Frente a la tiranía del mérito, la liberación de la humildad

En su libro más reciente, Sandel cuestiona la combinación de dos premisas: que nuestra posición social se debe únicamente a nuestros méritos y que esos méritos son productos exclusivamente personales
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La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común? es el nuevo libro de Michael Sandel, profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard y galardonado en 2018 con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. Publicada en el año 2020, esta obra nos llega a España con traducción de Albino Santos Mosquera y de la mano de Editorial Debate, que ya publicó antes otros trabajos del autor como Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?, Filosofía pública. Ensayos sobre moral en la política, o su reconocido Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado.

No ha pasado un año desde su lanzamiento y la obra ya ha acumulado un amplio debate en torno a sí, prueba de que su tesis toca fibras sensibles en el debate público. Pero al margen de polémicas, no pocas veces totalmente desligadas del contenido de la obra, conviene remarcar que en este ensayo Sandel no desarrolla ninguna crítica hacia la meritocracia, entendido como aquel sistema que aspira a construir una sociedad que recompensa el mérito de los individuos que la componen. Lo que Sandel pone en su punto de mira es la tiranía meritocrática, que puede resumirse como la combinación de dos premisas: que nuestra posición social se debe únicamente a nuestros méritos y que esos méritos son productos exclusivamente personales.

Estas dos premisas, sobra decirlo, no son ciertas. Ninguna persona nace y crece en el vacío, sino en un mundo preconstituido que nos trasciende como individuos. Cada acto presuntamente personal es en realidad el resultado de una acumulación de múltiples factores externos que han configurado nuestra forma de pensar, de decidir y de actuar, así como el propio contexto en el que ese acto se produce. Y cada uno de esos factores tampoco tiene un origen exógeno, sino que a su vez son el resultado de esa misma acumulación. Dónde nos encontramos en cada momento en la sociedad, cómo hemos llegado allí y las causas que han permitido que lo hagamos forman parte del mismo mundo en el que nos movemos tanto como nosotros mismos.

El problema de asumir ambas es que acaba derivando en una convicción de naturaleza moral: si dónde estamos depende solo de nuestros actos y estos actos dependen solo de nosotros mismos, entonces el resultado de dichos actos siempre será justo. Esto impone una lógica retributiva sobre la movilidad social: el éxito no puede más que interpretarse como la lógica recompensa de un desempeño positivo, mientras que el fracaso es la lógica contraprestación de uno negativo, pero ambos son merecidos. Nunca hay por tanto un resultado injusto: si es escaso, es solo porque no te esforzaste lo suficiente.

La realidad, sin embargo, dista mucho de funcionar bajo esta lógica de justicia retributiva. Ni el resultado de nuestras decisiones está totalmente determinado, pues el azar siempre tiene un papel, ni por supuesto esas decisiones son en nada independientes de la trayectoria previa y el contexto en el que se producen. Incluso aquellos aspectos habitualmente asociados al talento innato, como la creatividad o el esfuerzo, no surgen ni se desarrollan en el vacío: ambas cualidades requieren de unas condiciones ambientales concretas y determinadas que, primero, propicien su aparición e incentiven su desarrollo.

Si pese a ello estas ideas persisten es porque, en nuestra sociedad actual, sirven para legitimar el orden social. La desigualdad no es ninguna novedad. Pero en una sociedad liberal, cuyos fundamentos son incompatibles con la existencia de privilegios como fuente de legitimación social, apelar a la buena fortuna no es una posibilidad. De ahí la necesidad para quienes están en la parte alta de la distribución de la renta de demostrar que lo existente es justo: lo es porque cada persona se merece los frutos que conlleva su posición en la escala social, porque la misma es el resultado exclusivo de sus actos.

Ahora bien, esta necesidad inherente de legitimación tiene también consecuencias negativas. Según Sandel, nos hace ser menos empáticos con las necesidades de los demás, a quienes atribuimos la responsabilidad de su situación. Esto a su vez implica una falta de consciencia respecto de la propia situación, que se traduce, en particular, en un terror al fracaso, cuyos perjuicios no se restringen a sus propios términos en cada caso, ya que bajo la tiranía del mérito este siempre conlleva una sanción social. Un fracaso nunca es mala suerte, sino que constituye un atributo personal.

Sandel cree necesario derrocar esta concepción tergiversada del mérito como fuente de legitimación de la posición individual dentro de la sociedad. Para lograrlo no sugiere en ningún caso abandonar cualquier pretensión meritocrática. Pero tampoco cree que su solución pase por ninguna recuperación de sus esencias, ni tampoco por intensificar su supuesta aplicación ideal. Antes bien, frente a la tiranía del mérito, Sandel contrapone la liberación de la humildad: ser conscientes de que los propios méritos nunca son exclusivamente individuales, que todos somos lo que somos como consecuencia de los actos de quienes nos rodean y de lo que hicieron los que nos precedieron. Un planteamiento realmente modesto, pero acorde con la pretensión de Sandel, que no es otra que recordar que todos, de algún modo, dependemos de los demás, por lo que su suerte nunca nos es del todo ajena.

En términos prácticos, Sandel tampoco pretende en ningún momento trasladar la idea de que los sistemas de selección “por mérito y capacidad” que se aplican en la actualidad en determinados procesos, como el acceso al empleo público, no sean justos o provean resultados contraproducentes en términos de desempeño frente a otros mecanismos no meritocráticos, porque la crítica de su ensayo no es a estos mecanismos concretos de selección sino a la malversación del ideal meritocrático como criterio rector de la movilidad social.

No obstante, sí apunta a la posibilidad de introducir ajustes correctores en dichos procedimientos acordes con su tesis. En este punto, se atreve a esbozar una propuesta de reforma puntual, que formula mediante un ejemplo aplicable a los sistemas de acceso a puestos académicos, pero que resultaría extrapolable a cualquier sistema de provisión. Estos normalmente atribuyen una puntuación a cada candidato en función de un baremo que busque evaluar exhaustivamente sus méritos y asignan la plaza a aquel que obtenga el mayor número de puntos, aunque sea por una diferencia marginal. En su lugar, Sandel plantea que sería preferible, con carácter general, un procedimiento que exigiese a los candidatos para poder optar a la plaza correspondiente reunir unos requisitos básicos, por ejemplo, una puntuación mínima, y una vez acreditados, a continuación proceder a la asignación de la plaza por sorteo entre los candidatos que hubieran superado el corte inicial.

Este esquema tendría una serie de ventajas, según Sandel. Para los candidatos, reduce la ansiedad que provoca ese credencialismo marginalista basado en obtener un mérito acreditable más, por pequeño que sea, frente a otros candidatos. También reduce la sensación de fracaso personal de quienes se quedan fuera, ya que si se cumplen las condiciones básicas, lo demás es suerte, y si no se cumplen, las razones de la exclusión resultan evidentes y notorias. Para los organizadores del procedimiento, reduce la carga que supone la acreditación exhaustiva de méritos sobre los que no siempre es posible evaluar, si no ya su existencia, desde luego sí el valor que realmente demuestran respecto a cada candidato en concreto. Y para el sistema en su conjunto, hace expresa en lo concreto una realidad que, al fin y al cabo, todo el mundo asume implícitamente: que aunque determinadas situaciones en la vida requieren de unas condiciones previas para que puedan producirse y que sin ellas no son posibles, que se produzcan, o no, dependen en una parte más o menos importante del azar, de haber tenido simplemente la oportunidad necesaria para demostrar lo que otros no pudieron, a veces tan solo porque no estuvieron en el momento adecuado en el lugar adecuado.

Es posible que una propuesta de estas características no alterase los fundamentos del sistema, pero al menos serviría para trasladar en un ámbito muy concreto la idea que Sandel desarrolla a lo largo de su obra, que no es otra que el hecho de que dónde estamos en la escala social depende en parte, y solo en parte, de nosotros, de que nuestros éxitos nunca son exclusivamente nuestros, sino el resultado de todos los factores que contribuyeron a hacer de nosotros lo que somos, y de que nuestros fracasos no son la medida de nuestra valía personal.

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Ramón Mateo es economista.


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