El historiador y teórico fílmico David Bordwell (1947-2024) sostuvo a lo largo de su invaluable carrera una consistente cruzada en contra de la crítica de cine “reflexiva”, a saber, la crítica centrada y concentrada en entender el arte cinematográfico como un mero reflejo de la sociedad que lo crea.
Bordwell alegaba, con argumentos más que convincentes, que pensar que cualquier arte –y especialmente el cine– era el simple resultado del espíritu del tiempo en el que fue realizado era no solo empobrecer al cine mismo, sino que resultaba, por lo menos, inexacto. Como producto artístico realizado de manera colectiva y, en la mayoría de los casos, en el seno de una industria, era muy arriesgado afirmar que cualquier filme era el producto de un individuo en particular –el director, por supuesto– que partía de la realidad circundante, retratando, consciente o inconscientemente el famoso “zeitgeist”.
Una parte del trabajo teórico de Bordwell puede verse, de hecho, como un vehemente pero cerebral mentís a la seminal obra cumbre de la crítica reflexiva, De Caligari a Hitler (1947), en la que el historiador y filosofo Sigfried Kracauer afirmó que el cine alemán de entreguerras, especialmente en su vertiente expresionista, fue un reflejo de las tendencias más oscuras de la sociedad alemana de esa época y que prefiguró el ascenso de Hitler al poder.
El argumento de Kracauer es también muy convincente –hay que leer sus provocadores análisis cinematográficos, escritos desde el psicoanálisis, el marxismo y la historia–, por más que en alguna ocasión uno piense que el profesor alemán extrapoló en demasía algunas de sus ideas, con tal de que encajaran en su tesis central.
Aunque las más de las veces tiendo a seguir el consejo de Bordwell, es imposible no darle algo de razón a Kracauer: el cine es algo más que un fotograma detrás de otro y, en no pocas ocasiones, puede servir como advertencia del mundo por venir. Y para muestra, el botón de Mickey 17 (E.U. – Corea del Sur, 2025), octavo largometraje del multioscareado cineasta sudcoreano internacionalizado Bong Joon-ho.
A bote pronto, Mickey 17 se puede entender como el primer manifiesto fílmico/satírico abiertamente antitrumpista realizado en Hollywood: la película perfecta para el inicio del segundo periodo presidencial de El aprendiz (Abbasi, 2024) que despacha en la Casa Blanca. Presentada en el pasado festival de Berlín, la cinta, escrita por el propio director y basada en la novela de ciencia ficción Mickey 7, vehicula, sin sutileza de por medio, una crítica directa no solo al rapaz capitalismo oligárquico y patrimonialista que se ha extendido en todo el mundo en los últimos años, con todo y un irredimible villano, encarnado por un desatado Mark Ruffalo, que es una caricatura evidente no solo de Donald Trump, sino de su saltarín cómplice sudafricano Elon Musk. El cruel, egocéntrico y supremacista comandante del planeta invernal Nilfheim, Kenneth Marshall, es la fusión física y moral de los dos tipos que gobiernan Estados Unidos en este momento.
Ruffalo interpreta a este repelente monstruo a la perfección: dedo índice que señala a su público cautivo, puños que bajan y suben torpemente cual si estuviéramos viendo a Trump bailando, uso indiscriminado de adjetivos a la primera provocación (todo lo que hace es extraordinario, maravilloso, bellísimo, etc.) y, por supuesto, delirio colonialista de raigambre muskiana, pues en el mundo futuro de Mickey 17, Marshall y su esposa Melania, digo, Ylfa (Toni Collette, toda sonrisas falsas) han llegado a otro planeta para apoderarse de él, explotarlo a su capricho y, si de pura casualidad sucede que encuentran otras formas de vida (en concreto, unos animales que parecen cochinillas), habrá que eliminarlos por completo, faltaba más.
Uno de los colonizadores al servicio de Marshall es, precisamente, el Mickey 17 del título (Robert Pattinson), a quien conocemos al inicio del filme. La voz en off narrativa nos cuenta que él, cuando se llamaba Mickey Barnes, decidió huir de la Tierra debido a cierta deuda impagable, y no encontró mejor opción que embarcarse en la aventura de ese culto espacial futuro tan parecido a la MAGA de hoy, jugando el papel de “prescindible”. De ese modo, Mickey es enviado una y otra vez a misiones suicidas, asignado a los trabajos más peligrosos y usado como conejillo de indias en experimentos que solo a Josef Mengele se le hubieran ocurrido, pues está de acuerdo en morir para luego ser creado de nuevo a través de una bioimpresora 3D.
Por eso, el Mickey que conocemos al inicio es el número 17, quien es dejado morir por su “mejor amigo” Timo (Steven Yeun) en una grieta de varios metros de profundidad. El asunto es que Mickey no muere, sino que es rescatado por uno de esos dizques feroces “gusanos”, que lo lleva a la superficie, sano y salvo. El problema es que, para entonces, Mickey 17 ha sido declarado muerto y, por lo mismo, ya hay un Mickey 18 (Pattinson otra vez) vivito, coleando y cogiendo alegremente con Nasha (Naomi Ackie), su atlética novia desde que era el primer Mickey. Peor aún, como Kenneth Trump, digo Kenneth Musk, digo Kenneth Marshall, es un atrabiliario fanático religioso, ha prohibido la existencia de seres “múltiples”, por lo que Mickey 17 y Mickey 18 están condenados a morir para siempre, sin apelación alguna y sin posibilidad de clonación.
Aunque el texto original de Edward Ashton retoma no pocas ideas contenidas en la obra de Philip K. Dick –especialmente en la inevitable ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), adaptada libremente por Ridley Scott en Blade Runner (1982)–, lo cierto es que la adaptación cinematográfica de Bong se aleja del libro, especialmente en su inclinación abiertamente política. Es claro que Bong no podía conformarse con la crítica general al capitalismo del siglo XXI a través de ese brutal desnudamiento de la lógica utilitarista/materialista llevada al deshumanizante límite, pues el Mickey del libro es el esclavo ideal: alguien que está condenado a morir para renacer y volver a morir hasta el fin de la eternidad.
Bong ha retomado la premisa de Ashton para transformarla en un discurso mucho más político, en el que el ciudadano común –todos los Mickey habidos y por haber– está destinado a servir como mero objeto desechable y “prescindible” de monstruos narcisistas como Trump/Musk/Marshall, a menos que abra los ojos y decida actuar con otros igual de “prescindibles” que él. El discurso militante y humanista de Bong en esta cinta sigue la misma trayectoria de buena parte de la obra anterior del cineasta sudcoreano, desde la odisea familiar El huésped (2006) hasta la oscareada obra maestra Parásitos (2019) pasando por la emocionante cinta postapocalítica El expreso del miedo (2013) y su encantadora fábula animalista Okja (2017), que bien podría presentarse en una función doble con Mickey 17.
Volviendo al debate Bordwell vs. Kracauer, es cierto que Mickey 17 es mucho más que su mero discurso: hay que escuchar la música operática de Jung Jae-il, disfrutar la versatilidad de un sensacional Robert Pattinson en su papel doble perfectamente diferenciado, permitir que nos envuelva la gélida fotografía monocromática de Darius Khondji y dejarse emocionar por esa climática secuencia final.
Pero, y que me perdone el admirado profesor Bordwell, aunque Mickey 17 fue terminada en diciembre de 2022 (más de dos años antes del regreso de Trump a la Casa Blanca), ¿cómo negar que Bong, consciente o inconscientemente, capturó en esta película de manera anticipada el espíritu de nuestros caóticos tiempos trumpistas, el zeitgeist del aquí y ahora? Bong, profeta de un mundo gobernado por los Trump, por los Musk… a menos que todos los Mickeys del mundo decidan –decidamos– lo contrario. ~