google y Facebook se reparten el 60% de la publicidad online global.

Page y Brin llevaban años alejados del negocio principal de Google. Bajo la estructura de Alphabet, que se creó en 2015 para diferenciar los proyectos de la empresa, los dos fundadores se centraron en los moonshots o proyectos visionarios de la empresa (Google Glass, que fue un fracaso, los coches sin conductor o globos de helio que llevan internet a regiones donde no hay). Era una especie de jubilación anticipada. Los fundadores se centrarían en su “juguetitos” y Google, mientras, se dedicaría a ganar dinero de verdad con la publicidad y la acumulación masiva de datos de comportamiento de usuarios para venderlos a terceros.

Pero los proyectos de Google más allá del capitalismo de vigilancia representan un porcentaje mínimo de sus ingresos; a veces incluso están conectados, a pesar de que no lo parezca. Los juguetitos de Page y Brin son a menudo excusas para la captura de datos. O, al menos, el beneficio se extrae exclusivamente a través de ese sistema (si Google tuviera que sobrevivir ofreciendo sus “productos”, como Chrome, Gmail, Android o Google Cloud, no sería ni remotamente la cuarta empresa más valorada del mundo). Google quiere llevar internet con globos de helio a regiones remotas porque así puede aumentar sus bases de datos. Cuando lanzó por primera vez Google Street View, sus coches monitorizaban y registraban espacios públicos pero también capturaban información privada de usuarios de manera ilegal.

A finales de noviembre de 2019, Google adquirió por 2.100 millones de dólares la empresa FitBit, que desarrolla pulseras biométricas que monitorizan la actividad corporal: calculan tu peso, tu sueño, tu ritmo cardíaco, tu número de pasos o incluso tu ciclo menstrual. La empresa tiene 27 millones de usuarios y ahora quiere probar con clientes menores de edad: FitBit Ace monitorizará los pasos, actividad y sueño de niños y otorgará premios a los que hagan más ejercicio. Hay empresas que usan FitBit para monitorizar la salud y productividad de sus trabajadores (incluso fuera del entorno de trabajo).

Google también ha firmado acuerdos con el sistema nacional de salud británico (NHS) y con el sistema de salud de Singapur para gestionar los datos médicos. ¿Por qué está interesado en esto? Porque la única lógica de la empresa es aumentar sus masivas bases de datos, cuya venta es muy lucrativa (el otro gran comprador interesado en FitBit era Facebook). Si en sus inicios se vendía como una plataforma que aspiraba a “indexar” toda la información del mundo, Google ahora se dedica en exclusiva a “indexar” toda la información de sus usuarios posible.

Como explica un informe de Amnistía Internacional publicado en noviembre (“Surveillance giants: How the business model of Google and Facebook threatens human rights”), “La información que poseen en sus cajas fuertes de datos –al igual que el conocimiento computacional que extraen de esos datos– es a menudo muy interesante para un gran número de actores, desde empresas de seguros a la policía o agencias estatales.”

Google quería convertir la publicidad en ciencia (con una combinación de Inteligencia Artificial y behaviorismo). Eric Schmidt defendía que “Nuestro negocio es muy fácil de medir. Sabemos que si te gastas X dólares en anuncios, obtendrás Y dólares de beneficios”. Pero su estrategia de captura y acumulación de datos no es muy sofisticada: es un barrido masivo por toda la web y, gracias al internet de las cosas y a la idea de las smart cities, también es un barrido por el mundo analógico.

Google recopila datos con su navegador Chrome y los sistemas operativos Android, y también en las webs que usan Google Analytics y Ad Sense (que está en todo internet). Facebook hace algo similar y recopila datos de usuarios que visitan webs con el “Like” de Facebook o el botón de “Compartir”, pero también gracias a una pieza de código oculta llamada Facebook Pixel. Según la propia empresa, “el botón de Like está en 8,4 millones de webs, el de compartir en 913.000 y hay 2,2 Facebook Pixels instalados en webs.” Esto significa que, en muchas ocasiones, Google y Facebook ni siquiera dan la oportunidad a los usuarios de sus servicios de aceptar o no la monitorización de su comportamiento. No hace falta que tengas una cuenta de Google o de Facebook para formar parte de su barrido digital.

Está en la lógica inicial de las grandes plataformas aspirar al monopolio. Google necesita cada vez más datos para “escalar”. Cuanto más crece no solo mejora sus algoritmos (que aprenden más) sino que se crea un “efecto de red”: cuanta más gente usa mi servicio, antes se convierte en algo esencial. La idea es convertir una estructura en una infraestructura. Y la tendencia es la concentración. “El impulso por expandir las cajas fuertes de datos”, explica el informe de Amnistía Internacional,

incentiva a las empresas a fusionarse y a agregar sus datos en las diversas plataformas, aumentando así el poder y dominio de la plataforma. En 2012, Google introdujo un cambio radical en su política de privacidad que permitía a la empresa combinar los datos entre sus servicios, lo que provocó la condena de expertos en privacidad y reguladores. Igualmente, cuando Facebook compró WhatsApp en 2014, prometió que mantendría los servicios separados; sin embargo, en 2016 introdujo un polémico cambio en su política de privacidad que permitiría compartir datos entre ambos, incluido para publicidad.

Por eso ahora cuando abres WhatsApp aparece bajo el logo el mensaje “From Facebook”. Ocurre lo mismo con Instagram, que también incluirá un mensaje similar. Lo que buscan Google y Facebook es centralizar más sus operaciones para así aumentar sus graneros digitales. El objetivo final de Zuckerberg es convertir Facebook en WeChat, la masiva red social china que combina desde chats hasta pagos online o un servicio al estilo Instagram.

Nuestros datos no son algo realmente abstracto. No son exclusivamente nuestros clics o nuestro historial de navegación. Google construye nuestras identidades sin nuestro permiso. El uso de algoritmos en trabajos policiales o judiciales o en el mundo de los seguros sirve para “perfilar” y empaquetar individuos. Como afirman los autores del informe,

la privacidad protege frente a “los esfuerzos de actores comerciales y estatales de representar a individuos y comunidades como algo fijo, transparente y predecible”. Pero la propia naturaleza del targeting, usar datos para inferir características detalladas de la gente implica que Google y Facebook están definiendo nuestra identidad de cara al mundo exterior, a menudo en innumerables contextos con implicaciones de derechos humanos.

¿Estamos ante “el fin del libre albedrío”, como ha señalado Yuval Noah Harari? Aún no. Todavía Google no sabe más que nosotros de nosotros mismos. Pero lo intenta. Afina sus algoritmos y su lógica colonialista de extracción de datos para convertirse, más que en un Gran Hermano, en un granero digital gigante muy lucrativo. A pesar de que las métricas en las que se basa el negocio de la publicidad online no son fiables (como señala esta serie de reportajes en The Correspondent) y de que, según un estudio de Adobe, un 28% del tráfico de internet es “no humano”, la inversión global en publicidad es enorme: más de 273.000 millones de dólares en 2018. La mayoría de esa inversión se realizó en Google (116.000 millones) y Facebook (54.500 millones). En la nueva burbuja puntocom de publicidad online, Google y Facebook acumulan y acumulan con la esperanza de que la fiesta no termine pronto.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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