Hay un chiste olvidado –quizá porque no es gracioso– que narra una acalorada discusión entre dos mexicanos: cuando dos mexicanos discuten siempre hay tres ideas divergentes.
Así acaba el chiste.
Y así empiezan los problemas
Somos gente de ideas fijas. Nos gusta pensar y presumir que somos alegres, que somos amables con los extranjeros, que somos ocurrentes, dicharacheros, listos, que tenemos sentido del humor y que cuando hace falta nos apoyamos. Para descartar cada una de estas falsas aseveraciones únicamente hace falta viajar en metrobús. Un viaje o dos bastan para perder la identidad basada en estas ficciones.
Otra de las ideas fijas que hay es que el Premio Xavier Villaurrutia “cobra un especial renombre por ser un premio que los propios escritores otorgan a sus colegas” (No lo digo yo, lo dice wikipedia aquí). Mucho se ha escrito y discutido ya sobre la última edición de este premio, que encontró ganadores a Sealtiel Alatriste y a Felipe Garrido. La discusión ha ido por dos lados. Se ha denunciado el monopolio de la UNAM en la lista de premiados recientes y se ha cuestionado la labor profesional de uno de los ganadores. Hasta ahora, sin embargo, no se ha puesto el énfasis necesario en otra evidencia del premio, esto es, la abismal separación entre el espacio de la crítica y el espacio de la creación literaria.
Vamos por partes. Quizá antes lo fue, pero ahora el Xavier Villaurrutia no es el único premio que los escritores otorgan a otros escritores. Salvo algunos casos aislados, la mayoría de los premios literarios de este país incluyen a creadores en sus jurados. Las excepciones son burócratas culturales y académicos –o eso espero. Esta característica “especial” del premio permanece en el imaginario por la misma razón que permanece cualquier idea fija: tradición.
Por tradición, el jurado del concurso incluye a ganadores previos y por tradición se premia lo que el jurado resuelve como el mejor libro del año (o los mejores libros) o la trayectoria del escritor. Hay casos donde eso resulta innegable, por lo menos a nivel de consenso. Justo por eso es posible afirmar que en el 1955 el mejor libro publicado en México fue Pedro Páramo. Tradición.
Como es natural, no todos los años se publica un Pedro Páramo, y por eso hay veces en que el jurado parece no atinar. Desde su fundación, sólo tres veces se ha declarado desierto el premio. Esto es, únicamente en tres ocasiones el jurado tuvo el arrojo crítico de opinar ningún libro había satisfecho los estándares de calidad necesarios para incluirlo en la lista de ganadores. El último año que eso sucedió, en 1962, se publicaron La muerte de Artemio Cruz y Aura de Carlos Fuentes, Beber un cáliz de Ricardo Garibay, Con palabras y fuego de Carlos Pellicer, Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos y Desolación de la quimera de Luis Cernuda, por citar algunos.
Esto es normal. Ningún jurado es infalible, ni siquiera en los premios donde primero se abren las plicas y luego se leen los libros. Estamos muy cerca de nosotros mismos como para saber si algún libro de los premiados este año –o de los excluidos– tendrá el valor de clásico en unos años. Lo que no convence en esta edición es la abismal diferencia entre el resultado que ofrece el jurado y, por ejemplo, las listas que críticos –que también son escritores– hicieron a manera de balance de 2011. Ejemplos aquí, aquí, aquí y aquí. En ninguna de esas listas aparecen los tres libros premiados. La más impulsiva –y la más inútil– declara desiertas nueve de diez posiciones. Más aún, las listas incluyen libros de autores consagrados y de autores jóvenes, porque además de la tradición, la literatura también sobrevive –se reformula– gracias a la novedad y a la certeza de que esa tradición puede servir para algo además de para presumirla.
No se trata de proponer nombres, de decir que fulanita o perenganito debieron haber ganado. Se trata, sí, de cotejar las listas y de descubrir alegres coincidencias. Se trata, también, de pensar que la literatura mexicana quizá se está alejando de los puestos públicos y que ese mutuo aplauso entre los miembros de la generación que ahora pueblan la década de los sesenta años de edad no durará para siempre. Se trata de saber que espacios tradicionales como el Premio Xavier Villaurrutia –premiando hoy la literatura de ayer– cambiarán poco a poco y que como lectores debemos trascender estas etiquetas que, en realidad, dicen muy poco de lo que pasa ahora mismo, en México, con la literatura.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.