Al principio nos preguntábamos cómo pudo empezar todo esto. Ahora llevamos semanas especulando sobre cómo terminará y las secuelas que dejará. No está muy claro. Aplanar la curva de expansión del SARS-Cov-2 (una situación a la que se acercan Italia y España) es solo una estrategia para ganar tiempo, pero no acabará con el virus. En las últimas semanas, países asiáticos como Corea del Sur o Singapur, elogiados por su disciplina y capacidad de control de la pandemia, están endureciendo sus medidas de distanciamiento social y confinamiento. China empieza a retirar sus medidas de confinamiento lentamente pero la vida no ha vuelto a la normalidad: las fronteras siguen cerradas, hay limitaciones de aforo, controles de temperatura en lugares públicos, el gobierno ha colocado guardias de seguridad a la entrada de las viviendas y oficinas y ha repartido carnés para residentes y trabajadores.
No hay un itinerario claro de salida. Los epidemiólogos temen el exceso de confianza cuando se aplane la curva, y posibles repuntes del virus si se retiran demasiado pronto las medidas. Los economistas temen que una congelación demasiado larga de la economía (es básicamente un coma inducido, como ha señalado el economista Paul Krugman) nos coloque en crecimientos negativos hasta 2022 e impida incluso que muchos negocios vuelvan a abrir. La crisis será más profunda que la Gran Depresión en los años treinta. España, se calcula, perderá en 2020 casi un 10% de su PIB (en 2011, el año más duro de la crisis de deuda europea, Grecia, el país que más sufrió la crisis, se contrajo un 9,1%).
La crisis de la COVID-19 es diferente a la Gran Recesión de 2007 no solo por una cuestión de magnitud. Los gobiernos están reaccionando más rápido, tomando medidas más heterodoxas y ampliando mucho más la capacidad del Estado que durante la anterior crisis, que se intentó resolver con “austeridad expansiva” (que consistía en devaluación interna, reducción del gasto y una cuestionable confianza en que con eso el crecimiento volvería a su cauce).
Ante el aumento de los poderes del Estado, la izquierda ha empezado a anticipar el fin del neoliberalismo y el inicio de una nueva era socialdemócrata, pero cae en el error común de considerar la socialdemocracia exclusivamente como sinónimo de Estado grande y gasto público elevado (el biógrafo de Keynes Robert Skidelsky se ha quejado de que se hable de la vuelta del keynesianismo solo porque vuelve el Estado o el gasto público: “muchos de los nuevos conversos simplemente asocian a Keynes con los déficits presupuestarios cuando, de hecho, la aritmética keynesiana también puede implicar superávits”).
A menudo lo que pronosticamos es simplemente lo que deseamos que ocurra: los marxistas llevan más de cien años hablando del fin del capitalismo y del concepto “capitalismo tardío” (hoy más irónico y cultural que económico) solo porque sueñan con su fin. Pasa algo similar con la idea de que existirá un aprendizaje social tras la crisis. Generalmente, creemos que aprenderemos algo pero ese algo suele coincidir con lo que ya pensábamos antes: el aprendizaje, desde esta perspectiva, es solo un proceso de reafirmación de los prejuicios o una manera de sermonear. Quien suele pronosticar un aprendizaje colectivo lo que realmente desea es que los demás aprendan algo que él considera que ya sabe.
Un nuevo rol del Estado
Esto no significa que el mundo no esté cambiando. Algunos de esos cambios serán permanentes. Muchos de ellos ya se estaban produciendo antes de la crisis y ahora se radicalizarán (la “desglobalización”, el rechazo a la austeridad, el nacionalismo del bienestar). Algunas de las medidas más heterodoxas que están tomando los gobiernos para aguantar la crisis provocada por la pandemia ya se reivindicaban desde hace unos años para resolver algunos problemas estructurales del capitalismo occidental.
El primer presupuesto de Boris Johnson tras arrasar en las elecciones el año pasado, planeado antes de la crisis pero influido luego por ella, ya inaugura una época de “chovinismo de bienestar” y el fin de la austeridad de los años de Cameron. El primer ministro británico ha prometido que en esta crisis el gobierno no cometerá el error de olvidarse de la gente común al rescatar la economía, como sí ocurrió en 2008 con el rescate del sector bancario. El Banco de Inglaterra va a emitir dinero para financiar directamente al gobierno (no solo a través de compra masiva de deuda), algo que rompe completamente con un consenso económico de décadas.
En EEUU, al margen de la inyección masiva de liquidez en los mercados y programas de estímulo, el gobierno ha subvencionado directamente a la población con una renta básica universal de 1.200 dólares. Es un parche insuficiente para resolver la crisis sanitaria y social del país, con millones de ciudadanos sin seguro médico y con una seguridad social muy débil y demasiado contributiva y unida al empleo, pero no deja de ser una medida heterodoxa. El gobierno canadiense hará algo similar y pagará 2.000 dólares durante cuatro meses a los empleados que hayan perdido su trabajo por culpa de la pandemia.
En España, el exministro de economía Luis de Guindos o el exresponsable de economía de Ciudadanos Toni Roldán coinciden con economistas más progresistas a la hora de pedir también una renta básica universal de carácter temporal (de momento es posible que se quede en un ingreso mínimo temporal de 500 euros para rentas de menores de 200 euros).
La idea de una renta básica universal llevaba años debatiéndose. En la derecha, hay quienes la apoyan como sustituto de un Estado de bienestar más amplio. En la izquierda, hay quienes quieren desligar la protección social del empleo y acabar con la fetichización marxista del trabajo; si te quedas sin trabajo no te empobreces. De pronto la crisis de la COVID-19 proporciona un experimento natural para el uso de la renta básica en el futuro.
Otras medidas que están tomando los gobiernos son ya conocidas, pero se descartaron hace décadas. Muchos países buscan evitar que las empresas quiebren e incluso hablan de nacionalizaciones, como en Francia, donde existe una larga tradición de estatismo y dirigismo. En un reciente decreto, el gobierno de Pedro Sánchez ha blindado a las empresas españolas ante inversores extranjeros que quieran aprovechar la crisis para adquirirlas; cualquier inversor extranjero tendrá que pedir permiso antes al gobierno (antes bastaba con informar tras la adquisición). Es una tentación que han tenido siempre los gobiernos. Esta vez, el cambio en la legislación será permanente y sobrevivirá a la crisis.
El proceso de desglobalización que vivíamos en los últimos años, con un creciente proteccionismo y guerras arancelarias, es posible que se acelere. Los países priorizarán la autosuficiencia y la producción nacional (especialmente de equipamiento médico o materias primas básicas) sobre el comercio abierto, atacando así el núcleo de la globalización y la idea de la ventaja comparativa (que implica que los países deben especializarse en producir aquellos productos en lo que comparativamente son más eficientes).
Estado de excepción
Muchas de estas medidas son temporales. En principio, el nuevo rol del Estado es excepcional. Pero, como recuerda un reportaje del Economist, “la historia nos indica que después de las crisis los Estados no suelen ceder el terreno que han conquistado”. Muchos de los grandes cambios que ha sufrido el Estado (casi siempre esto ha significado un aumento de su tamaño) a lo largo de la historia han surgido como consecuencia de una crisis.
Como dice el historiador económico Larry Neal, la Revolución industrial “se produjo precisamente durante y como consecuencia de las guerras napoleónicas” de finales del XVIII y principios del XIX. Países como EEUU o Canadá introdujeron los impuestos sobre la renta, o los ampliaron considerablemente, durante la Primera y Segunda Guerra Mundial, y permanecieron tras la contienda.
Es posible que en próximas crisis al Estado se le pida más, una vez que ha quedado demostrado que puede hacer más de lo que parecía. Si se rescató a empresas e individuos directamente, ¿por qué no puede hacerse de nuevo? La idea de que hay medidas que no pueden pagarse perderá legitimidad; en muchas ocasiones sí se pueden pagar, el problema es que serán muy caras.
Estos cambios económicos, obviamente, tiene consecuencias políticas importantes. La intervención económica es también intervención política. Un Estado más “activista” es también un Estado más discrecional. Quienes llevan años pidiendo un rol más activo del Estado (la economista Mariana Mazzucato, por ejemplo, habla de un “Estado emprendedor” que tome la iniciativa inversora en vez de ir a la zaga) a menudo asumen que el Estado intervendrá a su favor o estará gobernado por tecnócratas bienintencionados; de nuevo es la asociación naíf entre socialdemocracia y Estado grande y virtuoso. Un Estado grande e intervencionista no es siempre un Estado solidario o eficiente. Y un Estado grande también puede ser neoliberal, como han recordado economistas como Adam Tooze o Katharina Pistor.
El futuro del capitalismo
Todos los cambios que está provocando la COVID-19 no ocurren en un vacío. Esta crisis ocurre en mitad de un debate, que lleva produciéndose un par de años, sobre el futuro del sistema y formas más inclusivas de capitalismo. La pandemia ha provocado un choque entre dos concepciones de capitalismo: por un lado, un capitalismo “tardío” financiarizado, desigual, altamente endeudado y globalizado; por otro, una idea de capitalismo dirigista, autárquico, con economía de guerra y una función del Estado como benefactor y gran empresa de seguros.
La “economía del Fyre Festival” (como llama el blog financiero Alphaville a la tendencia del capitalismo contemporáneo hacia la extracción de valor, la especulación y el fake, en referencia al fiasco del festival Fyre) de pronto se convierte en la política económica de la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras: el capitalismo occidental posmoderno se está enfrentando a una crisis moderna.
Pero también se está viendo un choque entre una concepción moderna de la política, casi hobbesiana o schmittiana (“soberano es quien decide sobre el estado de excepción”) y una versión posmoderna. Si la política era últimamente una combinación de guerra cultural, gestión de la marca personal del líder y tecnocracia tras las bambalinas, hoy se desvela su cara más cruda, la del soberano tomando decisiones sobre la vida y la muerte de sus gobernados.
Cuanto más se alargue la excepcionalidad, más difícil será la vuelta atrás. Al mismo tiempo, si el estado de excepción perdura, las medidas excepcionales que están tomando los Estados para salvar al mundo de la pandemia dejarán de parecer excepcionales. El intervencionismo, la economía de guerra, el capitalismo de Estado volverán cuando tengamos que enfrentarnos a las crisis climáticas que nos acechan. Entonces, como hoy, las recetas clásicas no servirán, las divisiones ideológicas tradicionales no explicarán nada y las fronteras entre lo que consideramos ortodoxo y heterodoxo se difuminarán.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).