Pasados los cincuenta años, todo parece indicar que Fernando Meirelles no escapará nunca al estigma de haber dirigido una de las películas más recordadas de los últimos tiempos. Su trabajo anterior y posterior queda supeditado a la espectacular Ciudad de Dios (2002), haciendo de la comparación y la referencia un imperativo. En una plática común, nos referimos a Meirelles como "el director de Ciudad de Dios" y nada más, porque a partir de ahí su obra va de lo pasable a lo mediocre, como un camino lleno de baches. 360 (2011) no es la excepción.
Es difícil aislar los temas y hablar de la trama de su más reciente cinta porque, ante todo, 360 es un embrollo. Con una estructura coral, es decir, un ensamble de varios personajes con equidad de importancia, las historias se multiplican sin empacho y a gran velocidad. Un empresario británico casado contrata a una a prostituta en un viaje de negocios y es chantajeado por ello, su mujer tiene un amorío con un fotógrafo brasileño cuya esposa lo deja. En el avión de regreso a casa la mujer del fotógrafo conoce a un viejo que perdió a su hija hace algunos años. Un acosador sexual sale de la cárcel y amenaza con abusar a la inocente brasileña, y al otro lado del mundo un guardaespaldas está harto de su jefe mafioso, quien a su vez contrata a la prostituta inicial. Mientras tanto, un cirujano dentista parisino está enamorado de su asistente, casada con el guardaespaldas, pero su religión musulmana prohíbe el comportamiento adúltero. Este es el mosaico que Meirelles pone en pantalla a partir del guión de Peter Morgan (The Last King of Scotland, The Queen, Frost/Nixon), quien a su vez se inspira en La Ronda, el libreto para teatro de Arthur Schnitzler (1862-1931), también autor de Traumnovelle, la novela en que se basa Eyes Wide Shut de Stanley Kubrick.
No es que 360 sea terrible como puede ser Blindness (2008), la desafortunada adaptación de Ensayo sobre la ceguera de Saramago (¿para qué llevar al cine literatura casi imposible de adaptar?). 360 tiene momentos notables y un elenco de primer orden: Anthony Hopkins, Rachel Weisz, Ben Foster y Marianne Jean-Baptiste entre muchos otros. Todos aparecen en la cinta brevemente, algunos en cinco o seis secuencias, otros en poco más. Su fortaleza recae exclusivamente en esa colección de escenas memorables que el espectador va ordenando mientras el cúmulo de situaciones se apila sin cesar, hilando la trama a base de una estructura compleja e intelectualmente atractiva. Al forzar al público a seguirle la pista a cada personaje que además tarda mucho en volver a aparecer Meirelles obliga a recordar para seguir el hilo narrativo. Sin embargo como obra total no se sostiene. Los puntos bien logrados contrastan con una serie de imágenes que se pierden entre tanta información y se diluyen. El lienzo completo se vuelve borroso, con solo algunos trazos de implacable precisión. Ciertos destellos perduran mientras el fondo se oscurece. La cinta se desliza hacia la mediocridad pese al entramado tan sugestivo, el hábil manejo de la cámara y un par de actuaciones geniales —Hopkins, por ejemplo, da una cátedra de interpretación dramática.
El problema no es solo el conflicto en algunos casos superficial, sino la cohesión del cúmulo de subtramas. En un intento fallido de malabarismo, Meirelles conforma los eslabones de una larga cadena inconsistente en su forma final: unos hechos como a partir de cuerdas, otros de plástico y solo dos o tres de acero, y es así como la cadena no soporta el peso de la película; algunos segmentos se arrastran por los suelos y otros vuelan en un cielo despejado.
Ciudad de Dios, basada en la novela de Paulo Lins, no es la única buena adaptación que ha llevado al cine. The Constant Gardener (2005) de John le Carré es magnífica; no solo tuvo un buen recibimiento entre la crítica, sino que le valió varias nominaciones y hasta un Oscar como mejor actriz de reparto para Rachel Weiz, cosa rara puesto que en realidad comparte crédito estelar con Ralph Fiennes. Aunque tiene menos tiempo de pantalla que él la historia se mueve alrededor de su personaje, mientras que el de Fiennes reacciona a las acciones de ella, una activista en busca de la verdad en torno a las empresas farmacéuticas en África. El alto contenido socio-político está bien llevado. El drama seduce al tiempo que entristece, en el tono trágico característico del director. Filmada justo después de Ciudad de Dios, The Constant Gardener prometía un estupendo futuro cinematográfico en otra dirección, menos ambicioso que Ciudad de Dios pero igualmente gratificante. Continuar el panorama épico era una tarea poco menos que imposible, pero rodar películas excepcionales parecía ser una opción. Blindness y 360 son dos inconsistencias de las que será difícil alejarse.
Si una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, 360 tiene varios, y en verdad es una lástima: tenía el potencial para ser una muy buena película, lo cual no quiere decir que carezca de méritos. Hay ocasiones en que el tamaño de la empresa marca el estruendo de la caída. El desplome de 360 se escucha fuerte y claro. Era un proyecto de inmensas proporciones, digno de "el director de Ciudad de Dios", filmada en París, Londres, Bratislava, Río de Janeiro, Denver y Phoenix. Es una metáfora de la unión entre los seres humanos, del complicado armazón social alrededor del mundo y el amor de pareja. Al final el círculo se cierra de una manera quizá artificial: en el mismo lugar en el que empieza y con los mismos diálogo, en una lección de coincidencias un tanto forzada. Hay que reconocer su atrevimiento: el riesgo que impulsó el tropiezo.
(ciudad de México, 1979) Escritor y cineasta