Ilustración: Hugo Alejandro González

Tres notas sobre Miguel Ángel Asturias

A menudo, Asturias elogió el carácter combativo de la narrativa hispanoamericana. Sin embargo, su obra perdura no por su denuncia social sino por su lenguaje y sus riesgos formales.
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1. Un hechicero maya en Londres

acía una punta de años que no venía a Londres, pero apenas bajó del automóvil –corpulento, granítico, perfectamente derecho a pesar de sus casi setenta años– re- conoció el lugar, y se detuvo a echar una larga mirada nostálgica a esa callecita encajonada entre el British Museum y Russell Square, donde le habían reservado el hotel. “Pero si en esta calle viví yo, cuando vine a Europa por primera vez”, dijo, asombrado. Han pasado 44 años y ha corrido mucha agua bajo los puentes del Támesis desde entonces. Era el año 1923 y Miguel Ángel Asturias no soñaba todavía en ser escritor. Acababa de recibirse de abogado y unos artículos antimilitaristas le habían creado una situación difícil en Guatemala. José Antonio Encinas, que se hallaba exiliado en ese país, animó a la familia a que dejara partir a Asturias con él a Londres, a fin de que estudiara economía. Y así ocurrió. Viajaron juntos, se instalaron en esta callecita que ahora Asturias examina, melancólicamente. Pero las brumas londinenses intimidaron al joven guatemalteco que no se consolaba de no haber hallado un solo compatriota en la ciudad. “Hasta el cónsul guatemalteco –dice– era inglés.” Semanas después, hizo un viaje “de pocos días”, a París, para asistir a las fiestas del 14 de julio. Pero allá cambió bruscamente sus planes, renunció a Londres y a la economía, se inscribió en un curso de antropología en la Sorbona, descubrió la cultura maya en las clases del profesor Georges Raynaud, pasó años traduciendo el Popol Vuh, escribió poemas, luego unas leyendas que entusiasmaron a Valéry, luego una novela (El señor Presidente) que haría de él, para siempre, un escritor. ¿Habría sido idéntico su destino si hubiera permanecido en Londres? Debe habérselo preguntado muchas veces, durante esta semana que acaba de pasar en Inglaterra, dando conferencias, invitado por el King’s College. Curiosamente, una de estas charlas tuvo como escenario la London School of Economics. La cita que había concertado tantos años atrás José Antonio Encinas, entre esa institución y su amigo guatemalteco, después de todo ha tenido lugar.

Su conferencia en la Universidad de Londres se titula “La protesta social en la literatura latinoamericana”. El aula está repleta de estudiantes y profesores, y hay también algunos agregados culturales sudamericanos (naturalmente, no el de Perú). En el estrado, por sobre el pupitre, solo asoma el rostro tallado a hachazos de hechicero o tótem maya de Asturias, que lee en voz muy alta y enérgica y hace a ratos ademanes (o pases mágicos) agresivos. Repite cosas que ha dicho ya en otras ocasiones sobre la literatura latino- americana, la que, según él, es y ha sido “una literatura de combate y protesta”. “El novelista hispanoamericano escribe porque tiene que pelear con alguien, nuestra novela nace de una realidad que nos duele.” Desde sus orígenes, afirma, la literatura latinoamericana fue un vínculo de denuncia de las injusticias, un testimonio de la explotación del indio y del esclavo, un empeñoso afán de luchar con la palabra por mejorar la condición del hombre americano. Cita, como ejemplos clásicos, los Comentarios reales del Inca Garcilaso y la Rusticatio mexicana del jesuita Landívar. Pasa revista someramente a la literatura romántica, en la que la voluntad de denuncia quedó atenuada por un excesivo pintoresquismo folclórico, y aborda luego el movimiento indigenista cuyo nacimiento fija en la publicación de Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner. Los narradores indigenistas, según Asturias, al describir sin concesiones la vida miserable de los campesinos de América, llevan a su más alto grado de rigor y de calidad, incluso de autenticidad, esa vocación militante a favor de la justicia con que ha surgido la profesión literaria en nuestras tierras. Con fervorosa convicción, se refiere a la obra del boliviano Alcides Arguedas, que en Raza de bronce describió a los tres protagonistas de la tragedia del Altiplano: “el latifundista insaciable, el mestizo resentido, cruel y segundón, y el indio cuya condición es inferior a la del caballo o la del asno, porque ni siquiera es negociable”. Elogia la obra de Augusto Céspedes, que denunció las iniquidades que se cometían contra los mineros en las posesiones de Patiño, en Metal del diablo, y Yanakuna, de Jesús Lara, “por haber mostrado, en todo su horror bochornoso, la suerte de los pongos bolivianos”. Se refiere luego a las obras de Jorge Icaza y de Ciro Alegría, que completan la exposición de los abusos, atropellos y crímenes que se cometen contra el indio en esa región de los Andes. Pero, añade, no solo en los países con una población indígena muy densa ha surgido una literatura inspirada en temas sociales y políticos. La novela latinoamericana ha sabido también denunciar eficazmente los excesos “del capitalismo financiero contemporáneo en las fábricas, los campos petroleros, los suburbios y las plantaciones”. Pone como ejemplo El río oscuro de Alfredo Varela, que expuso el drama de los campesinos de los yerbatales del norte de Argentina, y Hasta aquí, no más de Pablo Rojas Paz, que pinta el vía crucis de los trabajado- res cañeros en Tucumán. La vida larval de las ciudades parásitas, de esos suburbios de viviendas contrahechas donde se hacinan los emigrantes del interior, ha estimulado también, dice, el espíritu combativo y jus- ticiero del escritor latinoamericano: destaca el “estudio psicológico de la solidaridad humana entre la gente de las barriadas” hecho por Bernardo Verbitsky en su novela Villa miseria también es América, y el caso curioso de la brasileña Carolina Maria de Jesus, que en su libro La favela traza un lacerante fresco de la vida cotidiana de ella y sus compañeros de miseria en un barrio de Río de Janeiro. Se extiende sobre las características nacionales que ha asumido la protesta literaria latinoamericana y explica cómo puede hablarse de “una novela bananera centroamericana”, una “novela petrolera venezolana” y una “novela minera chilena”. Pone como ejemplo, en este último caso, el libro Hijo del salitre de Volodia Teitelboim. En el pasado, agrega, “los novelistas latinoamericanos venían en su mayor parte de las clases explotadas, y se los podía acusar de resentimiento o parcialidad”. Pero ahora hay también escritores que proceden de las clases altas, que no soportan la injusticia, y radiografían en sus libros el egoísmo y la rapiña de su propio mundo. Este es el caso, dice, del chileno José Donoso, que en Coronación ha descrito la decadencia y el colapso de una familia aristocrática de Santiago. Finalmente, indica que en la actualidad los escritores latinoamericanos, sin renunciar a la actitud de desafío y denuncia social, muestran un interés mucho mayor por los problemas de estructura y de lenguaje y desarrollan sus temas dentro de una complejidad mayor, elaborando argumentos que atienden tanto a los actos como a los mecanismos psicológicos o a la sensibilidad de los personajes y apelando a veces más a la imaginación o al sueño que a la estricta experiencia social.

Mientras lo aplauden afectuosamente, yo trato de adivinar en las caras de los estudiantes de la Universidad de Londres el efecto que puede haber hecho en ellos esta exposición apasionada, esta presentación tan unilateralmente sociopolítica de la literatura latinoamericana. ¿Hasta qué punto puede conmoverlos o sorprenderlos saber que al otro lado del Atlántico predomina, como lo ha dicho Asturias, entre los escritores, esa concepción dickensiana de la vocación literaria? ¿Admiten, rechazan o simplemente se desinteresan de esa actitud militante, tan extraña hoy a los escritores jóvenes de su país que andan empeñados en la experimentación gramatical, en la revolución “psicodélica” o en el análisis de la alienación provocada por los prodigios de la técnica? Pero no adivino nada: después de ocho meses en Londres, los rostros ingleses siguen siendo para mí perfectamente inescrutables.

Al anochecer –Asturias ha tenido suerte, le ha tocado un día sin lluvia, ni bruma, hace incluso calor mientras merodeamos por los alrededores de Russell Square en busca de un restaurante–, cuando su editor lo deja libre (ha venido al hotel a anunciarle que en septiembre aparecerán simultáneamente las traducciones de El señor Presidente y de Week-end en Guatemala), me atrevo a preguntarle si no resultaba, a su juicio, un tanto parcial referirse a la literatura latinoamericana solo por lo que contiene de crítica social y de testimonio político, si la elección de este único ángulo para juzgarla no podía resultar un tanto arbitraria. (Estoy pensando en que este punto de mira tiene, sin duda, una ventaja: sirve para rescatar del olvido muchos libros bien intencionados, interesantes como documentos, pero literariamente pobres; y una grave desventaja: excluye de la literatura latinoamericana a autores como Borges, Onetti, Cortázar, Arreola y otros, lo que resulta inquietante.) Asturias piensa que no es parcial, solo incompleto. Está trabajando actualmente, me dice, en una segunda parte de este ensayo, en la que se referirá con más detalle a los novelistas que se han dado a conocer en los últimos años; su conferencia es, en realidad, bastante antigua. Estoy a punto de decirle que si se aplicara a su propia obra el exclusivo tamiz sociopolítico, varios de sus libros, acaso los más audaces y bellos por su fantasía y su prosa (como Hombres de maíz, por ejemplo), quedarían en una situación difícil, marginal. Pero él está entretenido ahora, estudiando el menú, y decido no importunarlo más. Por otra parte, esas afirmaciones suyas sobre la literatura, aunque tan discutibles, son fogosas, vitales, y pueden ser saludables ante auditorios acostumbrados a escuchar nociones tan gaseosas y desvaídas como las que constituyen la moda literaria actual. Un poco de “agresividad telúrica” puede hacerles bien a los jóvenes oníricos de la generación “pop”.

Londres, mayo de 1967.

2. La paradoja de Asturias

Hombres de maíz es la más enigmática y controvertida novela de Miguel Ángel Asturias. En tanto que algunos críticos la consideran su mejor acierto, otros la desautorizan por su desintegración anecdótica y su hermetismo estilístico. El profesor Gerald Martin, que la tradujo al inglés, ha preparado la edición crítica del libro para las Obras completas de Asturias que han comenzado a publicarse, bajo los auspicios de la unesco. Acabo de leer, en manuscrito, el estudio de Martin y me ronda todavía la sensación de perplejidad y respeto que me ha causado su impresionante trabajo: casi millar y medio de notas y un prólogo dos veces más extenso que la novela.

Y, sin embargo, Hombres de maíz no queda enterrada bajo esa montaña de erudición sino sale de ella enriquecida. Gerald Martin transforma el archipiélago que parecía ser el libro en un territorio de regiones sólidamente trabadas entre sí. Su tesis es que la novela constituye una vasta alegoría de lo que ocurrió a la humanidad cuando la cultura tribal se deshizo para dar paso a una sociedad de clases. Este proceso aparece metamorfoseado en el contexto guatemalteco pero sus características valen para cualquier sociedad que haya experimentado ese tránsito histórico y en ello reside, según Martin, la importancia del libro que ha estudiado con tanta ciencia y pasión.

Resulta iluminador conocer las fuentes mayas y aztecas directas o tangencialmente aprovechadas por la novela. Bajo el cuerpo del libro hay un esqueleto compacto de materiales prehispánicos que van desde el título y el bello epígrafe (“Aquí la mujer, yo el dormido”) hasta ese inquietante hormiguero en que se ha convertido la humanidad al clausurarse la novela. Martin muestra que las idas y venidas abruptas de la narración en Hombres de maíz, el curiosísimo ritmo que tiene, no son gratuitas, sino producto de una antiquísima manera de ser. La de aquellos hombres que mantienen vínculos religiosos con el mundo natural y viven ellos mismos en estado de naturaleza. El aparente desorden de Hombres de maíz es el orden de la mentalidad primitiva descrita por Lévi-Strauss.

De otro lado, Martin ha cotejado todos los elementos de hechicería, magia, superstición, rito y ceremonia que son tan abundantes en el libro, con las constantes descubiertas por Mircea Eliade en las creencias y prácticas religiosas de los pueblos no occidentales y con las investigaciones de Jung sobre las formas míticas en que suele manifestarse el inconsciente colectivo y ha encontrado fascinantes coincidencias. El proceso de fabulación del que nació Hombres de maíz fue mucho menos libre y espontáneo de lo que pudo sospechar el propio Asturias. Este tenía conciencia de las fuentes que usaba pero creyó, sin duda, que lo hacía sin más cortapisas que las de su libre albedrío. Martin demuestra que no ocurrió así. Al reordenar esos materiales y mezclarlos con los que inventaba –usando para ello técnicas no racionales, como la escritura automática que el surrealismo puso en boga cuando él vivía en Francia– fue, inconsciente, intuitivamente, modelándolos según sistemas de pensamiento, de creación religiosa y mitológica, comunes a las sociedades primitivas, como tendría ocasión de comprobarse científicamente después de aparecer la novela.

Otro mérito del profesor Martin es proporcionar evidencias suficientes para corregir un error muy extendido sobre Asturias: que fue un escritor costumbrista. Serlo supone un esfuerzo encaminado a recrear los usos locales –sociales y lingüísticos– contemporáneos, a convertir en literatura esa vida pintoresca de la región en lo que tiene de actual. Es verdad que Asturias emplea un vocabulario maniáticamente “local”, pero este lenguaje no es descriptivista, no está elegido para retratar un habla viva sino por razones poéticas y plásticas. En otras palabras: su razón de ser no es expresar la realidad real sino apartar- se de ella, fabricar esa otra realidad que es la literaria y cuya verdad depende de su mentira, o sea de su diferencia, no de su parecido, con aquel modelo. Asturias ni siquiera hablaba alguno de los idiomas indígenas de Guatemala y en Hombres de maíz los usos y costumbres indígenas que de veras importan vienen del pasado, no del presente, y, lo que es aún más significativo, de los libros, no de una experiencia vivida. La materia prima indígena aprovechada por Asturias procede de la erudición histórica, mucho más que de un conocimiento inmediato del acervo folclórico guatemalteco de su tiempo. Y es sin duda gracias a ello que, aunque las apariencias parezcan decir lo contrario, los hombres de maíz de la novela tienen que ver tanto con los campesinos de la Mesoamérica de hoy como con los del Altiplano boliviano o los de África.

La experiencia histórica reflejada en la novela no es la indefensión y miseria del indígena de nuestros días sino el trauma original de su cultura, bruscamente interrumpida por la llegada de unos conquistadores, de civilización más evolucionada y poderosa, que la sojuzgaron y pervirtieron. Verse, de pronto, ante dioses distintos que venían a sustituir por la fuerza a los propios, ante una concepción del mundo y el trasmundo que no coincidía para nada con aquella en que habían vivido inmersos, y tener que cambiar de régimen de trabajo, de familia, de alimentación, de pen- samiento, para poder sobrevivir, es un drama que han protagonizado todos los pueblos del mundo colonizados por Occidente. Y en todos ellos la aculturación ha generado la misma complicada dialéctica de apropiación, sustitución y modificación entre colonizador y colonizado. El más extendido de los fenómenos, en este proceso, es la sinuosa y sutil inserción de las viejas creencias y costumbres en las que trae el ocupante y la distorsión interior que estas padecen por efecto de ese paulatino contrabando.

El ambicioso propósito del profesor Martin –en gran parte alcanzado– es mostrar que ese género de experiencias, compartidas por pueblos de las cuatro quintas partes del globo, es el barro con que fue amasada la novela de Asturias y que solo teniendo en cuenta este hecho se puede comprender integralmente la riqueza del libro. Y, también, orientarse por la oscuridad de algunas de sus páginas. La prolija demostración de Martin, contra lo que el propio Asturias creía –pues dijo muchas veces que su obra solo adquirió conciencia social después de Hombres de maíz–, establece con firmeza la imagen de una invención literaria arraigada sobre la historia de la opresión y destrucción de las culturas primitivas, de la que extrae toda su savia, sus mitos, su poesía y extravío. La paradoja es instructiva: Asturias fue un gran escritor comprometido cuando no sabía que lo era. Cuando quiso serlo y escribió la trilogía tremendista Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados lo fue de manera mucho menos profunda y con sacrificio de lo más original y creativo que había en él.

Lima, septiembre de 1978.

3. El señor Presidente

Esta novela nació de un cuento, “Los mendigos políticos”, que escribió Miguel Ángel Asturias en Guatemala antes de partir a Europa, en diciembre de 1922. Como la primera edición de la novela es de 1946 –edición imperfecta que él corrigió y rehízo en la siguiente, de la Editorial Losada, Buenos Aires, 1948– la verdad es que trabajó en este libro más que en ninguno de los otros que escribió, aunque con largos intervalos en que no tocó casi el manuscrito. En la novela figuran las fechas “París, noviembre de 1923, 8 de diciembre de 1932”. Según todos los críticos que se han ocupado de ella, y el testimonio del propio autor, está inspirada en la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, amo y señor de Guatemala por veintidós años, entre 1898 y 1920.

Ya se ha recordado, en la primera de estas notas, que Asturias fue a Londres a estudiar economía, pe- ro que allí cambió bruscamente de planes, se marchó a París, se inscribió en la Sorbona en el curso del profesor Georges Raynaud, que le hizo descubrir la cultura maya, y pasó años traduciendo el Popol Vuh. En París escribió poemas, Leyendas de Guatemala (1930), y luego El señor Presidente. La novela fue escrita, pues, casi íntegramente, en Francia.

Hay un cierto malentendido con este libro, al que no es ajeno el propio Asturias, pues contribuyó a crearlo con las cosas que afirmó sobre él. Hemos visto, en la primera de estas notas, que él era un entusiasta de la novela social y de denuncia, aquella que mostraba los horrores que cometieron en América Latina los dictadores y, en muchas ocasiones, él mismo presentó su novela como ejemplo de aquel género.

Sin duda que este aspecto es importante en El señor Presidente. Se trata de uno de los temas prototípicos de la llamada novela realista o costumbrista latinoamericana, derivado de la experiencia dramática de la historia de la mayor parte de los países del nuevo continente, que, casi todos, padecieron dictadores. Pero, aunque haya una presencia constante y obsesiva de semejante tema, eso no es lo más importante en El señor Presidente. Si lo fuera, la novela no habría descollado jamás entre aquel conjunto de novelas un tanto primitivas y no estaría tan viva todavía.

Desde luego, al igual que otras muchas, esta novela incide en ese hecho muy concreto de la realidad histórica y social hispanoamericana: los estragos que causan sus dictaduras, las tragedias humanas, las catástrofes económicas y la corrupción que significan para el país. Pero lo hace de manera muy especial, sin incurrir en las negligencias y descuidos formales tan frecuentes en la literatura de denuncia de América Latina, con recursos literarios sutiles, originales y de aliento, y, sobre todo, dentro de un contexto mucho más amplio que la denuncia o el mero testimonio político. En El señor Presidente este fenómeno aparece enmarcado más bien como una lucha entre el bien y el mal, en una sociedad subdesarrollada donde el mal parece haber ganado toda la partida. No hay en el libro un solo personaje que se salve, ni siquiera la joven Camila, que cede al chantaje, se casa con el favorito del dictador, el guapo Miguel Cara de Ángel, y nada menos que asiste a una recepción en el palacio del Presidente que ha encarcelado a su padre, el exiliado general Eusebio Canales, probable asesino del coronel Parrales Sonriente y que morirá envenenado al final de la historia. Todos los personajes que aparecen en el libro –militares, jueces, políticos, ricos y pobres, poderosos y miserables– son la encarnación misma del mal, ladrones, cínicos, aprovechados, mentirosos, inescrupulosos, borrachos, serviles y violentos; es decir, unos seres repugnantes y asquerosos. Y, probablemente, el peor de todos no sea solo el amo de vidas y muertes, el propio Presidente, un borrachín, traidor y manipulador de infinitas y retorcidas intrigas, sino el Auditor de Guerra y un militar, el Mayor Farfán, que perpetran en la novela, por órdenes del jefe del Estado, las violencias más crueles e inauditas: el primero cuando interroga, humilla y castiga a Niña Fedina por el crimen cometido por su esposo, Genaro Rodas, contra el Pelele; y el segundo deteniendo a Miguel Cara de Ángel en el puerto, cuando este cree que se va a Nueva York por encargo del Presidente, arrestándolo, golpeándolo sin misericordia y enterrándolo en un calabozo subterráneo donde solo tiene dos horas de luz al día, come inmundicias y se pudre en vida, muriéndose a poco, mientras su mujer, Camila, lo busca a través de la diplomacia y la política por todo el mundo –incluso en Singapur– creyéndolo a salvo, solo para descubrir, cuando ya es tarde, que Cara de Ángel es también una víctima de aquel monstruo que maneja con su dedo meñique las vidas, muertes y haciendas de todo lo que su mueve en sus dominios.

Lo que es bello y transforma este libro demoníaco de atroces episodios en obra artística y le ha dado la vigencia que tiene es su estructura formal y, principalmente, su lenguaje. En esto, El señor Presidente le hizo dar un salto cualitativo a la novela en lengua española. Maravillosamente trabajada, la lengua en que está escrita debe más que a las clases del profesor Raynaud al surrealismo y otros movimientos de vanguardia, en boga en Francia cuando Asturias escribía la novela. Y, sin duda, también a la nostalgia de su tierra lejana, allá, en el otro extremo del mundo y los años que llevaba lejos de ella, en el viejo continente, reunido con sus amigos sudamericanos en el Café de la Rotonde, en Montparnasse. Un lenguaje donde hay algo de es- critura automática, mezclas de realidad y sueño –de pesadillas, más bien–, una musicalidad poética fuera de lo común, un conjunto de formas que convierten a la historia en un gran espectáculo novelesco y poético donde la realidad se vuelve teatro de bulevar y fantasía apocalíptica en cada episodio.

El comienzo de la historia, “En el Portal del Señor”, es memorable, con esa torva de mendigos –mancos, tuertos, ciegos, inválidos– que han retrocedido a la bestialidad más primitiva y se maltratan unos a otros desde el fondo de su miseria y salvajismo. De entre ellos saldrá el Pelele, el pobre diablo asesinado poco después por un balazo gratuito. Al final del libro –la dictadura sigue intacta, por supuesto– el Portal del Señor es destruido, pero no el horrendo sistema de que es símbolo.

Este lenguaje no es unívoco, no es el español que hablan todos los personajes de la historia. Quienes pertenecen al mundo más elevado, pese a su incultura, dominan un castellano más o menos correcto, como es el caso de Cara de Ángel y de Camila, así como de un puñado más de ministros y militares y del propio Presidente. Pero, a medida que la historia desciende a los sectores más populares, la riqueza y la novedad de la expresión aumentan, se diversifican, introduciendo palabras, canciones, audacias gramaticales, insólitas metáforas, ritmos, expresiones generalmente relacionadas con los insectos y las plantas y los árboles locales, que dan cuenta de una naturaleza bravía, provinciana, no dominada todavía por el hombre, en un país que se adivina aislado y aletargado en el tiempo, sin automóviles ni aviones todavía, desde el que ir a Nueva York es una larga trayectoria con trenes y barcos. Guatemala no es mencionada ni una sola vez, pero no es necesario; todo indica que se trata de ese desafortunado y bellísimo país: su capital está lejos del mar, la rodean los ríos, las selvas y los volcanes, y su desdichado pueblo, que solo habrá conocido dictaduras horrendas hasta mucho después de que termina la novela –es decir, hasta el año 1950–, tiene, a la hora de hablar y pensar, una facundia extraordinaria, inventa palabras, fantasea e improvisa cuando habla, crea sin cesar en todo lo que dice y exclama, y tiende a convertir la realidad en ensueño –infernal, a menudo– donde el tiempo corre en redondo, alrededor de sí mismo, como en las pesadillas, y la vida en una tragedia teatral que se repite sin tregua, de la que los seres humanos son meros actores y, a veces, mitos. Solo un capítulo de la novela –cuadro o mural más bien–, el xxxvii, “El baile de Tohil”, parece inspirado en los lejanos ancestros del pasado arqueológico maya-quiché, una reminiscencia histórica o antropológica que entronca con la riquísima antigüedad de Guatemala. Todos los otros corresponden a un presente actualizado, en el que un pueblo humilde, aislado y primitivo, sometido a los horrores indescriptibles de un régimen brutal y carcelario, vive en la miseria. Pero hay algo que lo defiende e impide perecer: la fuerza vital extraordinaria con que se enfrenta a las vejaciones y la humillación, esa existencia trágica, impregnada de tierra, bosque y animales, enormemente creativa en lo que se refiere a la supervivencia y el lenguaje. Un pueblo que, desde el fondo de la ignominia política y social que padece, es capaz, sin embargo, de crear, dotarse de una personalidad, inventarse un lenguaje, una música, unos ritmos que lo modelan, le dan personalidad y le garantizan la supervivencia.

Asturias consiguió en esta novela algo muy original. La belleza lingüística del libro está dentro de una verdad histórica, la manera de hablar el español del pueblo guatemalteco es creativa, personal, pero el novelista no es un mero transcriptor de esta realidad lingüística, es también un creador, es decir, alguien que selecciona entre la riquísima fuente que es la manera de hablar de su pueblo y de su gente, depura y añade algo de su propia fantasía, de sus obsesiones y de su buen oído, dándole una impronta personal. De modo que El señor Presidente es también una obra de creación, un verdadero tour de force de gran originalidad y creatividad, acaso más cerca de la poesía que de la narrativa o de una alianza entre ambas que es poco frecuente.

Muchos de los episodios de la historia comienzan de una manera que podríamos llamar realista, pero, poco a poco, arrastrados por esa dinámica de que está dotado su lenguaje en construcción, de naturaleza poética, es decir, visionaria y metafórica, abandona el terreno realista y objetivo y pasa a ser leyenda, sue- ño, teatro, mito, fantasía. Esto es lo que dio singularidad a la novela y, sobre todo, una novedad y un valor literario que no ha perdido en todo el tiempo que lleva publicada. Casi noventa años después de escrita, El señor Presidente sigue siendo una de las más originales creaciones de la literatura latinoamericana.

La nostalgia de su viejo país debió de jugar un papel importante en la creación de esta novela. Al mismo tiempo, la distancia que había entre Asturias y Guatemala –él vivía en París– le daba una libertad de la que no gozaban, en América Latina, muchos escritores que, a la vez que vivían, padecían esta brutalidad y por ello mismo se hallaban impedidos de trabajar con absoluta libertad, sin miedo a la persecución y a la censura. Probablemente, también, Miguel Ángel Asturias no fuera cabalmente consciente del gran libro que escribió. Y que no volvería a escribir, porque las novelas, cuentos y poemas posteriores suyos están mucho más cerca de esa literatura estrecha y algo demagógica, de las novelas “comprometidas” que se habían escrito sobre los dictadores y que él mismo promocionaba, sin advertir que el gran mérito de El señor Presidente fue haber roto con esa tradición y haber elevado la narrativa de nuestro continente muy por encima de la literatura que hasta entonces la representaba. ~

Madrid, 27 de marzo de 2020.

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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.


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