La crisis sanitaria causada por la pandemia de COVID-19 ha hecho tambalear los cimientos de nuestras sociedades. El coronavirus ha causado estragos en todo el mundo, con una cifra de contagios que ya supera los 27 millones de contagios y cerca de un millón de muertes. Su incidencia ha sido especialmente virulenta en España, donde a principios de septiembre la pandemia ya acumula más de 543.000 contagios y casi 30.000 fallecidos entre casos confirmados.
Los últimos datos oficiales indicaban que el PIB de España se había desplomado un 18,5% en el segundo trimestre de 2020. Una caída histórica que asombra, tanto, que asusta. Como era de esperar, estas cifras generaron un enorme revuelo, con multitud de analistas y opinadores que ofrecieron comparaciones de lo más variopintas en función de sus sesgos e intereses. Desde quienes se empeñaban en no mirar más allá de principios de año, para resaltar la brutalidad de la caída, o quienes estiraban su comparación hasta antes del 2008, para ilustrar cómo esta crisis sanitaria era incluso mayor que la última crisis financiera, hasta quienes la extendía hasta las postrimerías del siglo XIX, quizá con ánimo de dar a entender que, en comparación con la guerra de Cuba de 1898, la Gran Gripe de 1918 o la Guerra Civil, el impacto de esta pandemia debía si acaso relativizarse.
Sin embargo, lo cierto es que las comparaciones en esta ocasión están fuera de lugar. Primero, porque realmente no hay ningún escenario anterior que sea comparable. Meses atrás no existía una pandemia declarada que afectase a nuestro país y al resto del mundo. Los análisis respecto a la variación de diferentes magnitudes económicas antes y después de esta crisis sanitaria carecen por tanto de sentido.
Segundo, porque por primera vez en la historia este decrecimiento es el resultado directo de una paralización de la economía que se ha inducido de manera deliberada y que, con más o menos acierto, se ha intentado que sea controlada. La disminución del PIB ha sido absolutamente descomunal, pero no podía ser de otra manera cuando, para maximizar el aislamiento de la población, se ha llevado la actividad económica al mínimo imprescindible para evitar el colapso. Si la producción ha caído como lo ha hecho es, precisamente, porque las medidas de confinamiento han sido efectivas. Por tanto, no cabe sorprenderse por esta caída del PIB: que sucediese y que fuese tan pronunciada era en ambos casos lo esperable.
Las únicas analogías que pueden tener un mínimo sentido en el contexto actual, con todas las cautelas debidas, son las que pueden efectuarse con otros países comparables de nuestro entorno. Ahí es donde podemos atisbar la verdadera envergadura del impacto de la pandemia en nuestro país. Y el resultado no es favorable. La recesión de España ha sido la segunda mayor de la OCDE, sólo por detrás del Reino Unido. A estas alturas, pese a la mejoría experimentada tras el levantamiento de las restricciones impuestas por el estado de alarma, la economía española tan sólo habría recuperado el 45% de la actividad perdida.
Esta caída tan profunda de la producción ha tenido su correlato directo en el empleo. De hecho, España ha sido el país europeo que más empleo ha destruido en esta crisis sanitaria durante la primera mitad de este año: alrededor de 5 millones de trabajadores se han visto afectados, 1 de cada 4 de los que forman la población activa.
No ha sido tampoco una sorpresa. La OCDE ya alertaba de que alrededor del 56% de trabajadores españoles ocupaba empleos en sectores expuestos al riesgo ocasionado por la pandemia. Entre las causas de esta mayor exposición de España, se ha señalado el elevado peso del sector servicios en nuestra estructura económica, la mayor prevalencia de pymes que en otros países en nuestro tejido empresarial o la mayor temporalidad de nuestro mercado laboral.
En relación con esta última razón, lo cierto es que del millón de empleos destruidos, la gran mayoría lo son de trabajadores temporales cuyos contratos no se han renovado. Si la tasa de desempleo no se disparó hasta niveles cercanos al 30% como sucedió en la anterior crisis económica, ha sido en buena medida gracias al papel central que han ocupado los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs). 3,4 millones de trabajadores se han visto afectados por estos procedimientos en estos meses de crisis sanitaria. Pese a la recuperación económica de los últimos meses, hasta la fecha tan solo se ha recuperado en torno al 30% del empleo destruido y más de 800.000 trabajadores todavía siguen en ERTEs iniciados durante el estado de alarma, concentrados cada vez más en empresas relacionadas con el turismo.
La gran duda ahora es cuántos de esos puestos de trabajo que siguen en ERTE y cuántos de los que se han perdido serán recuperables en el corto o en el medio plazo. Los agentes sociales ya han reclamado una nueva prórroga de los ERTEs al menos hasta final de año que, no obstante, expone el dilema que aflora cada vez más en el plano económico. ¿Hasta cuándo deberían mantenerse las medidas extraordinarias de protección del empleo puestas en marcha en el inicio de esta crisis sanitaria?
De un lado, está el evidente coste de estas medidas, que solo en el pago de los ERTEs hasta la fecha ya habrían consumido los 21.300 millones de euros asignados a España con cargo al nuevo Fondo Europeo de Protección del Empleo (SURE). Este sostenimiento sine die tiene también el riesgo de demorar la recuperación, al mantener con vida a empresas “zombi” que caerán tan pronto se retiren las medidas de soporte vital.
De otro, el coste de oportunidad de una liquidación de las empresas ahora protegidas que sean inviables, con los perjuicios que se derivarían de una eventual cascada de quiebras, impagos y despidos sobre la economía, así como de la pérdida de una capacidad productiva que puede ser más gravoso reconstruir que sostener.
Lo que desde luego resulta evidente es que todas las proyecciones sobre la recuperación del impacto económico de la pandemia partían de un error de planteamiento. El objetivo asumido con carácter general de “aplanar las curvas” de contagio y recesión ilustrado por el economista Pierre-Olivier Gourinchas transmitía la idea de que el mejor resultado posible pasaba por adoptar medidas restrictivas que permitiesen contener el pico de contagios en cifras manejables por la capacidad sanitaria de cada país, aun a costa de extender la duración de la pandemia, junto con medidas económicas para mantener con vida la economía y luego promover su recuperación.
Sin embargo, como han puesto de manifiesto los sucesivos rebrotes de COVID-19 que se vienen produciendo durante las últimas semanas y que han colocado a España a la cabeza de contagios de Europa (con 233,37 casos por millón de habitantes a 8 de septiembre), no se puede hablar de un único pico de la pandemia, a partir del cual su incidencia desciende progresivamente hasta su completa extinción, sino de múltiples picos que se suceden en intervalos u “oleadas” que pueden reproducirse durante muchos años. El objetivo de las políticas públicas pasa a ser el de espaciar estas oleadas y mantenerlas en niveles asumibles por los servicios sanitarios.
En estos momentos parece del todo aventurado hablar de la forma que tendrá la recuperación. Las posibilidades de éxito dependerán de la capacidad de nuestra sociedad de convivir de manera segura con el coronavirus, a la espera de una vacuna que no será la panacea, pero, al menos, nos permitirá pasar de una estrategia defensiva a otra ofensiva contra la pandemia.
Ramón Mateo es economista.