Pensar, mirar, buscar

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En 1964 Jack Kerouac contestó a mano el cuestionario que un alumno de doce años para quien el novelista era su escritor favorito le había mandado desde Boston, como parte de un trabajo escolar obligatorio. A una de las preguntas del audaz niño, “¿Cuál cree que es el modo ideal de vida?”, Kerouac le respondía: “Eremita en los bosques, cabaña de un único cuarto, estufa de leña, lámpara de petróleo, libros, alimentos, retrete, sin electricidad, solo agua de riachuelo o arroyo, dormir, ir a pie.” El cineasta navarro Oskar Alegria, que probablemente no sea un beatnik, tuvo entre el invierno de 2017 y un prolongado verano de 2018 una aventura fluvial en la que el río Arga fue para él el agua primordial de una infancia transcurrida en sus orillas, desde las que entonces se divisaba una isla en el centro del río, un Zumiriki, título del largometraje ahora estrenado, ocho años después de su primera película, La casa Emak Bakia. Las raras palabras bien provistas de kas muy sonoras anuncian ya desde su morfología una pertenencia y una raíz del cine de Alegria, que con esta segunda y fascinante obra se configura como uno de los nombres clave del actual cine-ensayo (mejor diríamos cinéma-essai, dada la filiación con Montaigne), al lado, dentro de nuestro país, de José Luis Guerín, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe o Isaki Lacuesta.

Zumiriki tiene un arranque engañoso que parece encaminarse a una exaltación de lo regional y lo telúrico: una ermita campestre, una romería de la Virgen en la montaña, un padre labriego que hacía cine amateur con sus allegados. Todo muy previsible y muy rústico. Pero Alegria no solo introduce desde el principio las secuencias caseras en Super 8 de su padre; cita lo que este decía, “filmar sin pensar”, y a eso se entrega el hijo en este filme nunca ingenuo sino sofisticadamente cerebral, en el que todo está planeado a la vez que sujeto a la indeterminación de los elementos, al capricho animal y a los accidentes del hombre, entre ellos la muerte. Así que el aventurero, o el deambulador, o el evocador sentimental, decide ir a la margen del Arga y hacerse una cabaña unipersonal como las que, por mencionar solo algunos famosos reclusos voluntarios, ocuparon Heidegger en la Selva Negra, Wittgenstein junto a un lago noruego, Mahler en los Dolomitas, Strindberg en un pequeño archipiélago cerca de la capital sueca, Dylan Thomas y Bernard Shaw dentro de los jardines de sus respectivas casas de campo británicas. Entre ellos había, según sabemos, enemigos sin más del ruido ajeno, quienes al recluirse dejaban atrás un matrimonio nublado o un bloqueo creativo, y los que iban en pos de un uso egotista del tiempo y una inspiración fluida e ilimitada. En su propia confinación, Heidegger, quizá el más significado de todos, encontraba un “lugar de pensamiento” en el que, además de estar solo en su escarpada pradera, cultivaba la fidelidad a una “memoria campesina”.

Aislado pero sin rechazar a los naturales del lugar, Alegria, después de levantar y adecentar su básico habitáculo sobre el solar de una antigua borda de su familia, sale a buscar el genio del lugar, sus figuras comunes y los excéntricos, y sobre todo no cesa de mirar ese paisaje idílico ahora anegado por las aguas de una presa construida en tiempos posteriores a su niñez. Su objetivo no es un veraneo fresco a la manera norteña, ni una tarea de mitificación infantil, aunque haya ciertos atavismos; evoca a su padre, a dos navegantes vascos que hicieron una larga travesía a vela en 1962 (cuyas imágenes de aficionado usa), y la figura evanescente de un hombre solitario que ocupó la orilla opuesta a la suya y al morir dejó cien vacas desvalidas. Noventa y nueve fueron al matadero y una, “joven y oscura”, se escapó del rebaño, eludiendo el gancho de las carnicerías. “Esta película”, dice el narrador en primera persona, “pretende encontrarla”.

Los incidentes y hallazgos (por no decir peripecias y ocurrencias) de Zumiriki nunca cansan; la épica de la subsistencia a lo Robinson Crusoe mantiene su potencia narrativa probada a lo largo de siglos, y todo explorador que sepa contar su historia nos interesa, aunque conste –en el Oskar Alegria también protagonista del filme– que su equipamiento, además de las dos gallinas ponedoras y las dos camisetas de cuerpo entero, la negra y la blanca, más propias del Oeste americano que de Navarra, incluía algún moderno utensilio para el bricolaje y cuatro cámaras de vídeo de alta definición (las imágenes son con frecuencia de una gran belleza, tanto en el paisajismo como en el interiorismo). Lo extraordinario de Zumiriki es que este intruso amigable divaga sin parar, y a menudo sin parar de andar; sus divagaciones son el reino de lo imprevisto, y los demás imprevistos que no emanan de él le dan a esta historia su argumento. Sin olvidar a la vaca oscura, personaje ausente cuya silueta está presente, y no estamos contando el final. El desenlace podría haber sido la garduña voraz instalada en el trono vacío del invasor humano ya desaparecido, pero al narrador Alegria le hacía falta un epílogo que quizá el espectador no necesita a esas alturas. El autor recompensa ese prolongamiento regalándole a su público un tour de force de imaginería nocturna y suspense acuático.

El indagador Oskar Alegria se había fogueado el año 2012 en una búsqueda distinta, de la mano o por inspiración de Man Ray. La casa Emak Bakia es otro lugar ameno al que nuestro cineasta llega por ser cinéfilo, tras conocer el mediometraje abstracto y paradadaísta que Man Ray realizó en 1926 y llamó Emak Bakia. Tan misterioso pero vascuence título (“déjame en paz”, sería su traducción) le conduce, a través de la erudición ligeramente llevada, de las coincidencias y los hallazgos fortuitos, a una casona en la costa vascofrancesa donde el artista de origen norteamericano residió y rodó. La digresión es el territorio donde Alegria se siente más seguro, y nosotros mejor acompañados. Su película contiene lo siguiente: una primera aparición del clown de Fellini Alfredo Colombaioni (que resurge en Zumiriki), un delicioso ballet con el flirt de una mano de plástico y una servilleta voladora, unas entrevistas explicativas a Bernardo Atxaga, Ruper Ordorika, un tendero de ropa vintage y dos expertos en Man Ray (quizá sobren todas), una visita a la tumba del polifacético artista en el cementerio de Montparnasse, una panorámica muy variada de las fachadas con nombres autóctonos de los chalets costeros del golfo de Vizcaya, una disertación en imágenes del modo de dormir de los cerdos, y como acicate, un alegato en pro de la ruptura de formas en el relato fílmico que el director pamplonica asume como una enseñanza del cine experimental de Man Ray, que hizo en total cuatro interesantes películas. Sin olvidar el lado, nada oscuro, del Alegria narrador, quien parece a lo largo de sus dos ensayos cinematográficos sentir nostalgia del cine de aventuras y piratas, del western, del thriller, y hasta de las sagas heroicas, que él reduce a la persistencia y la sagacidad del modesto héroe tenaz: la vaca fugitiva, el ordenado hombre de la cabaña, la novelesca princesa rumana (prima de Nabokov, ni más ni menos) cuyos antepasados construyeron la casa Emak Bakia, hoy residencia estival para trabajadores franceses jubilados.

En realidad, Alegria busca pasados sin futuro o auroras que no tengan fin. La expresión emak bakia ya no se usa en el euskera de hoy, y de los zumirikis solo asoma, cuando baja el nivel del río, la copa de algún árbol resistente a las avenidas. Entonces, además de observarlo y encontrarlo donde siempre estuvo, hay quien quiere también bañarse en sus aguas. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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