Fabian Avenarius Lloyd, poeta, boxeador, jactancioso ladrón de joyas, embustero, marchante de arte, desertor múltiple, sobrino de Oscar Wilde, leñador australiano, indigente berlinés, campeón semipesado de Francia, retador canadiense en Atenas, exiliado ruso en Nueva York, polizonte, recolector de naranjas en California, exhibicionista, falso irlandés nacido en Laussane, conferenciante, director de una revista de cinco números, bailarín, dandi, profesor de educación física en la Academia Atlética de México, improvisado especialista en arte egipcio, bufón, amante, prestanombres de nadie y de sí mismo una y dos mil veces, sombra incógnita, testigo, personaje menor de un tiempo ahíto de grandes nombres, amigo, desgraciado, bruto… Arthur Cravan es el seudónimo, de los muchos que tuvo –algunos voluntarios, otros fruto de las erratas que siembra el destino–, con el que finalmente se le recuerda.
Hay poetas cuya influencia en la historia de la literatura no depende de lo que escribieron. Arthur Cravan es uno de ellos. Mientras otros agotaban la tinta y las ideas rellenando páginas de elevado exabrupto vanguardista, Cravan convirtió el gesto en su principal estilográfica, el escándalo en su único cuaderno. Fue, y esto es ya un lugar común, el primer poeta punk, delirante y genial en un entorno en el que no era fácil destacar por esos atributos. Se le asocia comúnmente al dadaísmo, pero insultó a Apollinaire, santo patrón de aquellos. Prefirió la iconoclasia incluso frente a los iconoclastas por excelencia. En abril de 1916, apenas dos meses después de que se fundara en Zürich el Cabaret Voltaire, cuna del dadaísmo, Cravan boxeaba en la Monumental de Toros de Barcelona contra el campeón mundial de peso semipesado, Jack Johnson (el mismo, sí, al que Miles Davis dedicó un disco en 1970). No se pude decir que combatiera por el título –su desventaja frente al estadounidense era flagrante e insalvable–, sólo quería ganar dinero suficiente como para embarcarse hacia América, y lo hizo.
En Nueva York se enamoró de Mina Loy, una poeta admirada, entre otros, por Pound, Gertrude Stein y Marianne Moore. Para evitar convertirse en soldado –Estados Unidos comenzó a movilizar a los extranjeros para la Gran Guerra– se disfrazó de soldado y escapó a Canadá. Su plan era volver a Nueva York con los papeles en orden, pero algo se complicó en el camino y tuvo que embarcarse hacia México. Las noticias de su vida en 1917 son confusas, cuando no contradictorias. Se le ubica en diciembre en la frontera de Texas. Una versión lo hace cruzar a nado el Río Bravo, de Estados Unidos a México. Los planes que se deducen de sus cartas son también bastante ambiguos: quería ir a Buenos Aires, a Chile, a Monterrey o suicidarse. Lo más probable es que planeara seriamente hacer todas esas cosas al mismo tiempo, y nunca se supo si consiguió hacerlas.
Mina Loy lo alcanza en la ciudad de México en enero de 1918. Se casan al poco tiempo y ella queda embarazada. Cravan nunca llegará a ver a su hija, que nacerá en Londres cuando el poeta ya haya desaparecido en nuestra salvaje patria sin dejar rastro (según unos, ahogado en el Golfo de México cuando trataba de cruzarlo en un velero; asesinado por error en la revuelta revolucionaria, dirán otros).
Maintenant, la revista que Cravan dirigió (y escribió completamente con seudónimos) fue traducida el año pasado, en Argentina, por la editorial Caja Negra. Es una edición facsimilar que incluye también testimonios de distintos personajes sobre Cravan. Por ejemplo: un fragmento del diario de Trotsky en donde el revolucionario ruso narra su viaje en barco hacia Nueva York, trayecto que compartió, accidentalmente, con el poeta-boxeador. El libro vale la pena también por las crónicas del propio Cravan, como aquella en que visita a André Gide y lo incordia con elegancia. Algunos de los apuntes más inconexos de Cravan, reunidos en una sección de “Notas”, son lo mejor de su obra: “Que venga aquel que dice ser parecido a mí que le escupo en la jeta”; “Lo desprecio: no cambió de peso en diez años”; “Hay que poner, una vez al año, el futuro en juego”. Su crítica de arte no carece de la misma gracia, aunque es más bien conservadora y casi todo, en el Salón de los Independientes de 1914, le parece “impostura”, adjetivo que utiliza con inocencia y que en general me desespera.
En México, que yo sepa, la suerte editorial de Cravan ha sido más bien escasa, a pesar de que fue un ilustre visitante y de que murió en este país, presumiblemente. La revista culichi Textos (núm. 9/10) publicó una selección de sus cartas a Mina Loy, precedidas por una semblanza biográfica, de Ricardo Echávarri, en la que se describen las mismas hazañas que siempre se repiten cuando se habla de él y que yo he glosado aquí someramente, pues es imposible no quedar fascinado, antes que con la obra, con el listado de insensateces que adornan la vida ya hecha mito de Cravan. Sus obras completas (reeditadas en Francia por Éditions Ivrea en 2009), por eso mismo, tienen apenas unas pocas páginas de poemas tempranos, los cinco escuetos números de la revista Maintenant, los “ejercicios poéticos” y las notas inconexas a las que hice antes referencia, y luego un montón de testimonios, entrevistas, cartas, documentos y crónicas de boxeo, que en realidad conforman el grueso del volumen.
Cravan es un ejemplo de autor con más poética que obra. No era exactamente un vanguardista: su esplín acentuado, su desesperación de vagabundo, su admiración, antes que por las obras de sus contemporáneos, por una idea de la literatura que entraba en una crisis de la que no saldría ya nunca, lo convierten en un personaje fuera de tiempo, incómodo entre Duchamp y Picabia (que lo aborrecieron al final de su estancia neoyorquina) pero incapaz de encontrarse a gusto en otro lado, como no fuera junto a Mina (otra nostálgica que flirteó con el futurismo) o corriendo cada mañana por el bosque de Chapultepec antes de su entrenamiento.
(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).