Cuando Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos en 2016, no solo derrotó, aunque con menos votos populares, a su rival demócrata Hillary Clinton; también paralizó el proyecto de construir en Estados Unidos una exitosa democracia multiétnica en la que todos los ciudadanos, independientemente de su raza, origen étnico o género sean iguales ante la ley y gocen de oportunidades similares. Ese mismo modelo democrático está juego en las elecciones de noviembre de 2020. Solo que ahora el peligro de que fracase es mayor y las consecuencias de ese posible fracaso podrían resultar devastadoras para el país. Su salvación dependerá de un conjunto intrincado de factores. Uno de los más significativos es el voto hispano.
Exagerar la importancia del voto hispano en las elecciones generales de Estados Unidos ha sido moneda corriente. A menudo han chocado los deseos e ilusiones del poder electoral hispano –el wishful thinking– con la cruda realidad del abstencionismo. Pero lo cierto es que los hispanos llegan a los comicios de noviembre en condiciones de hacer la diferencia. 32 millones son elegibles para votar, lo que los ha convertido en la principal minoría del electorado estadounidense. En las elecciones de medio término en 2018, los hispanos conformaron el 11% de los que sufragaron. Y en las recientes primarias, los hispanos, junto con los electores jóvenes, animaron la candidatura improbable del senador independiente de Vermont, Bernie Sanders, a quien la mayoría de los estadounidenses percibía como demasiado romántico y radical en sus propuestas de gobierno.
En principio, los hispanos deberían estar entre los más motivados para mejorar mediante el voto las condiciones deletéreas que en el país ha creado la presidencia de Trump. Durante más de tres años, la persecución y el hostigamiento sistemáticos del gobierno trumpista a los inmigrantes indocumentados y documentados ha afectado principalmente a los hispanos, la mayoría de los cuales son inmigrantes, descendientes de inmigrantes o cónyuges de inmigrantes.
Con su retórica divisiva y excluyente, Trump ha alentado, además, la discriminación y el racismo agresivo contra los hispanos y otras minorías. Los ataques verbales y físicos en su contra se han multiplicado, siendo el peor la matanza de 23 personas, en su mayoría hispanos, en una tienda Walmart de El Paso, Texas, perpetrada por un joven supremacista blanco que salió a “cazar latinos” en agosto del año pasado.
Durante la pandemia de coronavirus, desastrosamente manejada por Trump, los hispanos han llevado la peor parte. En California, por ejemplo, el 60% de los contagiados y casi el 50% de los fallecidos a consecuencia de la enfermedad son hispanos a pesar de que estos conforman menos del 40% de la población estatal, según datos del Departamento de Salud Pública de California. Algo parecido ha sucedido en comunidades hispanas de Arizona, la Florida, Nueva York y Texas.
La pandemia ha causado asimismo daños desproporcionadamente severos a las finanzas de los hispanos. Su tasa de desempleo aumentó de 4.8% en febrero a 18.5 en abril, se mantuvo alrededor del 14.5 % durante el verano y bajó a 10.5% a fines de agosto, la segunda más alta después de la de los afroamericanos que tienen el 13%. Tres de cada diez jefes de familias hispanos han perdido sus negocios o sufrido una reducción notable en sus ingresos. Y cuatro de cada 10 tienen dificultades para pagar sus hipotecas o alquileres.
A pesar de todo eso, no hay garantías de que los hispanos acudan a las urnas en noviembre en las cantidades que hacen falta para derrotar al presidente moderno que más se ha ensañado con ellos. Diversos factores conspiran contra su concurrencia masiva e incluso mayoritaria. Uno es el tradicional abstencionismo hispano en Estados Unidos. Otro, la ausencia de un candidato hispano en la fórmula del Partido Demócrata. Un tercero es que Joe Biden y Kamala Harris, dos políticos moderados, difícilmente inspirarán la pasión que en los jóvenes hispanos inspiró durante las primarias el senador Sanders, con sus promesas de matrícula universitaria gratis, acceso universal al cuidado médico y abolición de agencias federales que, a instancias de Trump, se han vuelto particularmente represivas contra los inmigrantes, tales como la Agencia de Estados Unidos para la Protección de Fronteras y Aduanas (CPB por sus siglas en inglés) y la Agencia Federal de Inmigración y Aduanas (ICE). Ambas son blancos de frecuentes denuncias por maltratos por parte de Human Rights Watch y Amnistía Internacional.
Precisamente porque Trump promueve el racismo y el divisionismo étnico, es muy probable que la votación de noviembre se defina de acuerdo con la participación electoral de los principales grupos étnicos. La mayoría de los blancos no hispanos votará por el candidato republicano, como ha venido haciendo durante los últimos cincuenta años.
Por eso, para ganar, la dupla demócrata necesita una multitudinaria participación de votantes afroamericanos, hispanos y de otras minorías. La participación afroamericana está casi garantizada gracias a la presencia de Harris en la boleta, la primera candidata negra a la vicepresidencia de uno de los dos grandes partidos de Estados Unidos.
En cambio, la participación hispana es una incógnita por despejar, por más que la mayoría asegure a los encuestadores que votará. Que los hispanos sufraguen en grandes cantidades dependerá de la habilidad con que los demócratas cortejen su voto, lo cual requiere que entiendan las inquietudes de una comunidad heterogénea; y dependerá de su capacidad de votar en forma segura en medio de la pandemia, ya sea por correo o asistiendo a urnas debidamente higienizadas.
De lo que no cabe duda es que, con el poder del voto, los hispanos en noviembre pueden ayudar a rescatar la democracia de Estados Unidos, la cual Trump ha convertido en prisionera del pasado más oscuro del país, y a reorientarla por el camino de la tolerancia, el respeto y la cooperación constructiva entre los grupos étnicos que la integran. ~
es periodista, dirige la redacción de Noticias Univisión en Miami.