No hacer oídos sordos a la política migratoria

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Cuando el mundo experimentó la conmoción y el horror de las separaciones familiares que Donald Trump impuso a hijos migrantes y sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México, yo estaba allí: lo vi como periodista para NBC y MSNBC.

Niños arrebatados de sus madres y padres y metidos en jaulas. Niños enviados para vivir en “refugios” dentro de lo que había sido un Walmart. Y la posterior incapacidad del gobierno estadounidense para reunir a familias cuando un juez les ordenó que lo hiciera.

La repugnancia y la tristeza que sentí como periodista y ser humano eran abrumadoras, pero no deberían haberlo sido. Trump y sus asesores nos habían advertido desde los primeros días de su campaña de lo que iba a hacer. Simplemente, no lo creí.

En abril de 2016 estaba en Colorado, y debería haberlo sabido.

“Ustedes no les importan a los intereses especiales de Washington que han controlado nuestro proceso político durante cuarenta años”, gritaba un joven calvo desde el estrado de un salón de baile en Colorado Springs, Colorado. Todavía no había dominado el arte refinado de modular su propia voz.

“¡No les importa sus familias y no les importa su seguridad!”

No podía creer que fuera el tipo que Trump había enviado para poner a los delegados de su parte. En juego estaba el puesto de líder del mundo libre.

El encuentro parecía un extraño desfile del Cuatro de Julio metido en una sola habitación demasiado pequeña. Bienvenido a las convenciones del distrito del Partido Republicano de Colorado, celebradas en la ciudad que es el corazón de vertiginoso latido del cristianismo evangélico en Estados Unidos.

“Ese es Stephen Miller”, me dijo un lugareño, identificando al tipo en el estrado, cuya barba incipiente parecía crecer por momentos.

Stephen Miller. El futuro consejero superior del futuro presidente de Estados Unidos. Sin duda, las cosas no tenían ese aspecto en el momento.

Yo estaba ahí para cubrir esa infrecuente muestra de democracia, porque el Partido Republicano estaba en medio de unas enconadas primarias, donde se necesitarían 1,237 delegados para “asegurar la nominación del partido y la oportunidad de competir con Hilary Clinton o Bernie Sanders”.

Ahí, en la parte más nebulosa de la política estadounidense, Miller pasó a contar la historia de Kate Steinle, asesinada en San Francisco por “un inmigrante ilegal cinco veces deportado”. Citó la reciente adhesión a Donald Trump de miles de agentes de la policía de fronteras (que en realidad era el comité ejecutivo de once miembros del sindicato de la policía de fronteras) como evidencia de que su candidato impediría tragedias como la muerte de Steinle.

“Vaya psicópata”, me sentí cómodo al decirlo en voz alta. Me pregunté si Miller de verdad podía conquistar corazones y mentes en Colorado con esa retórica incendiaria.

Además, yo tenía razón. Los delegados del senador Ted Cruz lograron aplastar a Trump en Colorado y la campaña de Trump parecía tener un huevo estrellado en la cara y, lo que es más importante, la nominación y los 1,237 delegados necesarios para vencer parecían estar en peligro.

También estaba totalmente equivocado acerca de las perspectivas electorales de Trump. Pero incluso tres meses más tarde, con Trump a punto de aceptar la nominación republicana a presidente, me perdí otra clave.

“Estás bloqueando el pasillo, quítate de en medio”.

No es lo que quieres que te grite un delegado de la Convención Nacional Republicana mientras das las noticias en directo en la televisión nacional

“Gracias”, dije mientras me alejaba de la cámara para mirar directamente al impertinente, un hombre de mediana edad con barba de chivo vestido de pies a la cabeza de rojo republicano, con un micrófono agarrado firmemente en mi mano.

Terminé mi transmisión en directo y miré a mi alrededor. Estaba rodeado de sombreros de cowboy, un pulgar dolorido, con gafas y de pelo rizado en medio de la delegación de Texas. Un grupo, sin duda, que tenía un agudo interés en lo que el probable nominado Donald Trump diría en los días posteriores sobre su principal promesa de campaña: un muro fronterizo con México. Texas comprende dos tercios de la frontera con nuestro vecino del sur, más de 1,800 de los 2,700 kilómetros que hay entre el Océano Pacífico y el Golfo de México.

Trump no decepcionó. “Vamos a construir un gran muro en la frontera para detener la inmigración ilegal”, mugió unos días después hacia el final de su discurso de aceptación en una convención que vi de cerca, “para detener a a las bandas y la violencia, y para detener las drogas que llegan a nuestras comunidades”.

Trump se volvió hacia las políticas que calentaban la sangre de gente como Stephen Miller. “Si ponemos fin a la política de ‘captura y liberación’ en la frontera, detendremos el ciclo de tráfico de personas y violencia. Los cruces ilegales de la frontera bajarán. Se restaurará la paz.”

Miré con desdén, incapaz de ver lo mortalmente serias que esas palabras, y la motivación debajo de ellas, serían para las vidas de decenas de miles de personas en los años posteriores. Trump terminó su discurso y una avalancha de globos rojos, blancos y azules cayeron del cielo. La sala de control de Nueva York cortó a un plano donde yo los apartaba a puñetazos con aire lúdico, parecía más un niño en un recreo que un periodista que contemplaba la intención recién declarada del nominado republicano de cambiar radicalmente el sistema migratorio estadounidense.

Y lo hizo. Poner fin a “captura y liberación”, un eufemismo del hecho de que se permitiera a los solicitantes de asilo permanecer durante su proceso de inmigración en el interior de Estados Unidos, en vez de esas cárceles migratorias, se transformó en las restrictivas políticas de inmigración que ahora conocemos bien.

La separación de miles de familias en la frontera, que han creado traumas para toda la vida en más de 5,500 niños, según la Unión Estadounidense para las Libertades Civiles.

Hacer que decenas de miles de familias esperasen en algunas de las ciudades más peligrosas de México mientras se resolvían sus casos migratorios.

La expulsión inmediata de niños migrantes de Estados Unidos, bajo la excusa de la covid-19, tras detenerlos en hoteles con poca vigilancia o acceso a abogados.

Y la detención indefinida de familias migrantes en celdas de Inmigración y Aduanas, a pesar de una orden un juez federal que exigía liberar a los niños para protegerlos del coronavirus en expansión.

¿Cómo será la política de inmigración en un segundo periodo de Trump? Ya nos los está diciendo.

Trump, aunque la Casa Blanca lo niega, ha manifestado que quiere recuperar la política de separaciones –también a la exsecretaria del interior Kirstjen Nielsen a bordo de un helicóptero para consolar a las víctimas de un tornado devastador en abril de 2019.

Esta vez lo creeré. ~

 

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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es autor del libro Separated. Inside an American tragedy (Custom House, 2020), del que provienen
partes de este ensayo.


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