Los retos económicos
Luis García

Los retos económicos

Los vaivenes de las últimas décadas en la economía española hacen necesarias reformas en la educación, el mercado de trabajo y las políticas sociales que ayuden a construir un Estado del bienestar más eficiente.
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En los últimos veinte años la economía española ha seguido una senda que recuerda el trazado de una montaña rusa. Empezamos el siglo XXI disfrutando de los beneficios de la creación de la Unión Monetaria Europea, que impulsaron un crecimiento económico elevado, basado más en la creación de empleo que en el avance de la productividad. Las relajadas condiciones monetarias y crediticias de entonces favorecieron una fuerte expansión del sector inmobiliario que acabó en 2007. La explosión de la burbuja inmobiliaria y sus efectos colaterales dieron paso a una crisis de deuda que causó la llamada Gran Recesión, tanto por su intensidad como por su duración. Cuando finalmente esa crisis se resolvió a mediados de la década anterior, fundamentalmente por la financiación que las autoridades monetarias proporcionaron, se inició una recuperación económica basada nuevamente en la creación de empleo, mayoritariamente en el sector servicios y, de nuevo, sin aumentos apreciables de la productividad. Y cuando la recuperación parecía aún tener continuidad tras un lustro de crecimiento elevado, llegó la pandemia de la covid-19, que provocó un parón sin precedentes de la actividad económica del que estamos ahora saliendo con altibajos.

Estos vaivenes, causados por perturbaciones en buena medida externas, han sucedido en un contexto socioeconómico cambiante marcado por un rápido envejecimiento de la población, por nuevos cambios tecnológicos derivados de la digitalización, la robotización, por la mayor conciencia de la necesaria y urgente transición energética y, finalmente, por una mayor preocupación por las desigualdades económicas y sociales.

Todo ello conforma un complicado escenario. La economía española lleva décadas a la búsqueda de su lugar en un mundo cambiante como un barco de vela azotado por vientos que llegan de diferentes direcciones, a veces favorables, otras desfavorables, y sin tener muy claro hacia dónde se dirige. Y el barco está cada vez más lastrado (por una deuda muy elevada y creciente) y necesitado de reparaciones urgentes (reformas estructurales que resuelvan los perennes problemas del sistema educativo y del mercado laboral y promuevan un mayor crecimiento de la productividad).

Cambio de rumbo

Se suele utilizar la expresión “cambio de modelo productivo” para referirse en general al principal reto al que se enfrenta la economía española. Siguiendo con la alegoría del barco de vela, sería algo así como un “cambio de rumbo”. El problema es que la economía no es como un barco de vela que puede cambiar de rumbo con un simple movimiento del timón. Las reformas requieren tiempo y perseverancia cuando se trata de establecer las condiciones que permitan a todos los individuos progresar económicamente con independencia de sus características personales y extracción social.

Por ejemplo, para que ese cambio de modelo productivo se produzca son necesarias, al menos, dos condiciones. Una es la existencia de un sistema educativo que capacite profesionalmente a las nuevas generaciones de trabajadores en un mercado laboral en el que dónde se trabaja y en qué se trabaja (esto es, las composiciones sectorial y ocupacional del empleo) están cambiando rápidamente por la introducción de los avances de la robótica y de la inteligencia artificial en la producción de bienes y servicios, que también serán diferentes a los que se producían en el pasado. Otra es la mejora del mercado laboral para que esas capacitaciones profesionales se empleen de la forma más eficiente y, así, generen un mayor crecimiento del empleo, de la productividad, de los salarios y, en definitiva, del bienestar económico.

Si el cumplimiento de estas dos condiciones es deseable siempre y en todo lugar, en las circunstancias actuales es especialmente prioritario. La transición demográfica en la que estamos inmersos implica que la población en edad de trabajar disminuirá considerablemente en las próximas décadas y tendrá que sostener, con las transferencias intergeneracionales que financian las pensiones, a una población mayor que aumentará muy significativamente (en ambos casos, incluso aunque se produjeran retrasos notables en la edad de jubilación). Esto significa que no podemos seguir permitiendo el despilfarro de recursos humanos que se inicia en el sistema educativo y luego se transmite con un mercado de trabajo disfuncional que permite elevadas tasas de desempleo y una segmentación laboral entre trabajadores indefinidos y temporales económicamente ineficiente y socialmente injusta. Seguir discriminando en contra de los jóvenes en el mercado laboral y, al mismo tiempo, confiarles el sostenimiento de las generaciones anteriores no parecen aspiraciones ni compatibles ni justas. En esta situación también la misma esencia del Estado del bienestar, la naturaleza de sus prestaciones y su forma de financiación necesitan una rápida transformación.

Así, a grandes rasgos son tres los principales frentes de actuación: la educación, el mercado de trabajo y las políticas sociales. Por lo que respecta al sistema educativo, aparte de los deficientes indicadores de su calidad que resultan de las comparaciones internacionales de exámenes estandarizados a estudiantes y población adulta, son dos los principales problemas a resolver. Uno es la escasez relativa de jóvenes que llegan al mercado de trabajo con capacitaciones de grado medio procedentes de la formación profesional reglada. Otro es la relativa abundancia de graduados universitarios con formación en humanidades, ciencias sociales y jurídicas. Ambas lagunas son especialmente dañinas en el nuevo contexto tecnológico en el que la versatilidad, la capacidad de análisis, el manejo de los datos, el acceso y la selección adecuada de información, y el potencial para transformar información en conocimiento son valores en alza. Es sintomático que en la transición del sistema educativo al mercado laboral español sea donde mayor paro juvenil se genera en comparación con el resto de países avanzados. También lo es que los rendimientos laborales de los jóvenes, en términos de salarios, promociones y estabilidad en el empleo, hayan sufrido un deterioro permanente en las últimas décadas. Sin un cambio radical en la formación de nuestros jóvenes que priorice las cualificaciones stem (acrónimo inglés de ciencia, tecnología, ingeniería y gestión empresarial), sus trayectorias laborales seguirán siendo decepcionantes.

A este respecto, las principales reformas en curso se han iniciado con la aprobación de los proyectos de la Ley Orgánica de Ordenación e Integración de la Formación Profesional y la Ley del Sistema Universitario. Con la primera se pretende alcanzar “un régimen de formación y acompañamiento profesionales que sea capaz de responder con flexibilidad a los intereses, las expectativas y las aspiraciones de cualificación profesional de las personas a lo largo de su vida… y un poderoso instrumento para el fortalecimiento y sostenibilidad de la economía que satisfaga las competencias demandadas por el mundo laboral, tanto para el aumento de la productividad como para la generación de empleo y su mantenimiento por los sectores productivos”; con la segunda, “un marco general que favorezca la modernización permanente del sistema universitario español, que siente las bases para que las universidades puedan contribuir decisivamente en el desarrollo económico y a la cohesión social y territorial del país, a través de la formación del estudiantado y de la producción y transferencia del conocimiento científico, tecnológico, humanístico y artístico”. Aunque la experiencia reciente de reformas educativas en nuestro país mueve a la melancolía, es ahora fundamental para el desarrollo económico que ambas leyes cumplan satisfactoriamente con sus objetivos declarados.

Mercado laboral

Sin embargo, no toda la culpa del excesivo paro juvenil y de los pobres rendimientos laborales está en el sistema educativo. Nuestro mercado de trabajo es particularmente hostil a los jóvenes, fundamentalmente por una regulación laboral que genera una segmentación entre trabajadores indefinidos y temporales que hace que la inestabilidad y la precariedad laborales sean especialmente elevadas entre los jóvenes. Nuestra economía adolece de una fuerte dualidad, tanto entre las empresas como entre los trabajadores. Tenemos grandes empresas, internacionalmente competitivas, algunas incluso líderes en sus respectivos sectores. Al mismo tiempo, existe un amplísimo segmento de pequeñas y medianas empresas con dificultades para desarrollarse y crecer en productividad y en tamaño. En el lado de los trabajadores, tenemos los indefinidos del sector público y privado que gozan de una mayor protección en lo que se refiere a estabilidad laboral y determinación de salarios y condiciones de empleo que los trabajadores con contrato temporal, que suponen más del 25% del empleo asalariado y más del 90% de las nuevas contrataciones. Nuestra regulación laboral contribuye a aumentar aún más la llamada desaparición de la clase media laboral (esto es, a agudizar la polarización laboral que concentra los empleos en las partes baja y alta de la distribución por cualificaciones) y las desigualdades económicas que se derivan del impacto de las nuevas tecnologías sobre la creación y la destrucción de empleo. También supone un lastre para la creación de nuevas empresas y para su posterior desarrollo.

También aquí hay una reforma en marcha, ahora en discusión entre el Gobierno y los llamados agentes sociales y bajo estrecha vigilancia de la Comisión Europea que la exige como condición para proseguir con la provisión de los fondos contemplados bajo el programa Next Generation eu. Al igual que con las reformas educativas, tampoco la experiencia española de las últimas décadas de reformas laborales deja mucho lugar al optimismo y, sin embargo, en las condiciones actuales resolver las disfuncionalidades de nuestro mercado laboral es más urgente y necesario que nunca.

Finalmente, está la reconsideración de las políticas sociales en el nuevo contexto demográfico y socioeconómico. Aquí son dos los principales problemas a los que hay que hacer frente. Por una parte, las desigualdades económicas han aumentado y probablemente seguirán aumentando por el impacto de las nuevas tecnologías sobre el empleo y por la transición energética, que requiere un aumento del coste de la energía producida con emisiones de co2. La protección de los trabajadores mediante prestaciones contributivas cuyas cuantías se determinan mediante el historial laboral de sus beneficiarios pierde eficacia cuando las trayectorias laborales se vuelven más intermitentes y volátiles. Además, dichas prestaciones acentúan las desigualdades puesto que obtienen mayores prestaciones quienes han tenido trayectorias laborales más estables. Lo mismo ocurre con las pensiones contributivas, que trasladan las desigualdades de las vidas laborales al periodo de jubilación. Existen, pues, motivos fundados para preocuparse por si la cobertura de estas prestaciones puede ser suficiente para proporcionar una red de seguridad económica a toda la población. Esta preocupación explica, por ejemplo, que propuestas como la instauración de una Renta Básica Universal reciban una atención creciente.

El segundo problema es la financiación de estas prestaciones, en particular, y del Estado del bienestar, en general. Hasta ahora, esa financiación provenía mayoritariamente de transferencias intergeneracionales, es decir, cotizaciones sociales e impuestos pagados por las generaciones laboralmente activas para sostener económicamente a las jubiladas. Cuando el crecimiento demográfico y económico son elevados resulta relativamente sencillo implementar dichas transferencias. Por el contrario, cuando la ratio entre población jubilada y población en edad de trabajar se duplica, como ocurrirá en las próximas tres décadas, y el crecimiento de la productividad se reduce, como ha ocurrido en las dos últimas, no es posible mantener el mismo volumen de transferencias intergeneracionales, lo que exige un replanteamiento de las pensiones de jubilación.

En definitiva, al igual que ocurre con las políticas de empleo, las políticas sociales han de ser repensadas. Y también aquí hay varias reformas en marcha, con la reciente instauración del Ingreso Mínimo Vital, que no parece haber sido especialmente exitosa por ahora, y una propuesta de reforma de pensiones que debería ser aprobada por el parlamento antes de finales de este año. No obstante, tanto en un caso como en el otro, estas iniciativas solo son los inicios de un largo y duro recorrido hacia la constitución de un Estado del bienestar con mayores coberturas y garantías, financieramente sostenible y equitativo y justo, tanto en lo que se refiere al tratamiento de los individuos de cada generación como a los de generaciones distintas. ~

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