A principio de 1994, en otra hora difícil de México, releí el ensayo "Del Imperio Romano", de José Ortega y Gasset. Sus reflexiones en torno a la Concordia –tema central del mundo clásico, de Aristóteles a Cicerón– me parecían contemporáneas:
"La concordia … cimiento último de toda sociedad estable, presupone que en la colectividad hay una creencia firme y común, incuestionable y prácticamente incuestionada, sobre quién debe mandar … Cuando esa realidad, única cosa que disciplina y limita a los hombres … se desvanece … quedan sólo las pasiones en el ámbito social. El hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento".
Habíamos perdido la Concordia, "el mejor y más apretado vínculo de todo Estado" (Cicerón). Y habíamos entrado en la zona minada de la discordia, la profunda disensión que en Roma llevó a la guerra civil. El viejo sistema político mexicano había perdido legitimidad y se resistía a morir. A los pocos días estalló el levantamiento zapatista y más tarde el magnicidio de Luis Donaldo Colosio, las turbulentas elecciones, el asesinato de Ruiz Massieu, el error de diciembre. A principios de 1995, un sector mayoritario de la clase política (incluido el Presidente Zedillo) extrajo por fin la conclusión que debía haber sacado al menos una década antes: la única manera de construir la Concordia era abrir paso a la democracia mediante la plena autonomía del IFE y el respeto al voto.
El país transitó por esa vía a partir de 1997. Tras las elecciones intermedias de ese año, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y Cuauhtémoc Cárdenas llegó el Gobierno del D.F. Tres años más tarde la alternancia alcanzó al Poder Ejecutivo. En un gesto histórico, el gobierno de Fox, decepcionante en tantos sentidos, distendió el conflicto en Chiapas e invitó a los zapatistas a la capital. Parecía que, en efecto, México había resuelto su transición democrática en un marco de Concordia basado en una premisa universalmente asumida: debe gobernar quien obtenga la mayoría de votos.
Muy temprano en el sexenio tomó fuerza la precandidatura de Andrés Manuel López Obrador. Su estilo personal de acaudillar, sus frecuentes apariciones en los medios, el espinoso tema del desafuero fueron construyendo un liderazgo nacional. Los mexicanos discutiremos hasta el fin de los tiempos sobre la existencia o no del "fraude" sobre el cual AMLO edificaría su posterior estrategia política. En lo personal, siguiendo estudios de analistas respetables afines al propio líder, creo que no lo hubo. Al declararse Presidente legítimo, López Obrador impidió que la colectividad recobrara la "creencia firme y común, incuestionable y prácticamente incuestionada, sobre quién debe mandar". México dijo adiós a la Concordia.
Pasaron seis años. Algunos quisieron (quisimos) ver en su "República Amorosa" un llamado a restablecer la Concordia. (Por mi parte, hice el encomio público de su vocación social y anuncié que consideraría votar por él). Su actitud, ahora sabemos, fue una sagaz estrategia de campaña para atraer a la clase media. La medida funcionó pero no logró revertir la imagen disruptiva del conflicto postelectoral de 2006.
El notable desempeño de la izquierda en las recientes elecciones abrió una nueva oportunidad para la Concordia. Pero López Obrador decidió inconformarse con los resultados y, haciendo uso de sus derechos, ha pedido la nulidad e invalidez de la elección presidencial. Muchos mexicanos concuerdan con sus argumentos sobre la inequidad fundamental de la elección, otros no. La última palabra la tendrá el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Cualquiera que sea la decisión, en el instante mismo de conocerla debemos recobrar la Concordia, es decir, el acuerdo sobre quién –lo repudiemos o no– tiene el legítimo derecho de ocupar por los próximos seis años el Poder Ejecutivo. He dicho repetidamente que no celebro la victoria del PRI pero mi crítica a ese partido (que comenzó en el 68, ha sido continua y lo será en el futuro) no me llevará, en su caso, a negar la legalidad de su triunfo. Por las mismas razones, no negaré la victoria jurídica de López Obrador si el Tribunal se la concede.
La Concordia –es importante subrayarlo– no significa armonía. No podemos ser una sociedad armónica cuando hay tantas cosas deplorables en nuestra vida política: la corrupción y el despilfarro de los gobiernos estatales del PRI, el dominio inadmisible sobre bienes y servicios públicos por parte de los grandes sindicatos, la persistencia de grandes monopolios privados y públicos, la opaca relación entre el poder y los medios, las lagunas en la legislación electoral. Pero los cambios en todos estos ámbitos deben propiciarse en el marco de nuestras leyes, libertades e instituciones. Y respetando, en todos los niveles del poder público, la voluntad del ciudadano expresada en el voto.
Si el veredicto del Tribunal es adverso a López Obrador y éste vuelve a repudiarlo, introducirá la discordia permanente. El hecho inmenso del 1 de julio son los cincuenta millones de votantes. No menos significativo es que el voto adverso a López Obrador (33 millones) duplica el voto favorable (15.9 millones). No hay duda de que un gran sector del pueblo está con él. Pero no es mayoritario. Y en una democracia –con respeto pleno a las libertades de las minorías- las mayorías mandan. Éste es el sustento fundamental de la Concordia.
Sería justo conmemorar el 22 de febrero, centenario del sacrificio de Madero, en un estado de Concordia.
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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.