Fotografía: Geoff A Howard

El nacionalismo según Berlin

Isaiah Berlin supo explicar los orígenes del nacionalismo y sus peligros. También fue capaz de detectar una influencia duradera que muchos pensadores pasaron por alto.
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Los grandes pensadores se distinguen de los demás en que ni el paso del tiempo ni el carácter menor o breve de alguno de sus escritos les privan de valor, vigencia y coherencia. Desde este punto de vista, aunque no solo, no cabe duda alguna de que Isaiah Berlin era un gran pensador. Buena prueba de la vigencia de su pensamiento es la antología Sobre el nacionalismo. Textos escogidos (Página Indómita): pese a estar redactado con más de treinta años de diferencia, el contenido guarda una coherencia notable. Es una recopilación de escritos debida a Henry Hardy, el mayor experto en Berlin, editor de su obra y responsable de la Isaiah Berlin Virtual Library, proyecto realizado con el apoyo del Wolfson College de la Universidad de Oxford, su alma mater y que Berlin presidió. Traducida por Roberto Ramos Fontecoba y Alejandro Limeres de manera más que competente, este libro contiene por primera vez reunidos en un solo volumen tres ensayos y una entrevista.

El primero de los ensayos es “Apuntes sobre el nacionalismo”, de 1964, publicado en la revista del Eton College y después incluido en el libro de Berlin El poder de las ideas. “La rama doblada. Sobre el auge del nacionalismo” es el segundo, publicado ocho años después, en 1972, en Foreing Affairs e incluido después en el libro Capítulos de historia de las ideas. De 1978 procede el último, “El nacionalismo. Su infravaloración en el pasado y su poder presente”, publicado originalmente en castellano y posteriormente en Partisan Review un año después. La entrevista que cierra el libro y que data de 1991 –seis años antes de la muerte de Berlin– la hizo el periodista estadounidense Nathan Gardel y apareció en The New York Review of Books, bajo el título de “Dos conceptos del nacionalismo”.

Los tres ensayos abordan, desde perspectivas distintas, el surgimiento y efectos del nacionalismo durante el siglo XIX y su vigencia en el XX; la entrevista representa un cierto cambio de la postura de Berlin frente al nacionalismo, ferozmente crítica, aunque en modo alguno un desmentido de sus posiciones anteriores.

Berlin comienza “Apuntes sobre el nacionalismo” señalando que el nacionalismo ha sido la más poderosa de las influencias en la vida pública en Occidente. Para el autor se trata de una fe secular generada por la necesidad de llenar el vacío dejado por el declive de la religión o un subproducto de la lucha de clases. Sostiene Berlin que si la humanidad se aniquila a sí misma, lo hará mediante el estallido de la violencia nacionalista y no de la violencia social. Considera que ningún movimiento que no se haya aliado con el nacionalismo ha tenido éxito en los tiempos modernos.

Berlin analiza la evolución del nacionalismo decimonónico, su antagonismo histórico con el liberalismo y la idea de la universalidad de la razón. También su origen alemán, hasta extenderse primero por Austria, Italia, los Balcanes o el judaísmo, para después diseminarse fuera de las fronteras de la Europa occidental. Analiza también la relación del nacionalismo con el sentimiento nacional, que para él no es intrínsecamente maligno o peligroso. Solo se convierte en tal cosa cuando es exacerbado e inflamado y adquiere una condición patológica.

Ocho años después, Berlin comenzaba “La rama doblada: sobre el auge del nacionalismo” con un repaso histórico del contraste entre el nacionalismo y el liberalismo, la Ilustración y el universalismo. En estos ensayos describía una vez más el origen del nacionalismo como una producción alemana, prusiana más bien, desde su origen en el último tercio del siglo XVIII con el surgimiento de los conceptos Volksgeist y Nationalgeist, que emergen en los escritos de Johann Gottfried Herder y son el resultado de la condescendencia paternalista y el menosprecio que los alemanes recibían de Occidente y muy especialmente de Francia. Para Berlin “aquellos que no pueden presumir de grandes logros políticos, militares o económicos o de una magnífica tradición en el campo del arte y del pensamiento buscan consuelo y fortaleza en la noción de una vida espiritual libre y creativa, no corrompida por los vicios del poder y el refinamiento”. Esta melodía mesiánica ha sido entonada en nuestra época por alemanes, polacos o rusos y muchos Estados y naciones que sienten que no han desempeñado su papel, pero que pronto lo harán, en el gran drama de la historia.

Desbaratado el origen hegeliano del nacionalismo alemán, Berlin analiza, más condescendiente con el gran pensador alemán que Popper, el desinterés de racionalistas liberales y primeros socialistas ante el fenómeno nacionalista, que consideraban un signo de inmadurez y una reliquia irracional de un pasado bárbaro. Sin embargo el posleninismo estalinista sabría reconocer que, ante la imposibilidad de una revolución internacional como la profetizada por Marx, toda revolución y todo levantamiento posterior tendrían siempre un componente nacionalista, y desde la década de los veinte “ni el socialismo ni ningún otro movimiento político del mundo de postguerra puede triunfar si no va acompañado no solo del antiimperialismo sino también de un pronunciado nacionalismo”.

A continuación Berlin se muestra preocupado ante el auge contemporáneo del nacionalismo, que trascendiendo su origen eurocéntrico es “el factor más determinante en los Estados de reciente creación, y en algunos casos entre las poblaciones minoritarias de las naciones más antiguas”. Se pregunta quién habría predicho en el siglo XIX el surgimiento de un agudo nacionalismo en Canadá, Pakistán, Gales, Bretaña, Escocia o el País Vasco. El nacionalismo rara vez asoma en su forma pura, lo hace ligado a agravios sociales económicos o religiosos, desmintiendo con ello la creencia decimonónica, muy presente en el marxismo pero también en el liberalismo, de la relativa irrelevancia de la raza, la nacionalidad o la cultura en relación con otros factores como la clase social o la competencia económica.

Los dos últimos capítulos del ensayo están dedicados a entender las razones por las que después del siglo XIX  se ha producido esta reacción mundial contra las doctrinas centrales del racionalismo liberal, buscando el retorno a una moral más antigua. Parte de la respuesta tiene que ver con la reacción ante la tecnología, aplicada a la organización y las vidas y las actividades productivas del ser humano y que ha provocado el surgimiento de movimientos nacionalistas asociados al populismo, sobre todo en los países en los que no se ha disfrutado, como en Europa, del Annerkennung o reconocimiento que tan brillantemente analizó Hegel. Este fenómeno ha llevado a la paradoja de que a veces, aunque no siempre –insiste Berlin–, el nacionalismo haya militado a favor de la clase dominante.

El tercer ensayo, “El nacionalismo: su infravaloración en el pasado y su poder presente”, comienza con la declaración explícita y paladina de que la “historia de las ideas es un campo rico pero por su propia naturaleza abordado con natural recelo por los expertos en disciplinas más exactas”, para abundar una vez más en los orígenes del nacionalismo y la relación, durante el siglo XIX, entre la biología científica y su previsible, pero no confirmada, influencia en el análisis de la vida social y el surgimiento de los nuevos profetas que tendían a reivindicar la validez científica de sus declaraciones acerca del pasado y el futuro, empezando por Saint-Simon y Comte y culminando con Marx, de quien Berlin reconoce que, cualesquiera que hayan sido sus errores, desplegó unos poderes de prognosis únicos al identificar algunos de los factores determinantes de su tiempo, nada obvios para sus contemporáneos, tales como la interdependencia entre cambio tecnológico y cultura, la concentración de los medios de producción, la industrialización o las consecuencias políticas y sociales de todo ello. Estos fueron, en opinión del autor, los profetas mayores pero no los únicos, habiendo de considerarse otros como Bakunin o Lassalle. Pero en todo este abanico de fantasía y futurología detecta Berlin una laguna peculiar: el nacionalismo.

Berlin aconseja no confundir el nacionalismo con la conciencia nacional, sentimiento natural de pertenencia de los seres humanos. La identificación de Estado y nación que se consolida en el siglo XIX parecía anticipar un decaimiento del nacionalismo, que para Berlin no es otra cosa que “la inflamación patológica de una conciencia nacional herida”. Los autores del Tratado de Versalles, creadores de la Sociedad de las Naciones, y los marxistas coinciden en considerar, en grados diversos, el nacionalismo como un mal efímero que habría de ser curado con el primer gobierno global, para los primeros, o como mera manifestación de la clase dominante, para los segundos. Se equivocaban. Señala Berlin que “hasta donde yo sé nadie llegó siquiera a sugerir que el nacionalismo podría dominar el final del siglo XX y hacerlo hasta tal punto que muy pocos movimientos revolucionarios tendrían alguna oportunidad de éxito si no iban de la mano de dicho nacionalismo o al menos no se oponían a el”.

El nacionalismo es más que el sentimiento nacional y es algo más definido y peligroso: la convicción de que los hombres pertenecen a un grupo humano particular cuya forma de vida difiere de la de los demás, de manera que el individuo está conformado por las características del grupo y no puede ser comprendido al margen, definido por su territorio, lengua, costumbres, arte o religión. En segundo término, los objetivos y valores del grupo son supremos y prevalecen sobre otros valores que entren en conflicto, sean intelectuales, religiosos, morales, personales o universales, y estos constituyen la nación, ya adopte esta o no la forma de un Estado. Los valores implícitos en la nación deben ser respetados no porque conduzcan a la virtud, la justicia o la felicidad sino por ser los valores de mi nación.

Estos elementos configuran el carácter iliberal del nacionalismo: si mi grupo –nación– tiene libertad para hacer realidad su propia naturaleza, la voluntad nacional, el Volk, debe deshacerse de los obstáculos que pueda encontrar en su camino. Y eso lleva a sostener la superioridad de la nación sobre el individuo y la de unas naciones sobre otras.

Pero, además, el nacionalismo requiere otro elemento: que la nación tenga una imagen de sí misma como nación, al menos en estado embrionario en virtud de algunos factores unificadores, como el lenguaje, la etnia o la historia, que hayan construido una conciencia nacional en los más instruidos, aunque puedan estar ausentes del grueso de la población. Una imagen nacional que hace que quienes la albergan puedan experimentar resentimiento si se la ignora o se la ofende. El nacionalismo es una respuesta a una herida infligida a una sociedad, pero esto no es causa suficiente: requiere una nueva visión alrededor de la cual las clases o grupos desplazados por el cambio político y social puedan unirse.

Ninguna de las ideologías liberales, marxistas o globalizadoras anticipó el crecimiento del sentimiento nacional en el siglo XX: la destrucción del orden social tradicional y el vacío que genera no fue llenado ni por los partidos ni por los mitos revolucionarios o el universalismo, sino por los antiguos y tradicionales vínculos y por los líderes que encarnaron la concepción que los hombres tenían de sí mismos. La idea, a veces investida de un valor mesiánico, según la cual la nación es la autoridad suprema alivió el dolor de la herida en la conciencia del grupo.

El interés de la entrevista que cierra el volumen, más liviana que los ensayos precedentes, radica por una parte en el momento en que se realiza, posterior a la caída del muro de Berlín, y sobre todo en que en ella el pensador muestra, junto a un oscuro pesimismo vital, una posición algo más suave hacia el originario nacionalismo alemán que la contenida en los ensayos que completan el libro. Y esto se refleja ya en el título de la entrevista, “Dos conceptos del nacionalismo”. Comienza con una afirmación nítida: el nacionalismo no está resurgiendo en nuestra era, nunca murió. Después desarrolla una visión más indulgente del nacionalismo no agresivo, y de Herder en particular. Considera que buscaba sobre todo la autodeterminación cultural, algo que supone matizar sus posiciones anteriores, mucho más críticas.

Reiterando la idea de que el nacionalismo es la reacción al Volkgeist herido, aplica este principio a la caída del imperio soviético y al resurgimiento de los nacionalismos en su antigua zona de influencia. Haciendo balance del comunismo soviético y tras recordar el asesinato de cuarenta millones de personas, atribuye a Stalin el único mérito de mantener el nacionalismo bajo control, aunque no lo liquidó: señala Berlin que “tan pronto como la lápida fue quitada de la tumba del nacionalismo, este se alzó de nuevo con ánimo vengativo”.

Se refiere también a los nacionalismos sin Estado al señalar que “la autodeterminación cultural sin marco político es precisamente el problema ahora, y no solo en el este. España tiene a los vascos y catalanes; Gran Bretaña, a los norirlandeses; Canadá, a los quebequeses; Bélgica, a los flamencos; Israel, a los árabes, y así sucesivamente. ¿Quién en el pasado habría soñado con la existencia de un nacionalismo bretón o un partido nacional escocés?”.

Se aborda también la relación, tan actual, entre tecnología y uniformidad cultural, anticipando un mundo de mayor cohesión política y económica pero culturalmente muy variado, aunque reconoce (y no se equivocaba) que la tendencia histórica va en la dirección contraria. Acaba el diálogo con una reflexión sobre la uniformidad cultural promovida por la tecnología, que no considera una cultura universal sino la muerte de la cultura misma. Una afirmación de tal índole justifica la frase con la que cierra la entrevista y acaba el libro: “celebro ser tan viejo”.

Hoy asistimos a la consolidación y exacerbación de los fenómenos que anticipaba Berlin: la uniformidad cultural y el resurgimiento del nacionalismo agresivo, tanto en los países ya consolidados como en las naciones que no cuentan con reconocimiento estatal. La tecnología, al igual que el racionalismo liberal o marxista del siglo XIX, no ha sepultado el nacionalismo, que hoy, como anticipaba Berlin, ha resurgido con mayor fuerza y agresividad. Es uno de los fenómenos que explican, o al menos permiten entender, la actual era de la digitalización, cuyos efectos en el orden económico y social explican en parte el resurgimiento del nacionalpopulismo en todo el mundo, es decir, no solo en las naciones cuyo espíritu nacional se ha sentido atacado o menospreciado, sino también en las naciones más consolidadas, empezando por los dos imperios hoy en pugna, Estados Unidos y China. También explicarían fenómenos como el brexit, ante el cual Isaiah Berlin probablemente hubiera reiterado la frase con la que acaba su entrevista.

Una última reflexión: a quienes al mirar a Cataluña consideran que existe un nacionalismo progresista y bueno les recomendaría la atenta lectura de este libro, en el que Berlin destaca la intrínseca naturaleza agresiva e irracional del nacionalismo. Convendría, en este sentido, destacar de nuevo algunas palabras: “El nacionalismo es sin duda la más poderosa y quizás más destructiva fuerza de nuestro tiempo […]. Quizás la humanidad viva lo suficiente para ver el día que el nacionalismo parezca absurdo y remoto, pero para ello debemos entenderlo y no subestimarlo; y es que aquello que no es comprendido no puede ser controlado: domina a los hombres en lugar de ser dominado por ellos.” ~

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es abogado del Estado (en excedencia) y experto en regulación y economía digital. Ha sido secretario de Estado de telecomunicaciones y director general de asuntos públicos de Telefónica. Preside la Comisión de
Digitalización de la Cámara de Comercio de España.


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