No sé qué analogía usar para definir Facebook, no se me ocurre ninguna imagen que dibuje bien lo que esta plataforma ha significado para muchos de sus usuarios. ¿Se ha preguntado usted cómo sería la vida sin su muro de Face? La mía sería más aislada, más fragmentada y menos informada. No estoy diciendo que la vida sin Facebook no sea vida, ni que la aún mayoritaria porción de la población mundial que no lo usa carezca de algo esencial para la existencia; lo que digo es que mi vida, la mía, sufriría de abstinencia si lo perdiera. Ahí es donde veo a mis amigos, donde anuncio los cambios y vaivenes de mi vida, donde me informo y desinformo también. Ahí fue donde viví la campaña electoral y las elecciones, no en la calle ni en las plazas a las que fui exitosamente convocada por medio de las propias redes.
Cada vez que escuché decir que la primavera árabe fue posible gracias a las redes sociales pensé que era una exageración, que las revoluciones se gestaban en las cabezas y en los corazones y no en una plataforma virtual. Ahora, después de nuestro proceso electoral, entiendo a qué se refiere esa aseveración. Las revoluciones y los cambios sociales son, en efecto, producto de la reflexión y la crítica humanas, de la organización colectiva y la educación. Las redes son solo herramientas. Sirvieron para comunicar ágil y prácticamente en tiempo real los movimientos del ejército y la policía en Túnez y en Egipto de modo que los manifestantes pudieron a su vez organizarse, protegerse, defenderse mejor. Y también han servido para pedir y juntar acopio en casos de desastre natural, catástrofes o epidemias. Pero además de facilitar la comunicación, las redes son formadoras de opinión.
La información, buena o mala, verdadera o falsa, bienintencionada o no, es algo a lo que hemos sido cada vez más expuestos. No llegamos al día de la elección sólo con una preferencia electoral sino con un bagage enorme de opiniones, imágenes, audios, pruebas de que estamos en lo cierto o de que hemos sido manipulados, mensajes ilustrados o iluminados sobre cada candidato, cada partido político. En mi muro me enteré de “todo lo que tenía que saber” sobre la esposa de López Obrador, de lo honorable que fue el papá de Enrique Peña Nieto, escuché una conferencia que Josefina Vázquez dictó hace veinte años a sus colegas empresarios. También encontré todas las encuestas, todos los sondeos, y cada uno me comprobó la falsedad y la manipulación de los demás. La demanda de los YoSoy132 de garantizar el derecho a la información para todos habla de la importancia que damos a ésta para la formación de opiniones y de lo útiles que han sido las redes para esto. Desde hace años hemos contado con ese espacio inmediato y versátil que -en sus propios términos- se actualiza permanentemente, de modo que durante la campaña hemos podido pensar colectivamente fenómenos tan dispares como la ética laboral de algunos periodistas, la corrupción de medios y gobiernos, la tristísima cultura literaria de los candidatos.
Ahora entiendo que mientras los tunecinos usaron las redes para tomar las calles y mantenerse informados en las horas más crudas de la revuelta, nosotros hemos tomado las redes y allí hemos librado nuestras más cruentas batallas. En las redes nos hemos enterado de quienes están “allá afuera” partiéndose el rostro por nosotros, muriendo por informar o por defender nuestros derechos. Y en legítima solidaridad hemos contribuido a la lucha por el derecho a la información y por la libertad de expresión. Yo no creo que eso esté mal: difundir lo que en ocasiones le ha costado la vida al comunicador, difundir lo que los emporios mediáticos niegan, ignoran o descalifican, difundir ideas y teorías. No me burlo del activista cibernético, no me parece que su labor sea menos importante que la del activista callejero. A veces la misma persona realiza ambos.
Pero no todo en las redes es debate y retroalimentación positiva, en mi Face hay bandos, siempre hay gente a favor y en contra de lo que se discute, no faltan las acusaciones, hemos llegado a los insultos, una amiga mía incluso fue “desamigada” por otros durante la campaña. La descalificación es tan generalizada como absurda: en estas últimas semanas he leído declaraciones altisonantes como que “todos los que votaron por el PRI son unos retrasados mentales” (aun cuando todos tenemos a uno o varios priístas en nuestras familias) o “todos los que apoyan a AMLO son unos vándalos” o “los YoSoy132 no tienen nada mejor que hacer” (como, por ejemplo, ¿estar de vacaciones? pero los declarantes al parecer piensan que organizar asambleas interuniversitarias es divertidísimo). Las acusaciones de anorexia o de violencia doméstica o de comunismo a los candidatos fueron tan risibles como agresivas y más que traer información al debate abonaron al hartazgo y el desinterés de la mayoría.
Aun así, insisto, mi vida sin Face sería más aislada y menos informada. Confieso que yo sí viví el 2 de julio “cruda”, como si me hubiera ido a reventar docenas de botellas de alcohol y destrozado una cantina. Me desperté con amargura y desánimo después de semanas de excitación cibernética y electoral. También compartí esa cruda, y no fui la única. Veo difícil una pronta y definitiva reconciliación en las redes. Los clivajes que ahí se observan son los que se han producido en la vida real. Las divisiones y las discusiones exasperan igual en mi muro que en la calle. No es tan sencillo como “si estás harto, desamígame”. Mi muro que solía parecerse a una tarde de domingo entre amigos, con música, chistes y conversaciones interesantes, se ha convertido en esa misma tarde pero durante el aguacero y sin poder salir a comprar más cervezas, y estamos ahí esperando, con mayor o menor paciencia, a que nuestros diferendos sobre cómo hacer frente a la tormenta vuelvan a ser tolerables para todos.
Socióloga, maestra en Estudios Políticos, asesora de desarrollo social y bloguera.