Imagen: Wellcome Collection, dominio público.

Algunas cosas que leo al leer

Damas que se desmayan, corazones que dan vuelcos, e incrédulos que se pellizcan para saber si están soñando son lugares comunes en la ficción.
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Que yo sepa, nadie se pellizca para saber si está despierto o soñando. Sin embargo es un lugar común en la ficción. Comoquiera me sorprendió la cantidad de veces que aparecía la tal frase al teclearla en Google Books. En su mayoría se trata de novelas rosas con proclividad al bestsellerismo, para lectores tan lelos que incluso hay que explicarles cómo un pellizco genera el resultado deseado: “Se llevó una mano a la cara y se pellizcó para comprobar, gracias al dolor, que no era un mal sueño, aunque lo habría preferido”. ¿Habría o hubiera?

O esta pueril frase: “Estaré soñando, pensó, se pellizcó para comprobar, pero efectivamente estaba despierto, pues le dolió”.

Y para quien guste de emociones cursis: “Se suele decir ‘pellízcame para asegurarme de que no estoy soñando’ –le explicó Micah–. Y yo he pensado que preferirías que te diese un beso. Tracy apretó los labios y lo saboreó. El pulso se le aceleró”.

Tal vez esto da pie a una argumentación que siempre me ha aburrido. Aquella en que me quieren convencer de que nunca sabemos si estamos soñando o despiertos, pues si confundimos los sueños con la realidad, ¿por qué no habríamos de confundir la realidad con un sueño? No muerdo el anzuelo. Los sueños, sueños son; y siempre he tenido la certeza de estar despierto cuando estoy despierto. Me echan encima razonamientos cartesianos para demostrar cuán equivocado estoy, pero ya se sabe que la razón llega a conclusiones absurdas. ¿No usó Platón la razón para demostrar la existencia e inmortalidad del alma?

En las caricaturas, cuando un personaje no está seguro de lo que ve, se talla los ojos con los puños cerrados, de un modo en que nadie lo hace. Esto también ha aterrizado en la literatura. Se emplea tal acto en muchas ocasiones: “se talló los ojos con el dorso de la mano” o “se restregó los ojos con el puño” y variantes sobre este mismo asunto, sin que yo haya visto a nadie hacerlo nunca. A veces una nube de polvo nos obliga cerrar los párpados y quizás usamos las yemas de los dedos para desempolvar, pero se hace muy delicadamente, no tallando o restregando, que según el diccionario es “frotar mucho y con ahínco algo con otra cosa”.

Pensaba en esto porque me puse a releer un autor que mucho me gusta: Hermann Ungar, y noté que en su novela Los mutilados hay dos escenas de personajes que dejan caer algo al suelo ante una sorpresa desagradable. Lo vemos con frecuencia en la ficción pero no en la realidad: la copa, la taza se caen de las manos y hay que decir que se hizo añicos, mil pedazos. Se cae la charola o bandeja repleta de viandas.

Esto suele ocurrirle sobre todo a las mujeres, no sé por qué. Me da pena que mi amado Dostoyevski se haya sumado en Humillados y ofendidos. “Ella dio un respingo, me miró, dejó caer la taza de la mano y aquélla dio contra el suelo y se rompió”. Por supuesto, las cosas caen al suelo “con estrépito”.

Tristemente en esta misma novela, el protagonista dice: “Pero yo no puedo, no puedo estar separado de ti, Natascha, ni un día. Yo sin ti me muero. No sabes cuánto te quiero ahora”. Son frases buenas para el oído de la amada, no para los ojos del lector.

Tampoco estoy seguro de que las mujeres se desmayen al enterarse de una mala noticia. Lo que sí sé, es que la ficción está llena de desmayos femeninos. “Cornelia se desmayó al conocer tal noticia”, escribe Lamartine. Con su experiencia de médico, Chéjov no desvaneció a la mujer de un cuento: “Al enterarse de lo sucedido, la señora se llevó las manos a la cabeza y pidió un pomo de sales, pero no se desmayó”.

Prefiero que, a la antigua, las tremendas turbaciones provoquen un desmayo, pues de un tiempo a la fecha los personajes se vomitan por lo mismo.

Nunca hallo el beneficio de fórmulas harto conocidas como “sintió que el mundo le daba vueltas” o “el mundo se le vino encima” o “el corazón le dio un vuelco” o “sintió que el alma se le escapaba”. Sé lo que pretenden significar, pero tienen poco sentido. De un tiempo acá se considera novedoso y jovial escribir “su corazón se saltó un latido” para indicar algún exaltado estado de ánimo. Me parece que un cardiólogo le halla poco sentido a esta cursilería. “Cuando le propusieron matrimonio, su corazón se saltó un latido.”

Dado que la mayoría de los escritores no han recibido un tiro, a veces me cuesta aceptar lo que narran: “Sintió el balazo en la pierna, pero eligió no prestarle atención” o “No sintió la bala que atravesó una de sus piernas rompiendo su arteria femoral” o “Aunque la bala le dio en el pecho siguió corriendo con el machete en alto” o “Meneé la cabeza mientras esquivaba una bala” o “Vi venir la bala hacia mi pecho”.

Quienes nunca hacen ejercicio, sueltan frases dignas de Abebe Bikila: “Corrí durante horas a toda velocidad”. Así hizo el Nobel José Echegaray, que no tenía aspecto de fondista: “Corrí a la cerca, subí como pude, salí al otro lado, dime a correr, corrí toda la noche”.

Luego vienen los colegas que narran en primera persona. Llega la escena erótica e, incapaces de desdoblar al personaje de la inmodestia de autor, escriben: “Tuve una erección” y la adjetivan descomunal, monstruosa, instantánea, inmediata, feroz, grandísima, muy fuerte, como un toro, tremenda, condundente, que duró un año.

Quizá por eso suelo narrar en tercera persona. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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