Apología de la derrota

El deporte no es algo adecuado a -como dicen los patriotas- “lo nuestro”. Para “lo nuestro” lo importante no es ganar, pero tampoco competir; lo serio es perder.
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Alguna vez calculé esta hipótesis atroz: no es que los mexicanos estemos inhabilitados para los deportes; son los deportes los que se obstinan en apartarse de nuestras raras habilidades. Que la pelota mesoamericana esté fabricada con cemento tolteca… ¿no es una excusa a priori? ¿Cómo podríamos aspirar a ser buenos jugadores cuando a lo largo de los siglos el balón es, a la vez, un arma letal? ¿No se habrá quedado en el inconsciente colectivo que realizar una espectacular “cabecita” incluye morir descalabrado?

Eso de “más rápido, más alto, más fuerte” no es para nosotros. Si lo cambiaran por “más despacito, más abajito, más blandito” quizás sería otra cosa. Por ejemplo: un deporte que consistiera en ver quién se cae con más chiste y llega más pronto al suelo. A fin de cuentas somos parciales descendientes del impar Cuauhtémoc, quien, como su nombre lo indica, es un águila que se cayó. Moles. Medalla de oro.

Desde luego, existe una relativa eficiencia. Tengo entendido que se ha cosechado un puñado de medallas en los arduos campos de la actual olimpiada. Celebro esa inevitable excepcionalidad. Las exactas Dianas, unos jóvenes sincronizados, la hermosa clavadista decidida. Ejemplos de tenacidad individual que prevalecen sobre todo género de adversidades.

¿Puede romper un récord alguien emanado de una cultura que entona “Viva mi desgracia” como si fuera un mantra? Triunfar nos parece irrelevante. Quizá derive de nuestra hipócrita obsesión con la igualdad. Desde niños, preferimos el fracaso subvencionado. Vemos en el triunfo algo de ofensivo, un pedante ánimo de sobresalir sobre la comunidad.

Lo que nos gusta es la derrota. El deporte es un extraño comercio entre la esperanza y el temor de que algo venga a destruirla (por ejemplo: el triunfo). Para decirlo con cruel brevedad, en México el deporte es una forma de nihilismo. Amantes del pasado en cualquiera de sus formas, aún consideramos el deporte como un ejercicio de sobrevivencia, y los que descartan el auténtico riesgo de morir carecen de atractivo. Por eso inventamos las carreras de transporte público en las que los pasajeros son a la vez espectadores y actores de la cotidiana catástrofe. Al mexicano no le gusta jugar: le gusta jugársela.

No, no es el deporte algo adecuado a -como dicen los patriotas- “lo nuestro”. Para “lo nuestro” lo importante no es ganar, pero tampoco competir; lo serio es perder. Nunca somos derrotados en buena lid; la derrota no es tanto un revés como un imperativo categórico. Lo que otros llaman simplonamente “perder” va más allá del cronómetro o del tablero: es una arrogancia idiosincrática. Exige menos esfuerzo que triunfar pero, sobre todo, aporta una satisfacción superior: caer en el mullido regazo de la amargura.

Ganar no tiene chiste. Y como vencer supone humillar a un adversario la cosa se complica, pues la humillación es un pathos entrañable al que hasta le adjudicamos virtudes formativas de la personalidad. Por eso intuimos que felicitar al triunfador contiene emociones ruines, mientras que en reconfortar al derrotado sólo hay piedad legítima. La derrota aporta deleites más duraderos y cancela responsabilidades futuras: primero da pie a la denuncia (fue trampa), luego a la excusa (se me mojaron los calzones) y luego al clamor que demanda justicia, aun a sabiendas de que la derrota fue cabal. El asunto es llegar pronto a la verdadera meta: a la conmiseración, a la piedad y -sobre todo- a la esperanza (infundada, claro, pero siempre promisoria). No la esperanza de ganar en el futuro, si se hace un “mayor esfuerzo”, sino la de volver a perder, pero con renovado ahínco.

En fin, ¿qué relación hay entre unas pesas de 200 kilos y el refrán “El que nada debe, nada teme”? Me gustaría descubrirlo. Por lo pronto, como dijo un clásico: al mexicano lo que le gusta es cantar derrota. 

 

 

 

Publiqué esto en El Universal hace una semana (obviamente con peor tino que el de Óscar, el delantero brasileño).

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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