Aquéli qu’an la memòri,
Aquéli qu’an lou cor aut
Frederi Mistral
A 28 km del mar Egeo en la actual Turquía se elevaba la ciudad de Pérgamo, hoy Bergama, sede de la segunda biblioteca más importante de la Antigüedad. Situada en los pórticos alrededor del templo de Atenea, patrona de la ciudad, la biblioteca era la joya de esa acrópolis flanqueada al sur por el altar monumental donde se celebraban las hecatombes y al occidente por el teatro desde donde 10,000 espectadores divisaban el mar y los dramas de Eurípides. En el siglo II a.C., bajo el rey Eumenes II, este recinto de las letras gozó de su mayor esplendor gracias a dos bibliotecarios: Crates de Malos y su discípulo Heródico de Babilonia. A diferencia de sus colegas Aristarco y Amonio en la Biblioteca de Alejandría, aquéllos preferían ser llamados críticos a filólogos o gramáticos. “El crítico debe estar experimentado en todo el conocimiento del discurso –escribe Sexto Empírico–, mientras que el gramático es quien solo restituye la interpretación de las palabras y la prosodia” (Contra los profesores, 1,79).
Una sola divisa encabezaba la Biblioteca de Pérgamo: “Homero enseña”. Esta convicción movía a toda ciudad helénica que se preciara de serlo a tener su propia edición de la Ilíada: después de Atenas, producirán sus propias ediciones Alejandría, Marsella y Pérgamo, entre otras. Cuando una biblioteca emprendía la devota tarea de editar a Homero, no había esfuerzo humano, erudito o civilizatorio que se escatimara, desde compulsar los textos, iluminar los pasajes oscuros, calcular la distancia de los viajes de Ulises, elaborar índices y vocabularios, y añadir escolios, hasta producir pergamino y tinta, construir los estantes y convencer al tirano en turno de la importancia de la tarea. “Homero enseña” significa que la educación común de un mundo diverso que pasaba por el sur de Galia, el norte de África, el Ática y Asia menor, reposaba en los mismos versos que todo griego y, particularmente, todo artista, debía saber y en efecto sabía de memoria. Por ello el cuadro “La apoteosis de Homero” (1827) de Dominique Ingres congrega alrededor del aedo ciego a la cultura universal.
Y bien, para nosotros México es Pérgamo. Homero es Alfonso Reyes. Crates y su discípulo Heródico son José Luis Martínez y Adolfo Castañón.
Ingemar Düring, en el libro que dedicó a Heródico, recuerda unos versos latinos de la comedia Curculio de Plauto, donde los rudos romanos, “inmunes a la cultura libresca”, dicen algo así como: “Estos griegos entunicados que deambulan con la cabeza descubierta,/ que andan por ahí llenos de libros y con bolsitas,/ se paran a conversar y confabulan entre sí como esclavos fugitivos”. A esta clase –remata Düring– perteneció Heródico de Babilonia, discípulo de Crates.
((Ingemar Düring, Herodicus the Cratetean. A study in anti-platonic tradition (Kungl. Vitterhets Historie och Antikvitets Academiens Handligar, t. LI, fasc. 2), 1941, p. 158.
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Quien conozca al helenizado Castañón, ya lo recuerda caminando sobre avenida Universidad, saludando y siendo saludado por los alfabetizados que se cruzan en su camino, vestido con trajes de pana y distinguidas corbatas legadas por su maestro Martínez, con un pesado portafolio lleno de manuscritos y libros inusitados, confabulando, en fin, ante la extrañeza de los “inmunes a la cultura libresca”. (Por cierto que Ingemar Düring escribió un pequeño libro sobre Alfonso Reyes,
((Ingemar Düring, Alfonso Reyes helenista, Instituto Ibero-Americano de Gotemburgo, 1955.
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donde celebró con un entusiasmo raro para un europeo del norte al helenista mexicano, cuyos estudios sobre Grecia solo se han dado el lujo de menospreciar, para variar, nuestros maistros de escuela. Sabrán más que el editor de Aristóteles.)
Las obras de Heródico se perdieron y apenas conocemos fragmentos entresacados de recopilaciones posteriores. Adolfo Castañón ha prodigado su obra a lo largo de cinco décadas en todo tipo de ediciones: a ciencia cierta nadie tiene idea del tamaño más bien inmenso que abarquen sus volúmenes, contando no solo su propia obra de crítica, poesía y ensayo sino sus traducciones, ediciones, epistolarios anotados, índices temáticos y antologías. Estamos hablando de una vida entera consagrada en las aras de las letras. “Su grandeza se presiente más bien que se mide”, diremos de él como se dijo de Miguel Antonio Caro, otro polígrafo. Por ello, para no seguir a pie juntillas la suerte de su paredro helenístico, le hará un favor a la cultura mexicana reorganizando sus libros, acaso para planear una edición canónica. Sé que ha empezado a hacer algo de esto en los últimos años. A mi modo de ver, hay tres obras centrales entre su producción: Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (acompañado de su Visión de México de Alfonso Reyes, en dos tomos, y de Alfonso Reyes en una nuez. Índice consolidado de nombres propios de personas, personajes y títulos en sus Obras completas), Tránsito de Octavio Paz. Poemas, apuntes, ensayos (también acompañado de su índice de las Obras completas de Paz, de próxima aparición), y su poesía completa de seiscientas páginas que ya reunida llevará el título de La campana en el tiempo, además de la serie toda de Paseos, por no mencionar, entre tantos, Grano de sal, Nada mexicano me es ajeno: papeles sobre Carlos Monsiváis y Por el país de Montaigne.
El estilo de sus artículos, generalmente fragmentados en párrafos independientes con números romanos, recuerda al Diderot de los Pensamientos filosóficos. Es decir que, como el francés, se precia en no tener un sistema, por fuerza enojoso. Prefiere pensar. También como Diderot ha tenido en sus manos la responsabilidad editorial más grande de su momento, aquél la Enciclopedia, éste las publicaciones del Fondo de Cultura Económica, verdadero centro espiritual de Hispanoamérica. Solo quien ha tenido en sus manos el timón de un barco o velero entiende el peso de la palabra gobierno. El timonel debe ejercitarse en el arte de la constancia y del pulso firme. Pienso que durante esa fecunda travesía en el Fondo, Castañón aprendió además de honrar la palabra, ser puntual y responder todos los correos, a leer las estrellas, interpretar el clima, conocer los humores de la tripulación y de los capitanes, descifrar las lenguas de los diversos puertos y a reconocer, hasta tenerla grabada en la palma de la mano, la orografía de América. Para recordar un título de Henríquez Ureña, diremos que Adolfo Castañón ha surcado mejor que nadie Las corrientes literarias en la América Hispánica.
De su poesía, donde predomina la contemplación, baste decir que Octavio Paz le publicó su primer poema:
La luz del día se columpiaba entre las copas de los árboles con la despreocupada exactitud de un equilibrista y, al resbalar por entre las hojas, producía una enredadera de fuego. Los árboles la saludaban, oscilaban a su paso, se inclinaban y parecían respirar al tiempo que hacían una graciosa reverencia a la luz que juzgaba a la espesura y discernía la enramada luminosa de la oscura… No andaba lejos la infancia del día. La hora más frágil de la luz acababa de pasar y ahí estaba, intacta e invulnerada, la misteriosa mañana de todos los días. Los pájaros cortaban el aire sin volar y el manso relámpago de sus voces se enredaba en el árbol del silencio y lo hacía parecer más poderoso.
((Vuelta, no. 126, mayo de 1978, p. 39. En línea.
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Castañón es nombre de árbol, el castaño (Castenea sativa), venerado por los celtas.
((Diderot en la Enciclopedia escribe en el artículo castaño: “Su madera es de tanta calidad, que hace lamentar que en el presente casi no se encuentren bosques de castaños como antes, que eran tan comunes.”
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Como el árbol de su poema, Adolfo ha sabido albergar a la luz transfigurada, y como druida, se sabe parte del bosque de la cultura, que hoy lo rodea con la admiración y el respeto de sus muchos amigos.
En un momento axial de la cultura y la vida mexicanas, empezó su carrera literaria animando una revista de crítica llamada Cave canem. El crítico como perro es un motivo que ya aparece en Goethe: Schlagt ihn tot, den Hund ! Es ist ein Rezensent (¡Pégale hasta matarlo, a este perro! Es un crítico).
((“Rezensent” Goethe, Poésies (Des origines au voyage en Italie), Tome II, Collection bilangue, Aubier, Paris, 1971, p. 40.
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Los primeros escritos de Castañón muerden y ladran: y dicen la verdad. Pasados los años destila sus verdades con tanta sutileza que pasará para muchos desapercibida. A veces su silencio es más elocuente que la invectiva. Sabe que incluso en un escrito elogioso no debe faltar la sonrisa pícara. Y al fin ha triunfado, pues hoy en vez de palos el crítico recibe las palmas del primer premio de las letras mexicanas, otorgado por primera vez en 1945 a Alfonso Reyes por su impecable La crítica en la edad ateniense. Adolfo Castañón ha sabido ser fiel a Reyes y a México, esto es, a la paideia, que es a un tiempo educación, cultura letrada, civilización, porvenir.
(Ciudad de México, 1993) es escritor, poeta y traductor. Autor de Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español (Academia Mexicana de la Lengua-UNAM, 2021). Profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Aix-Marsella, Francia.