Esto no es un film. El título de la última obra de Jafar Panahi es una verdadera declaración de principios, afilada como la hoja de una navaja y provocadora por partida doble.
La primera provocación va dirigida al público: si esto no es un filme, se preguntará el espectador por qué demonios ha pagado una entrada y se ha sentado en una sala oscura a esperar pacientemente, junto a otros incautos, a que empiece esa cosa que tiene que empezar y que no es una película. La segunda provocación tiene como destinatario al régimen iraní y está cargada de rebeldía: Panahi ha sido condenado a seis años de prisión y a veinte sin poder filmar, dar entrevistas o salir del país. ¿La razón? Haber intentado hacer un film sobre las protestas que siguieron a la reelección del presidente Ahmadinejad, hace dos años. Un día de mayo de 2011, mientras Panahi espera el fallo de la apelación que hizo ante la justicia, se embarca en la aventura arriesgada, burlesca y subversiva de hacer esta cinta. Ya que la dictadura no le deja hacer filmes hará algo que no es un film y jugará a no ser un director de cine. El resultado de la experiencia consiguió salir de Irán a través de una memoria USB y llegar directo a las pantallas del Festival de Cannes y, después, a los cines de Europa.
Esto no es un film describe la intimidad de Panahi durante el día del año nuevo persa. Panahi se filma a sí mismo desayunando, hablando por teléfono con su familia o recibiendo una llamada de su abogada que le anuncia los avances –mejor dicho los retrocesos- de la apelación. El apartamento de Panahi se ha vuelto una prisión en la que el realizador ha quedado confinado, forzado por el régimen a una pasividad frustrante. Panahi parece asumir su situación con cierta ironía y algo de humor mordaz. Sin embargo, la angustia y la incertidumbre se dejan entrever en cada uno de sus pequeños actos cotidianos. Afloran mientras se pasea por el salón, se obsesiona con la pantalla del ordenador, de la televisión o de su iphone o da de comer a una iguana gigantesca que con su paso cansino parece ser una metáfora del encierro o emular el lento transcurrir del tiempo, la larga espera a la que se ve obligado el realizador.
A media mañana, Panahi recibe la visita del documentalista Mojbata Mirtahmasb, amigo suyo y co-responsable de esta bofetada con pleno rostro de los censores que es Esto no es un film. Mirtahmasb toma la cámara mientras Panahi intenta explicarle –y explicarnos- su proyecto: ya que no puede seguir siendo un realizador, por ese día será un actor. Ya que no puede filmar, leerá ante la cámara un guión que escribió hace poco y que fue rechazado por las autoridades cinematográficas de Irán. Se inicia así una estructura en abismo, una representación dentro de la representación. Panahi relata esa historia que no podrá ser filmada: su protagonista es una joven de clase obrera de Ispahán que acaba de pasar el concurso para entrar en la facultad de bellas artes, pero sus padres –religiosos conservadores- le impiden que se inscriba en la universidad. La joven queda encerrada en su pequeño cuarto mientras ellos se van de viaje. Ella tiene la intención de huir, para matricularse en la universidad, pero no sabe cómo.
Con el objetivo de explicar cómo serían las localizaciones del film, Panahi toma un rollo de cinta adhesiva y comienza a trazar sobre una alfombra persa las dimensiones de la habitación de la protagonista. Se instala dentro de esa área imaginaria y mientras va explicando el guión, representa algunas acciones del personaje. Pero no llega muy lejos. Se detiene abruptamente, con frustración. ¿De qué puede servir lo que está haciendo? “Una película no es nunca lo que uno cuenta, sino que lo que uno realiza”, sentencia.
Durante toda su carrera Panahi ha tratado de captar la realidad de su país, de dejar que lo real se filtre, espontáneo e incontrolable, aún en el lenguaje de la ficción. Pero nada de eso es posible con la simple lectura de un guión. Y, sin embargo, quizás el guión que describe no sea más que una coartada para hablar de otra realidad, la suya propia. Esto no es un film parece confirmar la sospecha de todo aquel que piense que los personajes femeninos que protagoniza la mayoría de los filmes de Panahi –Offside (2006), El círculo (2000), Ayneh (1997), El globo blanco (1995)- tienen mucho del propio realizador. La joven que quiere estudiar bellas artes, pero que es encerrada por un padre que abraza el extremismo islámico, parece una proyección del propio Panahi, impedido de filmar –de hacer arte- y encerrado por un régimen islámico.
El trazado de la habitación, con cinta adhesiva, sobre la alfombra, tiene una fuerte carga simbólica. La alfombra es un elemento profundamente ligado a la identidad iraní, en ocasiones representa el árbol de la vida o el jardín del paraíso y sus límites son considerados los del universo. Con la cinta Panahi opera una drástica subdivisión del tapiz, para marcar sobre él la cárcel en la que ha sido confinada su protagonista –y él mismo. Pero ese encierro no se limita a ellos dos, es como si metafóricamente toda la milenaria cultura persa se viera confinada a unos estrechos límites impuestos por el poder. El film sugiere sutilmente que los atentados contra la libertad de expresión del régimen de Ahmadinejad son algo más que la represión de algunos cineastas, son un atentado contra las raíces de la cultura de esa nación.
La idea se refuerza gracias a un juego constante con el fuera de campo. A lo largo de todo el filme se escuchan fuertes estallidos que provienen de las calles. Por un momento el espectador se siente también encerrado en el apartamento y totalmente desconcertado. Panahi al principio no le da importancia a esos ruidos, pero poco a poco comienza a preocuparse. Llegan noticias de que la policía está haciendo controles en las calles y reprime a la población. Esa noche es la Fiesta del Fuego, la tradición de origen zoroástrico con que los iraníes celebran la llegada del año nuevo, haciendo hogueras y lanzando fuegos artificiales, aún cuando el régimen la ha prohibido por sus raíces “paganas”. Ha caído la noche y Panahi decide salir del apartamento, a las puertas del edificio una gran hoguera ha sido encendida por los vecinos. La génesis de la subversión popular y con ella de la libertad se concentra en ese rito y en ese fuego purificador.
La salida del domicilio es la escena más singular del filme. Panahi, cámara en mano, baja en el ascensor acompañado del joven encargado de recoger la basura de cada apartamento y con quien el realizador teóricamente se ha encontrado por azar. La estructura de la secuencia –donde la basura tiene una connotación metafórica evidente- permite preguntarse qué rol ha jugado realmente la puesta en escena en esta película. En este como en otros tantos casos la frontera entre ficción y documental se ve cuestionada o mejor dicho superada. El filmde Panahi no solo es un llamado a la libertad; también es una lección magistral de cine. “Esto no es un film”, dice Panahi ante la cámara, como en su momento Diderot escribió “Esto no es un cuento” y como Magritte pintó sobre un lienzo “Esto no es una pipa”. En los tres casos la negación totalmente paradójica sirve para cuestionar la esencia de las respectivas artes en la que se inscribía cada uno de los autores.