I walked with a zombie, dirigida en 1943 por un Jacques Tourneur relativamente joven (tenía 39 años y todavía le faltaban varias obras maestras), puede verse como una película dual, vacilante: una obra en constante tensión entre dos polos. Está inspirada en Jane Eyre de Charlotte Brontë (Currer Bell) –lo cual la convierte en una involuntaria predecesora de mashups tipo Pride and prejudice and zombies– y en historias como la de Felicia Felix-Mentor, una mujer que, muerta en 1909, fue encontrada en 1936 vagando por las calles de Ennery, Haití, “vieja, débil, en estupor; pálida, arrugada, con piel como escamas de pez”. (Acá, un recuento publicado en 1945.) El film está dividido, aunque sin exactitud, en dos actos. El primero es una historia de amor y de tristeza; el segundo, de horror y muerte.
La enfermera canadiense Betsy Connell llega a la isla de San Sebastián para cuidar a Jessica Holland, la mujer de Paul Holland, uno de los dueños de los cañaverales y por tanto de la isla misma. (Sus antepasados colonizaron y esclavizaron San Sebastián.) Jessica padeció una fiebre que, según su doctor, le quemó la espina dorsal y la ha dejado “sin voluntad”, incapaz de casi nada salvo de seguir unas cuantas órdenes. (“Es una muerta en vida”, dice el doctor. “Una zombie.”) En la finca vive también Wesley Rand, medio hermano de Paul, alcohólico y amable, y la madre de ambos, Mrs. Rand, encargada de la misión de la isla. Sobre toda la isla hay una pesadumbre. En el barco que la lleva a su destino Betsy mira el mar, los peces voladores que, como estrellas, saltan del agua y se hunden de nuevo en ellas. Piensa: “Qué hermoso”, y un hombre –Holland, a quien conocemos en ese momento– la saca de sus pensamientos: “No es hermoso”, le dice. “Todo aquí parece hermoso porque no lo entiende usted. Esos peces no saltan de dicha: saltan de horror. El brillo del agua es el brillo de millones de cadáveres, el brillo de la putrefacción.” Betsy: “No cree eso, ¿verdad?” Entonces pasa una estrella fugaz; Holland concluye: “Todo lo que es bello muere aquí. Hasta las estrellas.”
Es una escena impresionante, que establece el tono de toda la película: melancólico, pesimista, elegante –y escatológico, atroz también. Melancólico: San Sebastián, el torturado san Sebastián, es el patrón de la isla y de sus sufridos esclavos; los nativos lloran cuando nace un bebé: su llegada al mundo es un anuncio de desgracias por venir –para el propio niño. (“I told you miss Connell, this is a sad place.”) El primer encuentro de Betsy y su paciente, en la finca nocturna, es un presagio y una atmósfera: a la enfermera la despierta un llanto lento, hondísimo, que parece menos una respuesta a un acontecimiento que una postura ante el mundo; un llanto que no quiere consolarse. La escena es un ejemplo perfecto de cómo Tourneur tenía un pie puesto en el miedo y otro en una tristeza irrenunciable:
Todavía en el primer “acto” de I walked with a zombie, hay una secuencia dual que es pura maestría narrativa. Es el día libre de Betsy y sale a pasear (“a ver qué encuentro”) en la isla. Lo que encuentra es a Wesley Rand, también en día libre, y éste la invita a tomar una copa. En el bar un hombre canta, primero, ‘British grenadiers’ –no sin ironía–; después, una canción más o menos satírica que cuenta, desde el resentimiento del liberto, la historia de la familia Holland.
There was a family that lived on the isle
Of Saint Sebastian a long, long while;
The head of the family was a Holland man
And the younger brother, his name was Rand…
Rand, que ha estado bebiendo, se crispa; el cantante cuela más información (“The Holland man, he kept in a tower/ A wife as pretty as a big white flower,/ She saw the brother and she stole his heart”) hasta que Wesley lo manda callar:
¿Por qué? Para que no nos enteremos (junto con Betsy) de por qué todo lo que es bello muere aquí: Jessica Holland y Wesley se amaron, adúlteramente: a ella le cayó un mal –el Chahuistle, tal cual– y su fiebre le quemó la razón; a él, lo convirtió en un alcohólico. El cantante se disculpa profusamente, zalameramente. Una elipsis y volvemos a la escena, unas horas después; Wesley, borrachísimo, se ha quedado dormido sobre la mesa; Betsy trata de despertarlo. Reaparece entonces el cantante para terminar su historia, que ya incluye entre sus personajes a la enfermera; ahora es una canción amenazante, pesimista como una maldición irrevocable:
I walked with a zombie es, constantemente, un ejercicio de sugerencias. ¿Decidió Paul Holland el terrible destino zombificado de su mujer por una traición amorosa y fraternal? ¿Existen los zombis? ¿Hay cura para Jessica? Betsy propone aplicarle un shock de insulina, que si no la cura puede matarla. Paul parece dudarlo pero Betsy insiste: “Su esposa no está viviendo; está en un mundo vacío de significado y de dicha.” ¿Pero lo hace porque se ha enamorado de Paul, y acaso Paul de ella, y está buscando librarlo de ese lastre? Wesley cree que así es; nosotros no podemos saberlo: todo el suelo es resbaloso y no hay de dónde asirnos. ¿Quién puede decir que un zombie es un zombie, que no está fingiendo, que es un muerto en vida, que no padece una enfermedad “con un largo nombre en latín” –para decirlo en palabras del médico de Jessica– sino un embrujo vudú, un mágico despojo del alma? (En Haití hay muchísimos casos como el de Felicia Felix-Mentor. Es difícil o acaso imposible discernir cuáles son zombis reales y cuáles puros delirios de la imaginación. Ver: el volumen La serpiente y el arcoíris del etnobotánico Wade Davis, de 1985, o más recientemente el reporte Into the zombie underworld de Mischa Berlinski, 2009.)
Entonces, justo a la mitad del film, Betsy comprende que se ha enamorado de Paul, y se deja vencer por la credulidad. La enfermera decide intentar una medida desesperada: ir al hounfort, la asamblea vudú, y pedirle a Damballah (“big papa god”) la restitución del espíritu de la zombi. La espeluznante caminata –que es la del título– a través del cañaveral está llena de malos augurios y es una de las secuencias clave del cine de horror de los cuarenta. Hay que volver a verla:
http://www.youtube.com/watch?v=M40l17ACjJM
Y I walked with a zombie se ha convertido, sin fisuras, en una película de horror. Los motivos se repiten, atrozmente. (Caballos que no obedecen, ceremonias, tambores.) Jacques Tourneur, cuya mano hasta el momento ha sido elegante y sobria, de pronto parece caer también en un trance y pavorosamente deja que la cámara haga lo que quiera:
–que, durante su segunda mitad, la película se despeñe en un cantil de locura, de represión sexual, de crueldad: esclavitud, machismo, muerte, suicidio. Y de ese abismo es imposible salir ileso: ni la madre ni Wes ni Jessica; tampoco Betsy o Paul, enamorados pero muertos en vida. (No revelaré más.) “I told you this is a sad place”: Todo lo hermoso está muerto en San Sebastián. Y viceversa: todo lo muerto es hermoso aquí porque no puede cambiar: porque la muerte lo ha fijado para siempre, lo ha despojado de la vida, que es mudanza. El médico, que no sabe el alcance de sus palabras, pregunta: “Doesn’t she make a beautiful zombie?” Sí, porque la belleza está muerta. Claro que sí:
Nota. No toda la gente decente recibió bien I walked with a zombie en el momento de su estreno. El New York Times, en una reseña del 22 de abril de 1943, le puso algunos calificativos pasaditos de lanza: “a dull, disgusting exaggeration”, “nonsense”, etcétera. Pero la gente no tan decente –los adolescentes y los aficionados al horror– pronto ya juraba en su nombre de Zombie y su productor, Val Newton. (Él era el importante, no Tourneur.) En los 50, nadie más indecente que los autores de cómics de horror. El número 27 de Mystic (1954) publicó un “weirdie” que era una suerte de replanteamiento de la historia –incluye una hermosa zombi, un viaje a una isla, un paseo nocturno… Su título es Who walks with a zombie? Vale mucho la pena. Puede leerse o descargarse acá.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)