Lo nuestro fue amor a primera vista. Bueno, seguramente solo para mí, pero ni creas que me ocurre siempre, no soy tan fácil. Parece mentira que haya pasado tanto desde nuestro primer encuentro. Lo reconozco, el principio pareció fugaz, tan profesional y diplomático, pero yo llevaba tiempo soñándote en secreto y nada más verte me prometí tenerte algún día. Y ahora que, años después, pensaba que por fin nos teníamos (junto con tantos otros, ni modo: te prefiero compartida, como dice el cantor), tengo que dejarte. Apenas me he ido y te extraño casi desconsoladamente.
Aunque te duela, voy a empezar esta nota de despedida por lo que no voy a extrañar de ti. Qué te va a doler, si tantas veces te lo habrán dicho y, en todo caso, es famosa tu indolente coraza, incluso ahora cuando la enfermedad te acecha. Pinche virus.
No voy a extrañar tu promiscuidad. Y por mucho que eso ya lo supiera cuando me enamoré de ti, tenía que decírtelo. Esa promiscuidad que se traduce en una algarabía incesante de hombres y mujeres yendo y viniendo, en infinidad de bullicios desatinados y excesivos a todas horas, en ese polvo invencible que se incrusta en tus rincones más inverosímiles y, ay, en nuestros pulmones. Una promiscuidad que es la esencia de tu ser y que millones de amantes debemos aceptar como parte de tu irresistible encanto.
Lo que menos voy a extrañar es tu inhumana manera de tratar a los más necesitados, implacable con los más débiles, que siguen adorándote ciegamente a pesar de todo y de que los sigas asesinando y maltratando por miles, con violencia injustificada (¿acaso no lo es siempre?), impunemente, solo por quererte con locura y no resignarse a abandonarte. Las olvidas, los borras, las matas, los expulsas de tu seno, desalmada, ni siquiera con la grosera excusa de una amante despechada. También tenía que decírtelo.
Ahora que estoy a punto de partir, te confieso que no estoy seguro de si echaré de menos tus constantes broncas, que traes con todos y entre todos, que tan pueriles y cándidas y hasta divertidas me parecían mientras las observaba desde mi vieja (imperial, me acusarías seguramente) altanería. Te lo diré, tal vez, en una próxima carta, o en un encuentro furtivo.
Ahora viene lo doloroso, lo que sin duda en mis noches de desvelo voy a anhelar maldiciendo el día en que te abandoné. No sé por dónde empezar. Quizás recordando los paseos de la mano por la Condesa o Polanco, tan europeos si no fuera porque los coches o los cables colgando sin ton ni son o los socavones de las banquetas nos recuerdan tu lado tropical. O quizás por las caminatas perdiéndome entre tus pliegues por la Roma, imaginando tantas vidas no vividas. Y el fresco verdor señorial de los árboles que cubren tu desnudez.
Voy a extrañar tu sabor, ya lo creo, sobre todo a la hora del desayuno. Fuerte, caliente, abigarrado, sugerente, sutilmente cautivador. Ese gusto a vida, a sol y a chile. No hay en América quien se te pueda comparar. Llevas con orgullo (a veces hasta demasiado, perdona que te lo diga) tu origen, tus orígenes, tan mezclados en el alma como en el paladar. Creo que recordaré cada desayuno contigo, cada comida que se prolongaba hasta la cena. Cada plato tuyo es una fiesta, un desenfreno. ¿Y tú, qué vas a recordar de mí? Qué te vas acordar si soy uno más de tus cautivos amantes.
De tu música, de tu cine, de tu literatura, qué te puedo decir. Lo dijo inmejorablemente tu hijo adoptivo Max Aub, que tantas madres tuvo y que acabó quedándose contigo como otros miles de trasterrados a los que acogiste con proverbial generosidad: ¿qué nos vamos a decir que no nos hayamos dicho en nuestros libros? Añadiría, si me lo permites: ¿qué nos vamos a decir que no nos hayamos cantado? Ay, esos boleros y rancheras que siempre hablan de ti y que me desgarraban mucho antes de conocerte en persona. Solo de una isla, no muy lejana, puedes celarte por su voz y su ritmo, pero de eso nunca te he hablado y este no es el momento.
Creo que lo que más voy a extrañar va a ser tu habla, cuya cadencia creía conocer ya por algunos de tus hijos ilustres que tanto me enseñaron, pero que estos años junto a ti he podido paladear más de cerca, escuchándola de tantas bocas dulces y antiguas, leyéndola de plumas que tanto me han seducido. Contigo me reí con la inteligencia de Spotta, soñé con la magia de Elena Garro, aprendí de la precisión de Pacheco, y juntos volvimos a Del Paso o a Ibargüengotia. Qué diferente leer a Rulfo o a Greene después de haberte conocido en persona. En su compañía escribimos un libro, y esa es la prenda más preciosa que me llevo y por la que nunca podré estarte suficientemente agradecido. Y por la que jamás te perdonaré.
En fin, la lista sería interminable. Confieso imperdonables omisiones, desde el color de tu ojos azul cielo a los inolvidables amigos que me has presentado. Quiero creer que me echarás de menos. Lo dudo, pero prefiero pensar que me extrañarás tantito. Pero debo irme, pues los tipos como yo, como te dijo un día Rulfo (gracias por concebirlo), vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato.
Ya te extraño, México. Y si tal vez, un día, la vida me hace de nuevo el regalo de tenerte, volveré a ti dichoso y sin reproche. Y sé que entonces me acogerás de nuevo en tus brazos, como si nada hubiera pasado, con ese amor despiadado que nos concedes.
Diplomático y escritor, autor de la novela “Tal vez, un día”. Estuvo destinado en México entre 2017 y 2020.